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¡Cristo ha resucitado!. Homilía de Mons. Aguer, en el Domingo de Pascua.

Mons. Aguer, Arzobispo de La Plata.

Mons. Aguer, Arzobispo de La Plata.

 


     Publicamos, a continuación, la homilía que pronunció el Arzobispo de La Plata, Mons. Héctor Aguer, en la Catedral, el Domingo de Pascua. Este es el texto completo y oficial:

 

¡Cristo ha resucitado!

 

Homilía en la Misa del Santo Día de la Resurrección del Señor

Iglesia Catedral, 27 de marzo de 2016

 

 

Hoy celebramos el acontecimiento que constituye la verdad fundamental de nuestra fe. Subrayo: el acontecimiento, un hecho que realmente ocurrió; no se trata meramente de una doctrina, de una idea sublime, mucho menos de una ilusión consoladora, de un mito. San Pablo les explicaba a los corintios (1 Cor. 15, 14 ss) que si Cristo no resucitó, la predicación de los Apóstoles es vacío, nada, palabras huecas –aunque haya sido difundida y multiplicada sin intención de engañar; la de los Apóstoles y la de la Iglesia a través de los tiempos, también la nuestra en la actualidad. Asimismo –sigue diciendo Pablo- si aquello no ocurrió, es igualmente vacía la fe de los cristianos, la de los corintios de entonces y la de cualquier creyente de hoy; sería credulidad más o menos piadosa, superstición. Esta mañana celebré ya una eucaristía pascual en nuestro Carmelo “Regina Martyrum y San José”, de 7 y 35, y pensaba: si Cristo no resucitó: ¿qué hace ese montón de mujeres encerradas detrás de unas rejas? Finalmente, si Cristo no resucitó, ¿qué razones tenemos para distinguirnos en nuestro modo de vida de los que viven según los criterios del mundo, por ejemplo, de la lujuria desvergonzada de los faranduleros que llenan las páginas de espectáculos, de los empresarios y políticos carcomidos por la ambición de dinero y poder, de los infelices “chorritos” de suburbio?

 

Pero Cristo resucitó y ese hecho real, certísimo, es el fundamento de nuestra fe. Lo afirmamos cada vez que en la intimidad de nuestra oración o en la comunidad de la asamblea litúrgica, recitamos el Credo: fue crucificado, muerto y sepultado, descendió a los infiernos; al tercer día resucitó de entre los muertos. Ahora bien, ¿qué significa decir que Cristo resucitó? ¿Cuál es el sentido de nuestra profesión de fe? ¿Qué estamos exactamente afirmando cuando la pronunciamos?

 

Aclaremos, en primer lugar, que no se trata de la reanimación de un cadáver, un retorno a la vida normal anterior; el caso personal de Jesús es incomparable respecto de las resurrecciones que él mismo obró milagrosamente, la hijita de la viuda de Naím o Lázaro de Betania. La resurrección de Cristo es algo totalmente nuevo, que jamás había ocurrido. Fue su Pascua de la cual la antigua era una sombra, un anuncio velado. La de Cristo fue el paso a una nueva manera de ser, que hace que Jesús no sólo haya existido, sino que exista hoy en su santísima humanidad glorificada; no sólo vive, sino que es él la Vida. En su resurrección se abre una nueva dimensión de ser hombre, él es el nuevo comienzo, el nuevo Adán. Ese hecho, lo ocurrido en el Hijo de Dios encarnado, nos atañe a cada uno de nosotros, porque de su resurrección se sigue la resurrección de los muertos, la resurrección de la carne que afirmamos en el Credo. San Pablo, en el pasaje evocado de la Primera Carta a los Corintios proclama esta verdad, este suceso futuro –porque ocurrirá- como una verdad equivalente, en estricta reciprocidad del argumento: si los muertos no han de resucitar, entonces Cristo no resucitó. La fe judía implicaba esperar, para el fin de los tiempos, un mundo nuevo en el que había de florecer un nuevo modo de vida. Pero los judíos no podían comprender ni aceptar que esa “postrimería” se verificase antes en Uno, en una persona, mientras el mundo viejo seguía su curso.

