«La Vida abundante»: instrucción de Mons. Aguer sobre la catequesis de los niños.
El Arzobispo de La Plata, Mons. Héctor Aguer, acaba de publicar La Vida abundante. Instrucción Pastoral complementaria sobre la catequesis de los niños. El documento, como su nombre lo indica, complementa el ordenamiento catequístico para la iniciación cristiana de los niños, que hace ya más de una década, estableció la Arquidiócesis platense, con la instrucción pastoral Para que tengan vida.
Destaca, entre otros puntos, que “los niños deben aprender las formulaciones fundamentales de la fe cristiana. No se las debe ‘aniñar’; ellos pueden conservarlas en la memoria e ir comprendiéndolas progresivamente, como ocurre con la recitación del Credo”.
Advierte, igualmente, que “la ‘misa de niños’ no se puede convertir en una especie de show para ellos, como ocurre en algunos lugares. Los chicos no son tontos, ni se aburren si se los prepara adecuadamente; es un grave error ‘venderles’ una especie de fiestita, algo entretenida, en lugar del misterio del Sacrificio de Cristo”.
Con respecto a la edad de comienzo, no pone límites; y exhorta a que “debe comenzar lo antes posible. Cada comunidad cristiana ha de cuidarse de no alejar a los niños pequeños de Jesús… Cualquier pedagogo advierte la precocidad de los niños de hoy día, especialmente la de los que son sobreestimulados en los ambientes urbanos, y asimismo cómo en los sectores más pobres muchos son prematuramente capturados, con facilidad, por las adicciones y la afición al delito. ¡Y son chicos bautizados! Nosotros debemos llegar antes, de modo que sepan, que adquieran la vivencia de que Dios los ama, porque son hijos suyos, y de que Jesús es su Salvador, y la Iglesia su familia».
Este es el texto completo y oficial del documento:
Héctor Aguer
LA VIDA ABUNDANTE
Instrucción Pastoral complementaria sobre
La catequesis de los niños
Arzobispado de La Plata
Yo he venido para que las ovejas tengan vida, y la tengan en abundancia. (Juan 10, 10)
Dice que ha venido para que tengan vida, es decir, la fe que obra por medio de la caridad; por esa fe entran en el rebaño para que vivan, ya que el justo vive de la fe; y que la tengan con mayor abundancia los que perseverando hasta el fin salen por aquella puerta que es la fe de Cristo, ya que mueren como verdaderos fieles, y tendrán más abundantemente la vida al llegar allí donde los precedió el pastor, donde nunca más mueran.
(San Agustín, Tratado XLV sobre el Evangelio de San Juan, 15).
Yo vine para que tengan vida, es decir: que tengan la vida de la justicia entrando a la Iglesia militante; Hebr. 10, 38 y Rom. 1, 17: el justo vive de la fe. De esta vida se dice en 1 Jn. 3, 14: Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a los hermanos. Y que la tengan en abundancia, es decir, cuando abandonen este cuerpo; de esa vida eterna se habla más adelante, en el capítulo 17, 3: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero.
(Santo Tomás de Aquino, Lectura sobre el Evangelio de San Juan, Capítulo X, Lección II, VII).
Premisa
Hace ya más de una década tiene vigencia en la Arquidiócesis el ordenamiento catequístico para la iniciación cristiana de los niños que establecí por medio de la Instrucción Pastoral “Para que tengan vida”. En realidad, aquella decisión y el documento consiguiente se referían a los pasos para completar la iniciación bautismal y al lugar que en ese proceso formativo corresponde al sacramento de la Confirmación, por su estrecha relación con el Bautismo y en su vinculación con la Eucaristía, en la que culmina la iniciación cristiana. Quedó así diseñado un itinerario catequístico en tres ciclos, cada uno de los cuales concluía con una celebración sacramental, en este orden: la Reconciliación o Penitencia o Confesión, el Sello del Espíritu Santo y la Primera Comunión con el Señor Jesús presente en el don de su Cuerpo y su Sangre. Este ordenamiento se observa pacíficamente en nuestra Iglesia Platense. No obstante, exhorto a todos a leer nuevamente, a estudiar y a difundir aquella primera Instrucción Pastoral. Me ha llegado la noticia de que hay catequistas que no la conocen.
Sin embargo, habiendo transcurrido ya tanto tiempo, es preciso retomar, recurriendo a nuevos enfoques, los principios teológicos, espirituales y pastorales expuestos en el texto publicado el 30 de mayo de 2004. Corresponde, asimismo, una revisión de la experiencia vivida, que el talento y el fervor de sacerdotes y catequistas ha enriquecido en las realizaciones concretas de esta tarea fundamental de la madre Iglesia: criar y educar hijos de Dios, y suyos. Cada uno de nosotros debe afrontar serenamente ese examen, con objetividad y con la intención sincera de cumplir mejor el ministerio eclesial en el que estamos empeñados. No es infrecuente que la rutina nos estanque y que encontremos con facilidad justificaciones para cierta ineficacia pastoral y para desatender o disimular defectos que acaban tornándose crónicos. Reconozcamos también con alegría y con gratitud al Señor los frutos logrados, que nos animan a plantearnos nuevas metas y a aspirar y esperar, de nuevos proyectos, progresar constantemente en la obra del Señor, con la certidumbre de que los esfuerzos que realizan por él no serán vanos (1 Cor. 15, 58).
Es imprescindible también advertir los cambios culturales registrados durante la última década en el mundo entero y en nuestro país. Se ha agravado una descristianización de las costumbres que en algunas materias ha sido asumida por las leyes: pecados se han convertido en derechos; la mentalidad general es de continuo “masajeada” por los medios de comunicación, que ya no se limitan a la radio y la televisión, sino que se extienden a las redes informáticas a las cuales aún los niños tienen fácil acceso. No me refiero exclusivamente a cuestiones morales precisas, sino a la manera de pensar y de afrontar la vida, a la idea que el hombre se hace de sí mismo, del sentido de su existencia en el mundo y de su suerte definitiva. Con toda razón, los últimos Papas han señalado la centralidad de la cuestión antropológica. ¡Qué desafío tan exigente y bello presentarles a los niños y niñas de hoy el camino de la vida cristiana según el modelo de Cristo, ejemplar de humanidad plena y Primogénito de toda la creación (Col. 1, 15)! Con mucho amor y paciencia, con creatividad, nuestro propósito siempre renovado es lograr que los chicos de hoy conozcan y amen a Jesús, que adhieran a la verdad católica para toda la vida, y sean felices en este mundo –con la felicidad que es posible alcanzar en la tierra- y bienaventurados en la eternidad. Se trata de encaminarlos al cielo: allí está la vida abundante, como lo explican San Agustín y Santo Tomás de Aquino en sus respectivos comentarios al pasaje del Cuarto Evangelio, textos que encabezan el presente documento.
