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«Entrando en la verdad del Sacramento»: homilía de Mons. Aguer en la Misa con Sacerdotes por él ordenados.

 

Foto de conjunto de Mons. Aguer con sacerdotes por él ordenados (8 de Septiembre de 2016).

Foto de conjunto de Mons. Aguer con sacerdotes por él ordenados (8 de Septiembre de 2016).

 

Ampliando la información que diéramos el pasado 8 de Septiembre, fiesta de la Natividad de la Virgen María, y aniversario del comienzo del ministerio episcopal en la Arquidiócesis (8 de Septiembre de 1998), del Arzobispo de La Plata, Mons. Héctor Aguer, publicamos seguidamente la homilía que pronunció en la Santa Misa que concelebró, con sacerdotes ordenados por él (43 en total), desde el 8 de abril de 2000. En esta oportunidad fue en la Eucaristía de clausura de las Jornadas de Actualización Teológico – Pastoral; que, como parte de la formación permanente del clero, tuvieron lugar en la Casa de Ejercicios Espirituales «Ceferino Namuncurá», de Olmos.

Este es el texto completo y oficial de su mensaje:

 

 

Entrando en la verdad del Sacramento

Homilía durante las Jornadas de Actualización del Clero Platense.

Fiesta de la Natividad de María

8 de septiembre de 2016

      La fiesta de la Natividad de María es de origen oriental; aparece atestiguada en las homilías de San Andrés de Creta, como en la Disertación que hoy meditamos en el Oficio de Lectura; se la celebraba ya en la mitad del siglo VI. En Occidente las primeras memorias litúrgicas en honor de Nuestra Señora estuvieron vinculadas a la celebración del nacimiento de Cristo; la Natividad llegó hacia fines del siglo VII, durante el pontificado de Sergio I, en relación con aquellas conmemoraciones que detallaban diversos momentos de la vida de María antes de la Anunciación. La fecha del 8 de Septiembre concuerda con el 8 de Diciembre, en que se fijó la Inmaculada Concepción. El desarrollo dogmático, la profundización teológica, la piedad de los fieles, y el calendario litúrgico marcharon al mismo paso, condicionándose recíprocamente según los casos.

El nacimiento de la Madre del Mesías es la primera aparición visible de aquella en la que confluyen las promesas de salvación. El misterioso designio de Dios, que quiso redimir humanamente a los hombres se acercaba a su cumplimiento; ya amanecía, después de la noche. Lo más probable es que aquel nacimiento haya ocurrido en Nazaret, aunque también se han conjeturado otras ciudades; era aquella de escaso prestigio, como aparece en el juicio despectivo de Natanael: ¿Acaso puedesalir algo bueno de Nazaret? (Jn. 1, 46). Una villa de casas modestas, aunque la devoción de muchos artistas, partícipes de la piedad del pueblo, haya pintado palacios. Los nombres de Joaquín y Ana, padres de María, no son seguros, como que proceden del Protoevangelio de Santiago, un apócrifo del siglo II, lleno de noticias fantasiosas. De lo que no puede dudarse es del entronque de Jesús en la Casa de David, que había ido perdiendo lentamente su riqueza y su posición; la más razonable es pensar que tanto la familia de la Virgen como la de quien sería su esposo pertenecían a ella. En realidad es el segundo dato lo que importa para asegurar la filiación davídica de cristo. Es a José a quien el anuncio de la aparición del Mesías presenta como descendiente del gran rey de Israel: José, hijo de David lo llama el ángel del Señor (Mt. 1, 20), y  lo mismo afirma Lucas en forma de relato (Lc. 1, 27); las dos genealogías son las suyas, aunque difieran (cf. Mat. 1, 1-55; Lc. 3, 23-55).El nombre era Miryan, como el de la hermana de Moisés, Mariam en el griego de “los Setenta”. Filósofos y lingüistas han propuesto una larga lista de significados: Señora, Muy Amada, Estrella del Mar, o Gota del Mar, Iluminada, Mirra, Mar Amargo, y otros más.

De la Casa de David -toda la tradición lo afirma- y de la raza de Adán, como lo sería su hijo, tal el linaje. Hace más de 50 años, en su precioso libro “Señora Nuestra” escribió José María Cabodevilla: ¡Qué consuelo y qué honor para nosotros, la pobre humanidad quetantos vergonzosos ejemplos ha producido, saber que una criatura tan absolutamente casta y bella y egregia ha salido de nuestra casa, de nuestra sangre y parentela, de la raza gloriosa y humillada de los hombres! Por todo esto, la de hoy es una fiesta de gozo, de particular alegría en la fe. Porque reconocemos en la maternidad de la Virgen María la causa de nuestra salvación, podemos pedir a Dios que al celebrar la Natividad nos conceda la riqueza de su gracia y acreciente nuestra paz. Así lo hemos hecho en la oración Colecta de la misa.

