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Homilía de Mons. Aguer en la institución de lectores y acólitos.

El prelado platense exhortó a los seminaristas a crecer en el amor a la doble presencia del Señor, en su Palabra y en la Eucaristía, dos realidades diversas y complementarias, la primera ordenada a la segunda.

 

Foto de conjunto de los nuevos Acólitos y los nuevos Lectores.

 

Ampliando lo que publicamos en su oportunidad, trascribimos seguidamente la homilía que el Arzobispo de La Plata, Mons. Héctor Aguer, pronunciara el Domingo 8 de Abril, en la institución de lectores y de acólitos. Este es el texto completo y oficial de sus palabras:

 Creer para ver

Homilía de la Misa de Octava de Pascua e Institución de lectores y de acólitos

 Iglesia del Seminario, 8 de Abril de 2018

         La Iglesia celebra la resurrección del Señor, su Pascua, en una octava; así se llama el período que concluye. Desde aquel primer día de la semana, el que seguía al sábado judío, cuando Jesús se mostró viviente a las santas mujeres y a los apóstoles, hasta el día octavo -hoy, segundo domingo- el día en que la incredulidad de Tomás tuvo que ceder ante la evidencia palpable del cuerpo del Resucitado. En el simbolismo numérico de la Biblia, el siete representa la perfección, la plenitud; el ocho, por lo tanto, es su superación, la plenitud de toda plenitud. La Octava es como un solo y largo día, eterno, inmortal. La fiesta se prolonga luego hasta el día quincuagésimo, Pentecostés; esa cincuentena se llama Tiempo Pascual. En el Salmo Responsorial, que se ha cantado después de la primera lectura, se aclama este día que hizo el Señor; nos alegramos y regocijamos en él, más allá de todas las tristezas que caben en nuestra vida.

Ese himno, el Salmo 117, contiene una profecía, que se cumplió en Cristo: la piedra –en hebreo ében- que desecharon los constructores, se ha convertido en piedra angular: en el idioma original del Antiguo Testamento se dice rosh pinná, cabeza de ángulo (Sal. 117, 22-24). El pasaje se apoya en un texto del profeta Isaías: Miren que yo pongo en Sión una piedra a toda prueba, una piedra angular -ében pinná- escogida, bien cimentada; el que tenga fe no vacilará (Is. 28, 16). Se llamaba así a la piedra que unía entre ellas dos paredes y que afirmaba y sostenía todo el edificio al modo de una clave decisiva de la construcción. Algunos piensan que se trata de la última, la piedra final, definitiva; Cristo es entonces el fundamento y el remate que completa y corona el nuevo templo de Dios. San Pablo escribe a los efesios diciéndoles que ellos están edificados sobre los apóstoles y los profetas, que son los cimientos, mientras que la piedra angular -akrog?niáion- es el mismo Jesucristo (Ef. 2, 20). San Pedro llama a Jesús piedra viva -lithon z?nta- y afirma que los cristianos somos –líthoi zontes- de la misma casa espiritual (1Pe. 2, 4s). Los padres de la Iglesia señalan que la función de Cristo, piedra elegida, es reunir dos bloques hostiles de la humanidad: judíos y gentiles. San Agustín, por ejemplo, dice que esos dos mundos antagónicos son reunidos, conectados en la paz cristiana por una misma fe, una sola esperanza, una única caridad. Es esta una obra sobrenatural que justifica las aclamaciones rituales del Salmo. Fuera de Cristo, desplazándolo, no es posible forjar una auténtica unidad del género humano; de intentos fallidos está llena la historia. Charles Péguy lo expresó poéticamente: Y la clave de esta mística bóveda, /La clave misma/ Carnal, espiritual/ Temporal, eterna/ Es Jesús, / Hombre, /Dios.

En el Evangelio, San Juan narra los dos primeros encuentros del Resucitado con los Once. Habitualmente hablamos de apariciones de Cristo. Pero este término conlleva una cierta ambigüedad, ya que en una de sus acepciones significa la visión de un espectro o fantasma. Jesús no golpeó la puerta, no necesitó que se la abrieran, no traspasó las paredes; fue y  se puso allí, en medio de ellos, ?lthen kai hést?, cumplió su promesa de ir –volveré a ustedes había dicho antes de la Pasión (Jn. 14,28)-, y su postura de pie muestra el triunfo sobre la muerte.