Agradezco de corazón la tarea de los catequistas de nuestras comunidades, parroquias, capillas y colegios. Debería usar el femenino y decir las catequistas, ya que en su inmensa mayoría son mujeres, como lo eran también en mi infancia. Así ha sido, al parecer, en buena medida, desde el principio. Por ejemplo, la extensa lista de nombres que figura en las recomendaciones y saludos de Pablo al final de su Carta a los Romanos, incluye a Febe, Prisca, María, Junia, Trifena y Trifosa, la madre de Rufo, Julia, Olimpia, Persis y a familias enteras, en las que obviamente había mujeres, de origen y condición social muy diversos, todas valiosísimas colaboradoras del Apóstol (cf. Rom. 16). No sabemos si todas ellas fueron, propiamente hablando, catequistas. Pero hay alguien de la que no se puede dudar: la Virgen María. En la “Guía para los catequistas”, publicada en 1993 por la Congregación para la Evangelización de los Pueblos, se retoma un pasaje de la Exhortación Apostólica Catechesi tradendae de San Juan Pablo II y se dice: Ella fue la Maestra que lo formó (a Jesús) en el conocimiento humano de las Escrituras y de la historia del designio de Dios sobre su pueblo, en la adoración al Padre … Se puede decir, con razón y alegría, que María es un catecismo viviente, madre y modelo del catequista (n. 10). ¡Gracias por la ayuda que prestan al obispo, que es por la naturaleza de su ministerio el primer catequista de la diócesis! Dedicaré luego un párrafo de esta Instrucción a la formación permanente, necesidad bien sentida y deber del cual ningún catequista se puede eximir.
Inspiración de la catequesis
Kérigma y didascalía
1. Desde hace varias décadas se ha difundido abundantemente el adjetivo kerigmático, así como el sustantivo kérigma (la trascripción de los vocablos griegos es deficiente, pero es de este modo como se han popularizado). Las palabras se refieren al anuncio del mensaje evangélico, a la predicación. Es lo que Jesús comenzó a hacer al inicio de su misión: proclamar (kerýssein en el original de Mt. 4, 17) Conviértanse porque el Reino de los Cielos está cerca; así decía.
Todo el ciclo catequístico debe tener una impostación kerigmática, pero sobre todo el inicial: dar a conocer a los niños el núcleo mismo del mensaje evangélico, que el Papa Francisco expresa de este modo en Evangelii gaudium, su primera encíclica: Jesucristo te ama, dio su vida para salvarte, y ahora está vivo a tu lado cada día, para iluminarte, para fortalecerte, para liberarte (164). El niño es capaz de comprender este mensaje y de asumir con alegría la condición de discípulo de Jesús. La fe que como un don precioso ha recibido en el bautismo se va tornando convicción personal por la eficacia del kérigma en el cual, a través de la voz del catequista –recuerde el sacerdote que también lo es, y primariamente- obran las lenguas de fuego del Espíritu Santo. El itinerario catequístico completo, en el que aquel anuncio inicial es profundizado y ampliado, debe referirse continuamente al mismo para suscitar y fortalecer en el niño la adhesión al Dios verdadero, Padre, Hijo y Espíritu Santo, una adhesión intelectual y afectiva que exprese la gozosa seguridad de estar en la Verdad y el contento de pertenecer a la Iglesia, en la que todos creemos. El contacto con el Dios vivo cambia para siempre la vida de la gente.
2. Cuando los Evangelios se refieren a la actividad de Jesús dicen que anunciaba y que enseñaba. Usan en este caso otro verbo: didáskein (enseñar); es el que, por ejemplo, emplea San Mateo cuando va a exponer el Sermón de la Montaña; lo introduce solemnemente: tomó la palabra (en el original griego se lee: “abriendo su boca”) y comenzó a enseñarles (Mt. 5, 2). En una teología de la catequesis corresponde señalar su doble función, complementaria: kerigmática y didascálica. Quiero afirmar con esto que el aspecto cognoscitivo de la catequesis es esencial para la educación en la fe. Durante el trienio catequístico los niños deben aprender la enseñanza de Jesús tal como la presenta la doctrina católica. Empleo sin temor ni prejuicios el término doctrina, que no está de moda pero que pertenece a la Gran Tradición eclesial. Menciono, de paso, el “Catecismo de la Doctrina Cristiana”, texto oficial del Episcopado Argentino por muchos años, con sus noventa y tres preguntas y respuestas, que yo aprendí en mi preparación a la primera comunión. Desde entonces la catequesis eclesial ha vivido períodos de feliz y necesaria renovación, como también de confusión y despiste, especialmente cuando la teología se convirtió en ideología.
Lo que deseo señalar es que los niños deben aprender las formulaciones fundamentales de la fe cristiana. No se las debe “aniñar”; ellos pueden conservarlas en la memoria e ir comprendiéndolas progresivamente, como ocurre con la recitación del Credo. Es histórica en la Argentina lo que se ha llamado ignorancia religiosa de los católicos; fueron víctimas también los que en su momento recitaban de memoria las noventa y tres respuestas de aquel famoso Catecismo. Es preciso reconocer, con todo, que ese fenómeno responde a múltiples causas y que –en mi opinión- no lo ha resuelto la renovación catequística de las últimas décadas. Debemos hacer nuevos intentos y ensayar nuevos métodos.
En lo que se refiere a la memorización, remito a lo que escribí en el número 16 de la Instrucción “Para que tengan Vida”.