 

Los Apóstoles, después de vacilaciones y desconciertos tuvieron que aceptar esa realidad. En el evangelio que acabamos de escuchar (Jn. 20, 1-9) advertimos la prisa de María Magdalena para avisar a Pedro y al discípulo predilecto de Jesús que se han llevado del sepulcro al Señor, no se le ocurre pensar que ha resucitado y que por eso la tumba está vacía; Pedro y el otro –que según la tradición es el evangelista Juan – constatan que en efecto las cosas están así. Solamente del segundo se dice que vio y creyó, pero de ambos se subraya que todavía no habían comprendido que él debía resucitar de entre los muertos y que esa realidad se contenía misteriosamente en el Antiguo Testamento, y que el mismo Jesús les había hablado de ello. En el pasaje paralelo de San Lucas que leímos anoche (Lc. 24, 1-12), las mujeres que al amanecer del domingo fueron al sepulcro para completar el rito del embalsamamiento, lo encontraron vacío, pero recibieron el mensaje de dos hombres de vestiduras deslumbrantes que les recordaron cómo Jesús les había predicho su resurrección, y que lo anunciado  había sucedido: él ya no estaba entre los muertos. Cuando refirieron lo que habían visto y oído a los Once y a los demás discípulos, las tomaron por locas. Pedro –siempre él, ¡cuándo no! – corrió a ver cómo estaban las cosas, comprobó en efecto que el sepulcro estaba vacío y regresó admirado, desconcertado.

 

Por fin, cuando Jesús se les mostró, se les hizo presente, cuando lo vieron, lo tocaron y hablaron y comieron con él lo reconocieron, pero les costaba hacerlo, porque era el mismo y era a la vez distinto. Otro mundo, con el Resucitado, se introducía en las entrañas del presente; en la trama de la historia se filtraba su fin y su sentido. Porque todo lo creado, su decurso, su evolución, hasta hoy, y más allá, hasta la última galaxia aún no descubierta, y los siglos que corran mientras dure el mundo, se encuentra como realidad definitivamente nueva en Cristo Resucitado. Se concentra en él la totalidad cumplida del destino humano. En la culminación de la Biblia, el Apocalipsis, leemos: Yo soy el Primero y el Último, el que vive; estuve muerto, pero ahora estoy vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la Muerte y del Hades (1, 17s.)

 

La realidad que apareció en el amanecer de aquel primer domingo de la Pascua verdadera era el Reino de Dios, anunciado por Jesús, que se hacía presente en la pequeñez del grano de mostaza. Los primeros testigos, un puñado apenas de creyentes tuvieron que acomodarse a lo inaudito, que era a la vez innegable, para ser los voceros de la Resurrección. En la lectura de los Hechos de los Apóstoles (10, 34a. 37-43) escuchamos a Pedro con la soltura que proviene del Espíritu Santo, dando testimonio y fijando el modelo de la predicación cristiana. Así comenzó la aventura del cristianismo, que prosigue y continuará, obrando misteriosamente, sacramentalmente, la renovación del mundo. Para nosotros es una realidad vivida.    Pablo escribía a los efesios: Dios, que es rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, precisamente cuando estábamos muertos a causa de nuestros pecados nos hizo revivir con Cristo – ¡ustedes han sido salvados gratuitamente! – y con Cristo Jesús nos resucitó y nos hizo reinar con él en el cielo (Ef. 2, 4-6). Se refiere el Apóstol, sin duda, a los efectos de la iniciación cristiana: el bautismo, la fe, la gracia, son la vida nueva del Resucitado en nosotros, la anticipación del cielo. Similarmente, el Apóstol le escribía a la iglesia de Colosas –fue la segunda lectura de esta liturgia- para inculcar a sus miembros que hemos resucitado con Cristo; estamos muertos al mundo y por eso no debemos anclar nuestros pensamientos en las cosas de la tierra: nuestra vida está desde ahora oculta con Cristo en Dios (Col. 3, 1-4). Esta es la garantía de lo que podemos hacer en favor de esta tierra, porque la realidad de la Resurrección, del Resucitado, nos “tira” hacia arriba y hacia adelante, precisamente por eso, estamos en situación de hacer algo para humanizar la inhumanidad del pobre mundo nuestro, tan pagado de sí mismo que cree no necesitar de Dios y del Salvador y por eso mancilla la creación, esclaviza a los hombres al poder del diablo en nombre de los derechos humanos y no logra protegerse del salvajismo del Islam. Reproduce las guerras buscando paz. Nosotros, los que estamos hoy aquí, no somos gente importante; no depende de nuestras decisiones el porvenir del mundo. Pero llevamos con nosotros un trozo de cielo y lo podemos multiplicar y compartir. Es una hipótesis nunca corroborada, o una fantasía, el logro de un mundo más humano dando las espaldas a Cristo y valiéndose simplemente del manejo de las fuerzas históricas y su dialéctica. La verdad, la realidad, es exactamente al revés. En este contexto debemos nosotros brindar nuestro testimonio con simplicidad y alegría.

 

Ahora ofrecemos en la Misa el sacrificio pascual del Resucitado, y nos sentamos a la mesa con él.

 

 

+ Héctor Aguer

Arzobispo de La Plata

 

 

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