Se presentó el libro del padre Pastrone sobre el Seminario platense.
Fue presentado el libro Seminario San José de La Plata, centro de formación sacerdotal y de irradiación cultural. Desde sus orígenes hasta el final del concilio Vaticano II (1922 – 1965) ; que recoge la tesis doctoral en Historia de la Iglesia del padre Pablo Pastrone, párroco de Nuestra Señora de los Milagros, de Villa Elisa. Según se destaca en la obra, «trascendiendo el plano de lo meramente cronológico, nos permite bucear en la historia del primer seminario diocesano de la provincia de Buenos Aires, dirigido novedosamente desde los comienzos por el clero secular».
Asimismo, se pone de relieve su índole de «significativo centro de formación sacerdotal, que a mitad del siglo XX, se constituyó, en varios aspectos, en pionero de la renovación que el Concilio Vaticano II trajo a la Iglesia décadas después. De este modo, la obra nos ofrece la oportunidad de conocer la preocupación de una Iglesia particular, rostro concreto de la Iglesia de Cristo, por contar con un cualificado seminario que pronto se convirtió en un foco de irradiación de cultura cristiana: a través de publicaciones de revistas especializadas, traducción de libros, congresos, etc., además de responder, en lo posible, en virtud de los sacerdotes egresados, a las demandas pastorales de una sociedad vertiginosamente cambiante».
El autor «estudia las fuentes de espiritualidad de mayor ascendiente, la producción filosófica, teológica y cultural de inspiración ‘neotomista’, y la actuación de las figuras ilustres de este establecimiento. Se observa, a su vez, en la institución, el intento de perfilar un nuevo modo de ser sacerdotal, acorde a las exigencias del mundo contemporáneo. Razón por la que los formadores promovieron, entre otras actividades, los nuevos apostolados sociales como la Juventud Obrera Católica (JOC), y la participación en el mundo académico, tanto público como privado».
El Arzobispo de La Plata, Mons. Héctor Aguer, es el autor del prólogo. Estas son sus palabras:
Los seminarios mayores son necesarios para la formación sacerdotal (Optatam totius Ecclesiae, 4). Esta afirmación concisa y rotunda del Concilio Vaticano II puede parecer, leída cincuenta años después, una perogrullada. Refleja muy bien la situación que entonces se vivía: las discusiones anteriores sobre las mejoras y reformas que era preciso introducir en la institución, como también el aventurado planteo de algunos autores que proponían lisa y llanamente la supresión de los seminarios. Las líneas de renovación expresadas en el decreto conciliar fueron asumidas por la Santa Sede en diversas disposiciones y actualizadas periódicamente hasta el día de hoy. No faltaron tiempos de gran confusión y, aun en la actualidad, la figura del seminario presenta una notable diversidad en la Iglesia, según la teología, la espiritualidad y dimensión misionera del presbiterado que se proyecten en el período de la formación y en las estructuras institucionales en las cuales tal itinerario se cumple. A pesar, dicho sea de paso, de las directivas romanas y de la convicción generalizada de que no conviene repetir la experiencia de la uniformidad que alguna vez se vivió. No obstante, de aquellos seminarios, muchas veces criticados, salieron santos como Vianney y Brochero.
Seminario quiere decir semillero; allí crecen y maduran las vocaciones al clero diocesano. Sin exagerar, se puede decir que desde los inicios –desde la época apostólica– la Iglesia, sin necesidad de teorizarlo, cuidó la selección y la formación de los pastores de sus comunidades. Basta leer las Cartas Pastorales del Apóstol Pablo, las que dirigió a sus discípulos Timoteo y Tito. Luego, mientras mostraban su ayuda a obispos y presbíteros, los jóvenes se iban preparando para seguir sus pasos. San Agustín estableció en su casa una comunidad de clérigos, y en otras diócesis ocurrió algo semejante. Los historiadores –cuyo recorrido el autor señala– suelen incluir como precursoras de nuestros seminarios a las escuelas catedrales desde los siglos VI y VII; su complemento fue posteriormente la enseñanza académica dispensada en las universidades.