3. Las dimensiones kerigmática y didascálica de la catequesis, su condición de anuncio de la Buena Nueva y de enseñanza doctrinal, se ponen de manifiesto en la presentación de la historia de la salvación. No hay que concentrarse en escenas bíblicas llamativas pero secundarias, sino más bien en los grandes acontecimientos en los que se descubre el plan de Dios. Que conozcan a los personajes centrales de aquella historia: Abraham, Moisés, David, los profetas y la orientación del Antiguo Testamento al Nuevo. Es muy común celebrar la entrega del libro de la Palabra de Dios, pero hay que advertir que luego los niños se pierden fácilmente en la enormidad de la Biblia y acaban sin comprender nada. Este signo típicamente catequístico puede completarse con otros de similar carácter: la entrega del Credo, de los Mandamientos, del Padrenuestro. Son celebraciones fáciles de preparar, a las que se ha de invitar a las familias. Aquellas dimensiones catequísticas mencionadas al comienzo de este párrafo deben inspirar la exposición de los misterios de la fe cristiana: la Trinidad, la Encarnación, toda la vida de Cristo, especialmente su muerte y resurrección, para que quede en claro que en ellos se obra nuestra salvación, que tales misterios, actualizados en la liturgia prolongan la vida de Cristo en la vida de la Iglesia. Desde esta perspectiva se puede desarrollar el sentido de pertenencia a ella. Ciertos recursos metodológicos, elaborados y difundidos en las últimas décadas, son ya de uso común y no es posible prescindir de ellos, por ejemplo la importancia de los elementos visuales, hoy fácilmente disponibles y tanto más eficaces que las láminas de antaño. Una narración puede y debe antes ser vista, de modo que a ella siga la exposición del tema que en el encuentro catequístico se ha previsto tratar. Todo tema incluye, además una aplicación a la vida, para suscitar, en la medida de lo posible en cada circunstancia, la adhesión y la alegría de la fe.
Dimensión mistagógica
4. Destaco ahora otro elemento de la inspiración de nuestra catequesis, indispensable e inseparable de los ya enumerados: el mistagógico (otra palabra difícil, que procede del griego). La catequesis ha de ser mistagógica, es decir, una iniciación a los misterios a través de la valoración de los signos litúrgicos (cf. Evangelii gaudium, 166). Así ha sido en la antigüedad cristiana y los Padres de la Iglesia son testigos de ello. Cuando digo misterios me refiero a los misterios del culto divino, sobre todo a las acciones sagradas que son los sacramentos. Dicha iniciación es, lógicamente, progresiva y se ejercita en la asistencia a la celebración eucarística dominical, si es posible con toda la comunidad, y los padres de los niños acompañándolos, no dejándolos en la puerta de la iglesia. El documento de Aparecida define la catequesis mistagógica en estos términos: Se trata de una experiencia que introduce en una profunda y feliz celebración de los sacramentos, con toda la riqueza de sus signos. De este modo, la vida se va transformando progresivamente por los santos misterios que se celebran, capacitando al creyente para transformar el mundo (290).
La liturgia, sus tiempos y fiestas, la variedad de sus símbolos y la estética de los mismos, es decir lo que se capta por medio de los sentidos, constituye el ámbito propio de la catequesis. Francisco habla también de la belleza de esos signos, que no ha de descuidarse (cf. Evangelii gaudium, 167). No hay que identificar, como si fueran intercambiables, los signos y símbolos que se pueden usar en el encuentro catequístico con los que son propios de la liturgia. El respeto de la identidad de éstos permite reconocer el carácter objetivo de la acción de Dios y el don que recibimos de él. La participación activa en la misa –y esto vale para los niños, los jóvenes y los adultos- no consiste en construirla, o reconstruirla a nuestro agrado, sino en una progresiva comprensión de los signos y el consiguiente protagonismo como miembros de la comunidad, como miembros del pueblo sacerdotal que recibe el don de Dios. La “misa de niños” no se puede convertir en una especie de show para ellos, como ocurre en algunos lugares. Los chicos no son tontos, ni se aburren si se los prepara adecuadamente; es un grave error “venderles” una especie de fiestita, algo entretenido, en lugar del misterio del Sacrificio de Cristo. Probablemente esa estafa inicial los inhabilite in perpetuum para comprender lo que significa la misa en la vida del cristiano, para valorarla como se debe y gustar de ella. Disculpen estos términos un tanto fuertes, los empleo para hacer notar que se trata de algo fundamental. Se arriesga aquí la dimensión mistagógica de la catequesis, de la cual hablábamos. Para la fenomenología de la religión el misterio –el sacramento- es siempre algo a la vez fascinante y tremendo. Poco a poco, y recurriendo a los medios adecuados, debemos incorporar a la catequesis una pedagogía litúrgica. En este mismo campo de la mistagogía se ha de incluir la adoración del Señor realmente presente bajo las sagradas especies, inculcando la reverencia y oración ante el sagrario y posibilitando la experiencia de las otras formas del culto del misterio eucarístico fuera de la Misa.
Navidad y Pascua
4. bis. Los ciclos catequísticos no deben identificarse, sin más, con el calendario escolar. Pienso, obviamente, en la catequesis parroquial que es el objeto de la presente Instrucción; para la que se desarrolla en los colegios se plantea, en este punto, un problema de difícil solución que no deseo abordar aquí y que será objeto de estudio y decisiones lo antes posible. Los restos de cultura católica, felizmente aún muy arraigados en algunas franjas de la población argentina, marcan el valor del tiempo de Navidad y de algún día de la Semana Santa sobre todo el viernes de la Pasión del Señor. Es verdad también que, por desgracia, se ha extendido bastante la costumbre de considerarlos períodos de vacaciones, en especial entre aquellos que tienen dinero para pagárselas o parientes que pueden acogerlos. Lo que deseo afirmar es que la inspiración mistagógica de nuestra catequesis quedaría en buena medida frustrada si los niños no tuvieran la oportunidad de prepararse y de celebrar adecuadamente Navidad y Pascua. Por lo tanto, esos períodos deben integrarse, como corresponde, al proceso catequístico, ya que se trata de los misterios centrales de nuestra fe, celebrados en la sagrada liturgia. Ofrezco algunas sugerencias, y les pido que, aunque no las imponga por decreto, tampoco las consideren meras insinuaciones.
Durante el Adviento la espera del nacimiento de Jesús se puede acompasar con la preparación de un pesebre viviente del cual participen no sólo los niños sino también algunos miembros de sus familias. Son representaciones entusiasmantes en las que es posible afianzar en todos el conocimiento de Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, es decir, el misterio de la Encarnación, el papel de María, Virgen y Madre, de San José y de los otros protagonistas del Evangelio de la Infancia del Señor. Con la debida anticipación, además, se puede explicar que, aun en cada hogar, el signo católico por excelencia es el pesebre –un modesto pesebrito con las figuras principales-, y que en todo caso el arbolito significa la Vida nueva traída por Jesús, y que detrás del gordo barbudo vestido de rojo que se nos ha impuesto desde otras latitudes como el símbolo navideño, se encuentra San Nicolás –Santa Klaus- un obispo del siglo IV. El pesebre viviente es un signo típicamente catequístico, que puede y debe despertar el interés, el compromiso, de participar luego en la celebración litúrgica de la Navidad.