San Agustín señala el carácter milagroso de ese ingreso, y lo compara con la salida del Niño Jesús del seno virginal de María; fue un milagro de su divinidad. Los apóstoles estaban encerrados porque tenían miedo –phóbos-; a ese miedo se contrapone la paz -eir?n?- que el Señor les da y que los llena de alegría. El Resucitado es el Crucificado, que les mostró las manos y el costado, las llagas que lleva todavía en su cuerpo glorioso; en el pasaje paralelo, Lucas dice que también les hizo ver los pies (Lc. 24,39). Se llenaron de alegría al ver al Señor; retengamos la expresión: ver al Señor (Jn. 20, 20). De inmediato él les comunica el soplo creador y recreador del Espíritu Santo, que procede del Padre y del Hijo. Así como en los orígenes Dios formó al hombre del polvo de la tierra y le insufló un soplo de vida (Gén.2,7), ahora Jesús, en una nueva creación, otorga a los Apóstoles el poder de recrear la vida pervertida por el pecado. El perdón de los pecados es un don misericordioso de Dios que tiene el precio de la Pasión de Cristo. ¿Quién puede perdonar los pecados sino solo Dios? (Mc. 2,7). El Señor hace a la Iglesia portadora de la vida nueva; cuando ella, por el ministerio del sacerdote, perdona los pecados, Dios los perdona. Es enviada, primero y fundamentalmente, para esto, como Jesús fue enviado por el Padre; para que el don del Espíritu recree la creación. El Concilio de Trento consideró este pasaje del texto de San Juan como el fundamento bíblico del Sacramento de la Reconciliación.

El Evangelio registra la incredulidad de Tomás, y el remedio de la misma. Llama la atención la pertinacia del incrédulo, que estaba ausente cuando Jesús se presentó; el texto griego lo subraya con una doble negación, ou m?, que se puede traducir: no creeré de ninguna manera, absolutamente, si no se cumple la condición de ver y tocar al que dicen que ha resucitado. Los testigos se comportaron como tales cuando le anunciaron:  ¡hemos visto al Señor!  La cuestión de la fe se pone en estos términos: ¿ver para creer, o creer sin ver, es decir, para ver? Jesús cumple la condición impuesta por el discípulo; el caso será ejemplar. Entre 1601 y 1602, Michelangelo Merisi da Caravaggio  pintó la escena de modo impresionante, inigualable: El Resucitado, con la mano derecha aparta su túnica y deja expuesto su costado; con la izquierda toma la mano de Tomás y lo obliga a meter el dedo en la abertura del pecho herido. El discípulo se inclina con los ojos bien abiertos y la frente arrugada; junto a él hay otros dos, uno parece Pedro. Según el relato joánico, brotó inmediatamente, al reproche de Jesús, la confesión: Señor mío, y Dios mío (Jn. 20, 28). Santo Tomás de Aquino comenta, en su Lectura del Evangelio, que en su confesión el apóstol se convirtió en un buen teólogo; reconoció la humanidad al llamar a Jesús Señor, como ya lo hacían antes, y la divinidad  al llamarlo Dios, como se lo hará desde entonces; vio al hombre y las cicatrices, y a través de eso creyó en la divinidad del Resucitado. En realidad vio una cosa y creyó en otra. La censura de Jesús, no seas incrédulo-ápistos- sino creyente –pistós- “se refiere a la negativa del discípulo a aceptar el testimonio de los que vieron y por eso son testigos para los que no vieron. Ese reproche es nuestra bienaventuranza: felices los que no vieron y creyeron (Jn. 20, 29). El objeto de la fe es de suyo oscuro, opaco, no se ve. Creemos a los testigos, le creemos a la Iglesia, creemos con y en la fe de la Iglesia. Ese acto tan íntimamente personal es comunitario, nos religa a la comunidad eclesial. Además, el don de la virtud teologal de la fe es luz –lumen fidei-; creemos como viendo al Invisible. En la Carta a los Hebreos se elogia la fe de Moisés, que se mantuvo firme como si estuviera viendo al Invisible (Hebr.11, 27).