Esta fiesta, de suyo tan entrañable, está cargada para mí de un significado muy especial. Hace dieciocho años, un ocho de septiembre llegué a La Plata para asumir como coadjutor de ese hombre de Dios que fue Mons. Galán. En esta fecha, para recordar aquel acontecimiento, me reúno con los presbíteros a quienes he conferido la ordenación sacerdotal; me complace que sea así porque el hecho de comunicar una participación en el sacerdocio de Cristo es –después de la consagración de otro obispo- el ejercicio más alto, en el orden sacramental, del carisma propio de un sucesor de los apóstoles. El Espíritu de Pentecostés interviene misteriosamente, a través de este pobre hombre que soy, usando a este último cristiano, para asegurar la perennidad de la Iglesia hasta el retorno de Cristo. Al menos un tramo de la historia de la Iglesia Platense.

Hacer esto, después de casi un cuarto de siglo de episcopado, me conmueve cada vez más; me asombra advertir cómo según la lógica de la encarnación soy depositario y transmisor de la potestas del Señor Resucitado, a quien esperamos que venga a instaurar definitivamente su Reino. De ese Reino, reconocible en los destellos de santidad de la Iglesia, los obispos y los presbíteros somos servidores; ningún otro interés debería, debe movernos: ni ideológico, ni de prestigio temporal, ni de dinero -¡Dios nos libre!- ni de vida cómoda, aburguesada, solo la búsqueda de la perfección del amor a favor del pueblo de Dios y en el ansia del cielo.

Hijos y hermanos muy queridos a quienes impuse mis manos y ungí las suyas con el santo crisma: con ustedes deseo compartir unos pocos pensamientos que extiendo a los demás sacerdotes aquí presentes, y que participan de estas jornadas a las que ningún miembro del presbiterio platense debería faltar.

En el interrogatorio previo al acto sacramental de la ordenación les pregunté si querían desempeñar digna y sabiamente el ministerio de la palabra en la predicación del Evangelio y en la enseñanza de la fe católica. Seguramente recordarán que cuando un año antes los ordené diáconos les entregué el Evangelio con estas expresiones bellísimas del Ritual: Recibe el Evangelio de Cristo del cual eres mensajero; cree lo que enseñas, enseña lo que crees y practica lo que enseñas. En estas palabras, que son más bien una orden, se anticipaba aquella condición del ejercicio del ministerium Verbi: debe desempeñarse digna y sabiamente. Ha de apoyarse en la ejemplaridad, porque abrazamos el Evangelio con el corazón y con la vida; porque procuramos humildemente vivirlo, a pesar de todas nuestras flaquezas, y deseamos así entusiasmar, arrebatar a nuestros fieles al seguimiento de Jesús y hacerlo presente, con clamores o silencios según el Espíritu nos dé a entender, ante aquellos que no creen, no lo conocen ni se interesan por acercarse a su misterio. Para hacerlo con sabiduría es preciso estudiar, escrutar contemplativamente las páginas sagradas y recurrir al filón riquísimo, inacabable de argumentos con que los Padres y Doctores ilustraron la Verdad y disiparon las tinieblas del error. Nuestro oficio primero es la evangelización, para llevar a los hombres a Dios y prodigarnos en las periferias geográficas y existenciales, a lo cual con tanta insistencia el Papa Francisco nos incita.