El año catequístico comienza habitualmente con la Cuaresma. No debe atarse al inicio de las actividades escolares, como ya lo he dicho más arriba. En la Instrucción “Para que tengan vida” 18 II establecí que el sacramento de la Reconciliación se celebrara el final del primer ciclo. Incorporo ahora otra posibilidad –que dejo a la discreción de párrocos y coordinadores- y es la de postergar esa celebración hasta la Cuaresma del segundo ciclo. Esta nueva figura permite explicar a los niños el sentido del tiempo cuaresmal y el de la comunión con toda la Iglesia, que en este período apela a la misericordia de Dios y procura purificarse del pecado para celebrar dignamente la Pascua.
Los niños, aun los más pequeños –y quizá éstos especialmente- son muy sensibles a los sufrimientos de Jesús, que se exhiben en el crucifijo y en las imágenes del Cristo yacente. Lo he comprobado en mi propia experiencia pastoral: se sienten movidos a compasión e inclinados a hacer algo para aliviar aquellos dolores. No descuidemos esta realidad profundamente humana y religiosa. Es verdad que no se debe fomentar el “dolorismo”, pero tampoco se ha de descuidar la devoción al costo, al precio de nuestra redención, que aparece vívidamente expresado en los relatos evangélicos de la Pasión y en tantas oraciones, las propias de la liturgia y las que la Gran Tradición eclesial ha inculcado a los fieles. Lo que resulta imprescindible –eso sí- es mostrar que la Pasión es una etapa necesaria del Paso, de la Pascua del Señor, que resucitó al tercer día, que vive por tanto y está invisiblemente junto a nosotros y presente en el Sacramento de su amor. El ejercicio de la Vía Crucis, o quizá mejor de alguna de sus estaciones, convenientemente elegida según las circunstancias, explicada y rezada durante la Cuaresma, puede motivar a los niños y a sus familias a participar en las celebraciones litúrgicas del Triduo Pascual. Disponemos, por otra parte, de buenos elementos visuales y cinematográficos para ofrecer. No dejen de enseñar finalmente, que el aleluya que cantamos en Pascua –y todo el año- es una palabra hebrea, como un grito de alegría que encontramos en la Biblia y que significa “¡alaben al Señor!”.
La formación de la conciencia
5. La estructura cuatripartita del Catecismo de la Iglesia Católica expresa las dimensiones constitutivas de la catequesis (cf. “Para que tengan vida”, 17). No se puede obviar una de ellas: la dimensión moral o formación de la conciencia cristiana. Por lo menos en la medida en que esos valores pueden transmitirse inicialmente, sobre todo a los niños más pequeños. Forman parte, indudablemente, del kérigma, del mensaje evangélico. Jesús les encomendó expresamente a los apóstoles transmitir a todos los pueblos y enseñarles a cumplir todo lo que yo les he mandado (Mt. 28, 20). Los diez mandamientos conservan toda su vigencia, propuestos según la interpretación que Jesús hizo de ellos en el Sermón de la Montaña, como exigencias que conducen a la felicidad según el plan de Dios sobre nosotros. Debemos mostrar ese camino con delicadeza y sin menoscabar la verdad, atendiendo al contexto familiar, cultural y social de los catequizandos, sin temor de señalar la originalidad de ese programa de vida. Dicho sencillamente: “nosotros los cristianos pensamos y vivimos así, como nos enseñó Jesús”. El contraste con los criterios del mundo puede ser asumido progresivamente por los niños en el curso del trienio, a medida que es preciso abordar aquellos temas que están en condiciones de comprender o despiertan su curiosidad. La precocidad de los niños de hoy está estrechamente vinculada con el acceso prematuro a información sobre la cual no pueden emitir un juicio recto, porque no están en condiciones personales de hacerlo o porque son inducidos al error por la imposición masiva de conductas ajenas al juicio de la fe y profundamente inhumanas. Es para ellos decisivo advertir la objetividad del orden moral, es decir, lo que está bien y lo que está mal según el orden de la creación y la ley de la Nueva Alianza; esto según lo permite su edad y circunstancia. La educación en la fe incluye el desarrollo de la responsabilidad personal, de la conciencia de pecado, de la convicción acerca del poder sanante de la gracia y de la experiencia de la alegría de recibir el perdón. Aun si la preparación para celebrar por primera vez el sacramento de la Reconciliación transcurre durante el primer año del ciclo catequístico, la experiencia de la Primera Confesión y la ulterior recepción frecuente del sacramento –una práctica que es preciso animar y motivar- permite avanzar en la formación de la conciencia y en la exposición de otros temas de moral cristiana. Advertir que no se trata sólo de un conocimiento de esas verdades –incluso si son retenidas en la memoria, como la lista de los mandamientos- sino también de su valoración y de su relación con el juicio y la misericordia de Dios y con la salvación eterna. En un párrafo especial abordaré la relación de sacerdote y catequista con las familias, que no pueden quedar ajenas a aspectos tan íntimos y decisivos de la formación de sus hijos.
Iniciación al silencio
6. La mistagogía desarrollada a lo largo del trienio catequístico conduce a los niños a la participación en los misterios del culto. Pero además, la plegaria litúrgica es muy importante para la formación de la piedad personal; lo es por su objetividad, su exactitud dogmática y su cultivo de los sentimientos espirituales, que excluye todo sentimentalismo. En la catequesis los niños deben contar con la posibilidad de adiestrarse en la oración, de aprender a valerse de ella según el mandato del Señor: tú cuando ores, retírate a tu habitación, cierra la puerta y ora a tu Padre que está en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará (Mt. 6, 6). El ejercicio de la oración durante el encuentro catequístico tiene que ayudarles a entablar una relación personal con Dios. Muchas personas que han abandonado la práctica religiosa y que no oran habitualmente se encuentran, si se da la ocasión, recitando aquellas plegarias que aprendieron de niños. Lo he comprobado muchas veces en mi experiencia pastoral.