Pero el “inventor” de los seminarios tal como los conocemos fue el Concilio de Trento, asamblea decisiva para la formulación de la fe católica ante las posiciones protestantes. En la Sesión XXIII expuso la doctrina sobre el sacramento del Orden, y en ese contexto decretó la creación de los órganos institucionales para la formación de los candidatos al ministerio sacerdotal. Esa creación providencial, como enseña el Concilio Vaticano II, es necesaria hoy; los seminarios han seguido existiendo y existen. Más aún, ellos constituyen el corazón de las respectivas Iglesias locales.
Los lectores tienen en sus manos la historia del Seminario Mayor “San José”, de La Plata, mi seminario puedo decir mientras sea el pastor de esta arquidiócesis. Desde que llegué a ella como arzobispo coadjutor, por pedido de mi venerado predecesor, Mons. Carlos Galán, comencé a ocuparme con amor de este “semillero” sacerdotal. No es preciso que me extienda en este punto; los presbíteros a los que he impuesto las manos, y los actuales seminaristas, lo saben: he procurado y procuro brindarle todo lo mejor que puedo con una presencia cercana. Lo hago, no diré sin esfuerzo, pero con una serena complacencia, convencido de que se trata de una ocupación prioritaria de mi misión pastoral.
La obra del Padre Pablo Nazareno Pastrone que presento con estas líneas es su tesis doctoral en Teología con Especialización en Historia de la Iglesia, un trabajo brillante realizado mediante la aplicación de un método riguroso de investigación. La historia narrada de un país, de una sociedad, de una institución determinada, implica una cuidadosa observación del paso del tiempo en la vida del sujeto elegido, y por consiguiente el registro de fases, cambios, vicisitudes. Ocurre con mayor razón, por cierto, en el caso de una historia general de la Iglesia, o de lo que se llama historia universal. La marcha de nuestro Seminario Platense ofrece tela que cortar.
Durante la defensa de la tesis en la Facultad de Teología de la Universidad Católica Argentina surgió obiter la cuestión acerca de los “años de gloria” del Seminario Mayor “San José”. Entrometiéndome, yo sugerí como modelo los años 40 y 50 del siglo pasado, en relación con la renovación de la Iglesia promovida por el Papa Pío XII, especialmente en los ámbitos litúrgico y bíblico. Podría uno detenerse asimismo en señalar los períodos confusos u oscuros, los temibles bajones de periódicas decadencias. No faltan en ninguna obra eclesial. El lector conocerá a los protagonistas insignes de esa historia, hombres que a lo largo de años entregaron su vida a la formación de los seminaristas de diversas diócesis con su competencia académica de primer orden, la vastedad de su cultura, su santidad de vida, su exquisita espiritualidad.
Me permito unas últimas palabras, íntimamente personales. Agradezco al Padre Pablo su óptimo trabajo, así como el amplio ministerio pastoral que viene ejerciendo en la arquidiócesis. Puedo exhibir una razón suplementaria para sentirme contento y orgulloso de presentar este libro. Pablo es sobrino nieto de Mons. Carmelo Giaquinta, también historiador de la Iglesia –¿habrá alguna misteriosa transmisión de genes?– quien fue mi director espiritual en los primeros años de mi formación seminarística, y como profesor quien me abrió al panorama admirable, profundísimo de los Padres de la Iglesia, fuentes de la Gran Tradición eclesial. Nunca olvidaré el entusiasmo, la pasión con que Carmelo nos exponía, por ejemplo, la teología y la espiritualidad de san Ignacio de Antioquía. Lo recuerdo sobre todo cuando releo las siete cartas que Ignacio dirigió a las diversas iglesias por las que pasaba dirigiéndose a su martirio en Roma.
Adéntrese ahora el lector en la historia de este Seminario Platense, objeto principal de mis desvelos de pastor, como lo será análogamente para cada obispo la formación de sus sacerdotes. Lo decía con elocuencia el Papa Francisco en Río de Janeiro hablando a los obispos brasileños en ocasión de la XXVIII Jornada Mundial de la Juventud, el 27 de julio de 2013: No es suficiente una vaga prioridad de la formación, ni documentos o congresos. Lo que sirve es la sabiduría práctica de poner en pie estructuras durables de preparación en el ámbito local, regional, nacional y que sean el verdadero corazón del Episcopado, sin ahorrar fuerzas, atención y acompañamiento. La situación actual exige una formación de calidad a todos los niveles. Ustedes no pueden delegar esa tarea, sino asumirla como algo fundamental para el camino de sus respectivas Iglesias.
+ Héctor Aguer
Arzobispo de La Plata.
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