Vuelvo con la memoria a las numerosas escenas de ordenación. La dimensión sacramental del ministerio que ustedes ejercen es el cumplimiento del compromiso que asumieron: celebrar con fidelidad y piadosamente los misterios del Señor, principalmente el sacrificio de la Eucaristía y el sacramento de la Reconciliación. Sus manos fueron ungidas para santificar al pueblo cristiano y para ofrecer a Dios el sacrificio. Les entregué luego la patena y el cáliz con la ofrenda del pueblo santo, mientras les dirigía esta recomendación: considera lo que realizas e imita lo que conmemoras, y conforma tu vida con el misterio de la cruz del Señor. De eso se trata, ¡nada menos! No se puede celebrar la misa a las apuradas, casi mecánicamente, ni con el talante de un showman, de un rey de la simpatía. Es lo más grave que hacemos: actualizar la Cruz y la Gloria, la Pascua por la que somos salvados. La Iglesia ha dictado sus normas para resguardar la sacralidad de ese memorial de la Última Cena y del Calvario; no es preciso añadir ni quitar nada, ni caben rarezas sino solo fe y amor, una fe y un amor que se noten y conmuevan con sinceridad, espontáneamente, de una manera sobrenaturalmente natural. Pero el fruto brotará de la conformidad, la conformación de la vida de ustedes con la cruz. San Juan Pablo II escribió en su Carta Dominicae Cenae que ese acto supremo nos empeña a un tal recogimiento y a una tal devoción que los participantes adviertan la grandeza del misterio que allí se cumple y lo manifiesten en su comportamiento (9). El mismo Pontífice, el Jueves Santo de 1998 explicó: Eucaristía y Orden son frutos del mismo Espíritu: como en la Santa Misa es Él artífice de la transustanciación del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, así en el sacramento del Orden Él es el artífice de la consagración sacerdotal o episcopal. Es entonces el Espíritu Santo el que nos religa esencialmente, a ustedes y a mí, con el misterio eucarístico, porque nos hunde hondamente en la entraña de la Iglesia, de ahí que en cada misa, aunque celebremos solos, llevamos a la comunidad eclesial con nosotros.

Añado unas pocas palabras sobre una potestas no menor, que han recibido ustedes. El poder de perdonar es un don escalofriante, porque ¿quién puede perdonar los pecados sino solo Dios? Él mismo nos ha constituído en el tribunal de la misericordia. Déjense encontrar, alcanzar fácilmente por los fieles; entréguense generosamente a este ministerio en el que la justicia de Dios se ejerce como misericordia que justifica. Me permito una confidencia; ayer recibí una nueva carta de Francisco -manuscrita, como todas las suyas- en la que me dice: Por aquí se trabaja fuerte en el Jubileo de la Misericordia. Algunas veces bajo a confesar y es consolador ver el trabajo de la Gracia. Seguramente todos hemos vivido experiencias semejantes; nosotros pecadores somos instrumentos de la Gracia que destruye el pecado y rehace la vida. La misericordia celestial y divina, decía San Cesáreo de Arles, consiste en el perdón de los pecados; la humana y terrena es para él ocuparse de los pobres. Cuando en el sacramento dispensamos el perdón se me ocurre que de algún modo ejercemos las dos, porque todo pecador -y nosotros no somos los últimos- es un pobre pecador.

En numerosas ocasiones Benedicto XVI habló a los sacerdotes recordándoles que son y deben permanecer amigos de Jesús. Por ejemplo, cito unas palabras muy sencillas pero que lo dicen todo: El primer imperativo es ser un hombre de Dios, en el sentido de un hombre en amistad con Jesús y con sus santos (Discurso 24.07.07). Se me ocurre este comentario, por analogía con las amistades humanas: esa amistad con el Amigo invisible requiere momentos especiales de compañía en la oración, la asimilación de sus palabras, la adoración; no obstante puede y debe mantenerse siempre en el fondo de nuestra conciencia, sobre todo cuando estamos ocupados en las obras precisas de nuestro ministerio. Debería notarse incluso espontáneamente en nuestro talante, sin necesidad de “hacer caras” o de impostar poses “piadosas”. En otra ocasión el Papa Ratzinger apuntó a la coherencia que la consagración nos impone: Nuestro ser sacerdotes no es otra cosa que un modo nuevo y radical de unificación con Cristo. Sustancialmente esta unificación nos ha sido dada para siempre en el Sacramento. Pero este nuevo sello del ser puede convertirse para nosotros en un juicio de condenación, si nuestra vida no se desarrolla entrando en la verdad del Sacramento (Homilía 9.4.09). Miremos el aspecto positivo de esta verídica y realísima declaración, lo que corresponde a nuestra vocación, que es poder y querer, por la gracia de Dios. ¡Qué expresión tan bella la del Papa Ratzinger!: que nuestra vida se desarrolle entrando en la verdad del Sacramento.

Queridos hermanos e hijos, en este nuevo encuentro en la fiesta de la Natividad de María pidámoslo como una gracia a la Virgen Niña; que ella nos lo conceda como regalo de cumpleaños, un regalo de cumpleaños al revés, de ella a nosotros.

+ Héctor Aguer

Arzobispo de La Plata

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