Instancias importantes de la renovación catequística, hace ya tiempo, señalaban el valor de la iniciación al silencio, para que éste reine en los momentos de oración. Las experiencias comunitarias pueden servir luego de modelo para la oración privada, individual. Una célebre catequista francesa, Elena Lubinska de Leuval, en su obra sobre la educación del sentido religioso, presentaba tres grandes principios: control del cuerpo, silencio, reverencia – respeto. La propuesta es llevarlos al silencio interior progresivamente: no sólo callando ellos, sino también percibiendo los sonidos que se oyen alrededor para “hacerlos callar” poco a poco; entonces el silencio se va profundizando y se torna interior; así llega el momento de la oración. Este procedimiento vale también como preparación a participar en la liturgia como verdaderos protagonistas y no como asistentes distraídos. Una dificultad suplementaria se encuentra actualmente en el uso adictivo del celular, un aparato cada vez más sofisticado y que abre campos infinitos de atención a otras cosas, vale decir, de distracción. Será un esfuerzo grande para los niños desprenderse de ellos y concentrar la atención en la búsqueda interior de Dios. La autoridad citada anteriormente afirmaba también que el alma del niño es silenciosa, una realidad natural que puede volver a florecer emergiendo de la “cultura del ruido” que se impone con fuerza masiva. La formación de la personalidad requiere la valoración y la experiencia del silencio, con mayor razón el desarrollo de la relación con Dios. La ausencia de sentido religioso en tantos adolescentes y jóvenes de hoy tiene raíces en los fenómenos de exaltación continua que viven con frecuencia, y por largos períodos, sometidos como están a numerosos excitantes.
La oración personal. Su aprendizaje y práctica
7. La referencia que hice anteriormente a “plegarias que aprendieron de niños” me sugiere una breve anotación, a modo de comentario, sobre el padrenuestro, el avemaría y el gloria. Todos nos acostumbramos a rezar estas oraciones y muchas veces solemos hacerlo velozmente y sin atención a lo que estamos diciendo. Procuren los catequistas que los niños las recen como expresión de su fe, convencidos de que esas palabras dirigidas a Dios y a la Virgen María son escuchadas y, las peticiones que encierran, favorablemente acogidas.
El Padrenuestro comienza con la invocación que “nos atrevemos a decir”. Llamamos Padre al Padre de Nuestro Señor Jesucristo porque, como explica San Pablo en su Carta a los Gálatas (cf. 4, 6) él envió a su Hijo para liberarnos del pecado y hacernos hijos en el Hijo; es el Espíritu Santo, Espíritu de Padre y del Hijo quien, desde nuestro corazón, nos mueve a decir Abbá (Papá) a Dios al iniciar nuestra oración; luego vendrán las siete peticiones. Me detengo en tres de ellas. Hágase tu voluntad; sólo pueden pronunciarse estas palabras con amor y confianza, dejando de lado nuestros caprichos y supeditando aun nuestros mejores deseos a lo que quiera Aquel que sabe mejor que nosotros lo que nos conviene. Hay que tomar en cuenta, a propósito de la pedagogía espiritual del padrenuestro, cuál es la experiencia de la paternidad humana de la que están gozando y gozan los niños, lo cual requiere prudencia, delicadeza y una cuidada personalización de la enseñanza. La actual destrucción y recomposición de la familia es un hecho social muy extendido, capaz de ponernos en apuros. ¿Cómo pueden percibir estos niños concretos la paternidad de Dios? Se trata de una comprensión que puede marcar toda la vida y determinar el itinerario religioso posterior. Perdónanos como nosotros perdonamos (cf. Mt. 6, 14) expresa un dato central de la vida cristiana que es preciso inculcar en los niños e inducirlos a que lo experimenten entre ellos y con todas sus relaciones. Ellos son capaces, en su reflexión, de advertir la diferencia entre la justicia y la venganza y que la violencia –que invade cada vez más la convivencia social- tiene su fuente en la incapacidad de perdonar. Dejo para el final la súplica Venga a nosotros tu Reino, que se refiere a lo que Jesús proclamaba en el inicio de su predicación: la Buena Noticia, el Evangelio del Reino (Mt. 4, 23); lo mismo que debían anunciar sus enviados (Mt. 10,7). El Reino es Dios con nosotros y nosotros con él; se hace presente en la Iglesia y se consumará cuando Jesús vuelva, queda abierto al futuro y “no tendrá fin”. Las parábolas del Reino, que los chicos pueden representar con gusto, permiten vislumbrar este misterio de nuestra fe. Ellos pueden percibir con gozo qué significa ser ciudadano del Reino de Dios.
En el rezo y la explicación del Avemaría, otra oración bíblica, cabe toda la devoción a la Santísima Virgen, su papel en la historia de la salvación y su relación con nosotros. En el alma de los niños debe grabarse la convicción y el sentimiento de que la Madre de Jesús lo es también nuestra, porque el Señor mismo lo decidió (cf. Jn. 19, 26s) Que ellos la reciban para siempre en la “casa de su corazón”. Que la primera parte en la que hacemos nuestros los saludos del Ángel y de Isabel, sea dicha como un cariñoso elogio que acaba bendiciendo a Jesús; la segunda, añadida por la Iglesia, contiene una afirmación dogmática, Madre de Dios, que obliga a explicar de algún modo el misterio de la Encarnación. Para ilustrar el “ruega por nosotros” se puede recurrir a la escena de las Bodas de Caná (Jn. 2, 1-11) que los niños estarán encantados de teatralizar. En ese episodio evangélico nadie le pide nada a María; es ella quien advierte la necesidad de sus hijos.
Por último: ayudar a los niños a que piensen el Gloria y lo digan pausadamente, como un gesto de adoración a la Santísima Trinidad, como un canto que nos une con el cielo, con los ángeles y los santos.