Las lecturas que precedieron al Evangelio completan el mensaje que la liturgia nos ofrece en esta Octava de Pascua. La fe hacía de la primera comunidad cristiana un solo corazón y una sola alma, e inspiraba la generosidad de su amor. En el mismo pasaje de los Hechos de los Apóstoles escuchamos que éstos daban testimonio con mucho poder de la resurrección del Señor Jesús (Hech. 4, 32 ss). Poder se dice dýnamis: fuerza, actividad, movimiento, y quiere indicar la señal divina de los milagros que ratificaban la predicación; testimonio se dice martýrion. Con esos rasgos se define para siempre la esencia de la Iglesia y su misión. En la Primera Carta de San Juan encontramos una afirmación consoladora: la victoria que triunfa sobre el mundo es nuestra fe (1 Jn. 5, 4). La fe, la certeza de la verdad y la confianza en el triunfo final del Señor Resucitado, alivian el desconcierto, la pena y el temor que pueden causarnos la indiferencia y la hostilidad, cada vez más prepotente, de lo que el Evangelio llama, peyorativamente, mundo; entendamos hoy día la cultura descristianizada que procura arrinconarnos, deslegitimarnos, excluirnos. No debemos exagerar, cargar las tintas, dejarnos invadir por un pesimismo que paraliza, pero tampoco ser ingenuos, so pretexto de diálogo y encuentro. En el Libro de Isaías se lee esta crítica contra los malos pastores: son todos ciegos, ninguno de ellos sabe nada; todos ellos son perros mudos, incapaces de ladrar (Is. 56,10). Vale también, en general, contra las malas ovejas. El bueno y valiente testimonio de todos es necesario, porque, como enseñó Benedicto XVI en un discurso suyo, es muy difícil en nuestro contexto cultural llegar al encuentro con Cristo, a la vida cristiana, a la vida de la fe, especialmente los jóvenes, porque viven en un mundo lejano a Dios (22.2.07).

A continuación instituiré en el ministerio de lectores y acólitos, respectivamente, a estos queridos seminaristas  que han llegado al nivel correspondiente en el proceso de su formación para el sacerdocio. El lector es el que proclama la Palabra de Dios, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento. Tiene que leer bien, convencidamente, otorgando con su voz, con la modulación y el ritmo adecuado, el carácter de la Palabra viva, proclamada, al texto que tiene ante sus ojos y que destina a los fieles que lo escuchan. Pero también el del lector es el oficio del catequista, del evangelizador, que ha de dejarse abrasar por el celo y el fuego del amor de Dios para comunicar a sus hermanos la certeza de la verdad.

El nombre del acólito procede de la lengua griega, en la que suena casi igual: akólouthos; significa seguidor, compañero de camino. ¡Qué nombre tan bello y exacto para definir a quien se decide a marchar tras las huellas de Cristo! La función del acólito es servir el altar, y como tal ser ministro extraordinario de la Eucaristía. Hoy en día la Iglesia está llena de laicos  que sin haber sido instituidos en este ministerio como quienes van camino del presbiterado, ejercen ese servicio; pero no es lo mismo; tampoco se puede igualar, más que materialmente, con el del lector instituido, el que prestan aquellos fieles que leen las lecturas en la liturgia, mal muchas veces, de modo que no se entiende nada, a causa –sin dudar de la buena voluntad- de su falta de preparación o de la disfunción del micrófono.

En el servicio del lector y del acólito se resume en cierto modo el ministerio pastoral de la Iglesia, el que ustedes, queridos hijos, han de desempeñar un día no tan lejano como presbíteros. Haber llegado a esta etapa debe ratificarlos en la decisión vocacional y hacerlos crecer en el amor a esa doble presencia del Señor, en su Palabra y en la Eucaristía, dos realidades diversas y complementarias, la primera ordenada a la segunda.

Dirijo por  último una palabra de felicitación y gratitud a las familias, a la de la sangre o a la espiritual, de estos jóvenes; les digo: acompáñenlos, cuídenlos; sin sofocarlos, sino al contrario, brindándoles el afecto y dedicándoles la oración que potencie su libertad y les ayude a completar  sin tropiezos el trecho que les falta para llegar a la ordenación sacerdotal. Confíenlos asiduamente a la Madre del Sumo y Eterno Sacerdote; para que no antepongan nada al amor de Cristo y así puedan hacerse cargo del pueblo de Dios y estén dispuestos a evangelizar a la humanidad entera. (Benedicto XVI, Mensaje del 10-2-07). Amén.

+ Héctor Aguer

Arzobispo de La Plata

 

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