Prolegómenos del itinerario catequístico
8. La educación religiosa de los niños debería comenzar en su casa, en la familia. Pero ¿qué ocurre en la mayoría de los casos? No es cuestión ahora de arriesgar una estadística, pero la experiencia dicta que poco o nada; es decir, en muchísimos casos no “traen” un primer esbozo de la conciencia de ser bautizados, de pertenecer a la Iglesia. Por ejemplo, para señalar un valiosísimo mínimum: ¿conocen y rezan aquellas oraciones que hemos comentado en el parágrafo anterior? Ha quedado un remanente en la cultura de nuestro pueblo (estoy pensando en el territorio de nuestra arquidiócesis): el recuerdo valioso y el aprecio de la Primera Comunión. O más bien lo que podría llamarse críticamente “el mito de la única comunión”. Supongo que se entiende bien lo que quiero decir, y sin embargo debemos dar gracias a Dios por este resto de cultura religiosa que es necesario asumir pastoralmente con inteligencia y cercanía afectuosa a las familias. Análogamente, habrá que tener en cuenta el contexto en que se ha desarrollado la vida del niño, no sólo el familiar sino también el social y cultural, que puede variar mucho según las zonas de la arquidiócesis. Es posible que un conocimiento exacto de estos datos sólo se vaya develando con el tiempo; en este campo cuenta singularmente la experiencia y la intuición de los catequistas, sumadas a una cierta perspicacia psicológica. En la actualidad saltan a la vista, en diversos ambientes, carencias, heridas causadas por conflictos de los cuales los niños son víctimas y situaciones dolorosas contemporáneas que necesitan ser sanadas, en la medida de lo posible, por los dones de la gracia y por la atención pastoral que les prestemos, y no meramente cubiertas por una instrucción catequística superficial. En las edades de los catequizandos, y a pesar de los preámbulos y contextos negativos, ellos pueden recibir una orientación providencial que encamine sus pasos hacia la vivencia de un humanismo pleno. Cristo, en quien habita corporalmente toda la plenitud de la divinidad (Col. 2,9) es el Hombre por excelencia; en el contacto y comunión con él nos convertimos en hombres nuevos (cf. Col. 3,10), nos hacemos plenamente humanos. Su gracia eleva y sana. En suma, la finalidad de la catequesis es que los chicos se encuentren con Cristo y lo abracen con tal convicción y amor que quieran, ahora, no separarse jamás de él. ¿No puede acaso ese propósito formularse en el alma de una criatura? ¿No puede acaso el recuerdo de ese encuentro perdurar en el fondo del alma durante toda la vida como una tabla de salvación?
Catequesis familiar
9. En el número 13 de la Instrucción “Para que Tengan Vida” me referí al papel de la familia en el proceso catequístico y mencioné la necesidad y la dificultad de lograr su participación. En lo que atañe a la dificultad, notemos que en poco más de una década la situación ha empeorado considerablemente. La destrucción de la institución matrimonial y la consiguiente alteración de la naturaleza de la familia han sido legalizadas. Muchos de los padres que se acercan a la parroquia o a la capilla para inscribir a sus hijos en la catequesis- suelen ser las madres- se encuentran en una situación matrimonial irregular. Así solíamos llamar a esos casos; el uso de la expresión es correcto desde el punto de vista eclesial, y no cabe considerarlo despreciativo o discriminatorio. Podría ocurrir que sea una abuela, o la madrina, o un hermano mayor quien tome la iniciativa y presente al niño. Respecto de quien lo haga tenemos una misión pastoral que cumplir. Habrá siempre un referente, un acompañante en el proceso catequístico del menor, cuya fe y buena voluntad han de ser acogidas por la comunidad cristiana. Por catequesis familiar entiendo una verdadera catequesis, no una reunión de tanto en tanto; mientras los niños son catequizados deben serlo igualmente, simultáneamente, sus referentes familiares. No se ha de presentar o imponer esto como un requisito administrativo, sino como un hecho que brota de la naturaleza misma de la catequesis infantil; se apela a la fe, al bautismo, a la pertenencia a la Iglesia. No es tarea que pueda emprender el catequista solo; la acción del sacerdote con él es imprescindible, es, por otra parte, su obligación como pastor. Podemos encontrarnos con situaciones nuevas y difíciles, verdaderas periferias existenciales y de las más contradictorias, para emplear y aplicar a nuestros casos un término que aparece en las enseñanzas del Papa Francisco (cf. Bula Misericodiae vultus, 15). El eventual acercamiento a tales casos incluye en el momento oportuno el esclarecimiento de las situaciones morales objetivas como datos que integran la Verdad cristiana; sin embargo, no debe menguar el calor de nuestra presencia, de nuestra amistad y de la fraternidad (loc.cit.). Para muchas personas esa catequesis familiar puede valer como una primera e inesperada evangelización. Es preciso prepararse bien para esa tarea, rezar mucho y no tener miedo.
La inscripción y sus circunstancias
10. En relación con lo que acabo de exponer se encuentra el trámite inicial de la inscripción de los niños para el ciclo catequístico que culmina en la primera comunión eucarística. Ver al respecto la escueta mención del tema, bien que preceptiva, en “Para que tengan Vida” 18 I. No se trata de un trámite, sino del primer encuentro catequístico de todo el proceso que se extenderá por tres años. Debe ser cuidadosamente preparado y se le ha de conceder todo el tiempo necesario. Intervendrán el sacerdote y el catequista, intercambiando los roles, de modo que uno y otro atiendan al niño y a sus familiares. Imagino una analogía con la inscripción de los adultos al catecumenado que en la Iglesia antigua preparaba para el bautismo, para la iniciación cristiana completa. Quiero decir que la referencia al bautismo, en esa primera sesión, es insoslayable; se trata ahora de que los niños completen su iniciación bautismal: esto debe ser bien entendido por todos. El aprecio del bautismo, que conserva una buena parte de nuestro pueblo- no podría afirmar que continúa siendo mayoritaria- así como también los inmigrantes de países vecinos que aquí se afincan, puede y debe convertirse en conciencia y en aspiración a vivir cristianamente. He allí la finalidad primera de una auténtica catequesis familiar.
Ese propósito, sin embargo, no alcanzará a realizarse si la función catequística de la Iglesia se arrincona como una especialidad que resulta ajena al resto de la comunidad de la parroquia o de la capilla. Los fieles deben estar informados acerca de cómo marcha cada año esa actividad típicamente eclesial y que concierne a todos. Todos deben sentirse de algún modo responsables y sostenerla con su oración, con su ayuda material si hiciera falta, y con diversas formas de colaboración. Algunos podrán ofrecerse como auxiliares, otros, por razones de vecindad serían un vínculo natural entre la parroquia y la familia. Es fácil que entre los jóvenes surjan vocaciones catequísticas y que decidan formarse como corresponde en los institutos destinados a ello.
Volviendo a la inscripción, insisto y determino que se le otorgue toda la importancia pastoral que merece y que, por lo tanto, se organicen debidamente los turnos de atención. Que los niños y sus familiares adviertan que nos causa un gran contento recibirlos.
Inserción parroquial y perseverancia.
11. En “Para que tengan Vida” 18 I y III se hablaba escuetamente de los dos temas del acápite; en el primer caso se decía “procurar”, y en el segundo “establézcase”. Ahora bien, quiero dejar bien claro que en adelante se trata de dos cuestiones preceptivas: debe hacerse así. Han de ponerse los medios necesarios para que al iniciar el trienio catequístico los chicos se integren en alguno de los movimientos o grupos parroquiales, por ejemplo: Acción Católica (recurrir a los dirigentes diocesanos), Legión de María (puede haber praesidia infantiles), Infancia Misionera, monaguillos, scouts (ADISCA, Scouts diocesanos, como está mandado para la creación de nuevos grupos; para este caso, recurrir asimismo a nuestros dirigentes). El mismo grupo catequístico puede extender sus actividades más allá del encuentro catequístico propiamente tal, como juegos, sesiones instructivas suplementarias u obras de caridad adecuadas a la edad y capacidades de los niños; se constituye así en un ámbito que otorga identidad. El propósito aquí descrito ofrece una oportunidad ulterior de perseverancia, el problema que no acabamos de resolver. No es cuestión de culpabilizarnos, ya que son varios factores que determinan la desaparición de los chicos después de la primera comunión. Pero corresponde, sin duda, que revisemos nuestros métodos y actitudes; y que nos interroguemos: ¿qué vida tienen nuestras parroquias?, ¿qué comprensión posee la comunidad permanente acerca de la importancia de la catequesis y qué disponibilidad para ayudar?. Me hago cargo de las dificultades de todo tipo con las que tiene que lidiar hoy día la acción pastoral de la Iglesia, y de las diferencias zonales, sociales y de cultura que desaconsejan un juicio apodíctico, tanto positivo como negativo. Pero confiados en la asistencia permanente del Espíritu Santo renovemos nuestro entusiasmo apostólico e intentemos siempre de nuevo alcanzar aquella meta que nos resulta esquiva. ¿No es posible acaso que todos los años un buen número de chicos, con sus familias, se integren a la vida parroquial?
¿A qué edad comenzar?
12. En “Para que tengan Vida” 18, I se expresaba una conveniencia: que hayan cursado ya el segundo año de Educación General Básica; y una recomendación: organizar una instancia pre-catequística para niños más pequeños. Ahora observo en una encuesta reciente que algunos catequistas opinan que a los siete u ocho años los niños no están en condiciones de comprender el significado de la Reconciliación y de la Confirmación. Me pregunto si este juicio no se basa- aunque sea sin quererlo deliberadamente- en un criterio de inspiración racionalista y en la implícita o explícita exigencia de que para comenzar el itinerario catequístico es preciso que los chicos sepan leer y escribir. Este último punto resulta fundamental, ya que en la actualidad suele afirmarse, quizá generalizando, que egresan de la escuela primaria precisamente sin saber leer y escribir. Algunos añaden, como para matizar el alcance de esa desgracia nacional: leer y escribir correctamente. Me permito ligar la referencia a la lecto-escritura con la inspiración de linaje racionalista. Por otra parte: ¿qué significa comprender? ¿Abarcar completamente con la razón el argumento del que se trata? Es verdad que la capacidad de comprensión, aun la más elemental que podríamos requerir para la exposición de los misterios de la fe y para la participación en los ritos sacramentales, varía según el influjo de otros factores y difiere o puede deferir notablemente en niños de la misma edad. Otras facultades del alma pueden despertar y desarrollarse en virtud de una sabia pedagogía catequística: no descuidar, por ejemplo, el ejercicio de la imaginación, alimentada con los valiosísimos recursos de los cuales hoy podemos disponer; ni el viejo arbitrio, profundamente humano, de la repetición, tanto de historias cuanto de enunciados que expresan breve y sencillamente una idea y van cargados de un ritmo y de un gusto que facilitan su alojamiento en la memoria.
En suma: la catequesis debe comenzar lo antes posible. Lo antes posible cada comunidad cristiana ha de cuidarse de no alejar a los niños pequeños de Jesús. Recordemos el dicho registrado en Mt. 19,14: dejen a los niños, y no les impidan que vengan a mí. Este pasaje evangélico fue empleado, tanto en la antigüedad cristiana cuanto en la época de la Reforma Protestante, contra aquellos que negaban el acceso a los pequeños al bautismo. Me permito usar de él, análogamente, para referirlo a la instrucción y a los ritos que faltan para completar la iniciación cristiana. En el texto griego del Evangelio, para decir niños se emplea paidía; este término designaba- Hipócrates y Platón son testigos- a los niños hasta los 7 años ( la edad que yo tenía cuando hice la primera comunión, en un contexto catequístico diverso y mucho más sumario que el actual). Nótese, por otra parte, que según el Talmud, enseñanza rabínica fijada en los siglos IV-VI después de Cristo, aunque con raíces ancestrales, a los 13 años se alcanzaba la mayoría de edad. Cualquier pedagogo advierte la precocidad de los niños de hoy día, especialmente la de los que son sobreestimulados en los ambientes urbanos, y asimismo cómo en los sectores más pobres muchos son prematuramente capturados, con facilidad, por las adicciones y la afición al delito. ¡Y son chicos bautizados! Nosotros debemos llegar antes, de modo que sepan, que adquieran la vivencia de que Dios los ama, porque son hijos suyos, y de que Jesús es su Salvador y la Iglesia su familia.
No se me oculta que un inicio temprano de la catequesis requiere con mayor razón el compromiso y el acompañamiento de la respectiva familia, pero esta condición se inscribe en el contexto más amplio acerca de lo que actualmente la Iglesia entiende por evangelización, por pastoral misionera y por “opción preferencial por los pobres”. Los pobres del cuerpo y del alma, a los que se refieren las obras de misericordia. Las experiencias negativas acerca de la perseverancia no deben constituir un prejuicio para exigir edades más avanzadas para el comienzo de la catequesis. Ya me he referido a este problema de la falta de perseverancia, de no fácil solución, vinculado especialmente a la posible conversión de la familia.
Asimismo, la admisión de niños de baja edad requiere una revisión de los planes formativos para la preparación de los catequistas, que encomiendo a la Junta Catequística Arquidiocesana y a los demás organismos empeñados en esa tarea. Los sacerdotes pongan atención en “descubrir” vocaciones y talentos para educar en la fe a los niños más pequeños. Pidamos al Señor que suscite esas vocaciones y conceda esos talentos a miembros de nuestras comunidades, de tal manera que, con el tiempo, lo antes posible, la Iglesia platense esté en condiciones de ejercer su maternidad respecto de los pequeños a los que ha comunicado, por el bautismo, la vida divina.
Análogamente a lo señalado acerca de la edad puede decirse respecto de los niños con “capacidades diferentes” –como ahora se dice- que han de ser acogidos y atendidos, ellos y sus familias, con especial predilección y para lo cual hemos de procurar la formación de catequistas muy bien preparados.
Vocación y formación del Catequista
13. El ejercicio de la catequesis es, ciertamente, un ministerio eclesial. Entre otras tareas, se le encarga a quienes son instituidos lectores con estas palabras: educaréis en la fe y para la digna recepción de los sacramentos a los niños y a los adultos. Es esto lo que compete a todo catequista. Pero ¿cómo se inicia en ello? Y ¿cuándo tal tarea se convierte en un mandato eclesial? Se puede hablar con toda razón de una vocación catequística; un llamado que se recibe y se experimenta, como es sabido, diversamente. El contexto espiritual es el conocimiento de Cristo y el amor a él en la comunidad de la Iglesia; de allí brotan el deseo, el propósito y la decisión de darlo a conocer, de hacerlo amar. Algunos se presentan espontáneamente, otros son convocados de modo expreso por el párroco o por el sacerdote encargado de una capilla. Sin duda en la base se halla una moción espiritual, pero existe asimismo un itinerario a recorrer: uno quiere ser catequista, considera que puede llegar a serlo, y se hace tal. La vocación implica un querer y un poder. Voluntad de colaborar en la obra evangelizadora de la iglesia, un gesto de amor, un impulso de fervor, pero asimismo capacidad efectiva para asumir la tarea, lo cual requiere una preparación con disciplina y esfuerzo personal. Además, sencillez y humildad. Cumplido un tiempo razonable de preparación, el obispo le confiere el mandato de catequizar. Muchos jóvenes, en el hoy de nuestra arquidiócesis están o estarían en condiciones de sumar a su compromiso cristiano la tarea catequística. Es cuestión de darles cabida, de mostrarles que hay para ellos un lugar; más todavía: hacerles sentir que necesitamos de ellos.
En muchos ámbitos de la actividad humana actualmente se habla de formación permanente. Lo decimos, lo requerimos, en la Iglesia, de los sacerdotes, que no pueden desarrollar en plenitud su vida pastoral sólo gastando lo que han recibido y acopiado en el Seminario. La misma exigencia vale para el catequista; no es aquella una pretensión desmedida, ni de él ni de la autoridad de la Iglesia. Se trata de una necesidad que emana de la naturaleza misma del ministerio catequístico y que se puede satisfacer recurriendo a diversos medios, por ejemplo: a los cursos de actualización y retiros que organiza la Junta Catequística Arquidiocesana; se debe añadir la lectura de los documentos del magisterio eclesial, la oración y el cultivo de una intensa vida espiritual. El Instituto de Teología ofrece, además, la posibilidad de desarrollar estudios superiores. Esta referencia me sugiere concluir con el reconocimiento y el aprecio de lo que ha significado la catequesis en nuestra arquidiócesis desde sus orígenes.
La tradición catequística platense
14. Nuestra Junta de Catequesis lleva 109 años de vida; es la más antigua del país y nunca ha perdido continuidad. Comenzó llamándose Congregación de la Doctrina Cristiana y nació en la parroquia de San Ponciano, unos años antes de la creación de la diócesis, por obra del Padre Federico Rasore. En 1905 el Papa San Pío X publicó la Encíclica Acerbo nimis en la que hacía notar la ignorancia total de las verdades fundamentales de la fe que afectaba no solamente al pueblo sencillo, sino también y principalmente –así dice- a la gente de cultura y erudita en las cuestiones profanas. (Podríamos preguntarnos si han cambiado muchos las cosas desde entonces). Ejecutando las prescripciones pontificias, el segundo Obispo de La Plata, Juan Nepomuceno Terrero instituyó la Junta Central Catequística, que coordinaba la acción de las Congregaciones existentes en el vasto territorio diocesano.
Con los años, el organismo recibió otros nombres: Comisión Central Catequística, Junta Arquidiocesana Catequística y también funcionó de hecho como Secretariado Catequístico Arquidiocesano. Se establecieron en las parroquias Asociaciones de la Doctrina Cristiana, que incluían catequistas y padres de familia. Cursos, cursillos, congresos y encuentros procuraron mantener siempre viva la actividad catequística en el conjunto de la pastoral. En 1965 se creó el Instituto Superior de Catequesis, que tres años más tarde fue transformado en Instituto de Teología, con el objeto de formar catequistas idóneos que pudieran obtener los títulos de Profesor Superior de Religión y de Maestra Catequista. El arzobispo Antonio José Plaza contó para la realización de estas obras con el talento y la pasión apostólica del ilustre Monseñor Juan Carlos Ruta.
Aquel impulso inicial, sostenido en el tiempo, continúa en la actualidad. Pero es siempre necesario renovarlo y robustecerlo y para ello suscitar vocaciones catequísticas que emprendan su itinerario formativo sobre todo en las Escuelas o Seminarios zonales, que acercan a varios decanatos la posibilidad de prepararse para ese ministerio, y donde han disminuido los alumnos. Encomiendo especialmente a los párrocos esta preocupación, que deben asumir como un deber gravísimo. Transmito la misma inquietud respecto del Instituto de Teología y de las diversas carreras que pueden cursarse allí: todo al servicio de la evangelización.
Concluyo esta comunicación con ustedes, queridos hermanos y hermanas, con una sentida expresión de gratitud a cuantos han trabajado y trabajan en la catequesis arquidiocesana en todos sus niveles. Como el Apóstol, la acción de gracias la dirijo al Señor: Doy gracias a mi Dios por medios de Jesucristo, a causa de todos ustedes (Rom. 1,18); No dejo de dar gracias a Dios por ustedes, por la gracia que él les ha concedido en Cristo Jesús (1 Cor. 1,4). Comparto asimismo, humildemente, lo que el mismo Pablo les escribió a los filipenses: yo doy gracias a mi Dios cada vez que los recuerdo; siempre y en todas mis oraciones pido con alegría por todos ustedes, pensando en la participación que han tenido en el anuncio del Evangelio (Fil. 1,3)
Encomiendo a la intercesión de María los frutos que puedan seguirse del estudio y la puesta en práctica de esta Instrucción Pastoral con la invocación que cierra la encíclica Evangeii Gaudium del Papa Francisco: Madre del Evangelio viviente, manantial de alegría para los pequeños, ruega por nosotros.
Dado en la Sede Arzobispal de La Plata, el 19 de marzo de 2016, Solemnidad de San José, Esposo de la Santísima Virgen María y Padre Nutricio del Señor.
+ Héctor Aguer
Arzobispo de La Plata
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