«Vocación y vocaciones en la Iglesia»: reflexiones de Mons. Aguer para el «Año Vocacional Arquidiocesano».
VOCACIÓN Y VOCACIONES EN LA IGLESIA
Reflexiones pastorales para el Año Vocacional
1º de marzo de 2017, Miércoles de Ceniza
Una breve justificación
Con el acuerdo del Consejo Presbiteral Arquidiocesano, hemos querido que este año 2017 sea en nuestra Arquidiócesis un Año Vocacional. Procuraremos que en las grandes circunstancias de la vida de esta Iglesia Platense se haga presente la dicha intención. Pero ésta puede surgir también y plasmarse en diversas iniciativas de las comunidades menores: parroquias, capillas, movimientos misioneros y grupos apostólicos, misioneros o de formación. El texto que sigue, llámese reflexiones, instrucción o carta pastoral, aunque concluido hoy, fue compuesto en San Ramón de Tandil, donde como todos los años acompaño a nuestros seminaristas durante el receso estivo y puedo conversar largamente con cada uno. La temática vocacional, por lo tanto me resulta realidad cotidiana en contacto con ellos. Además, en esta oportunidad se sumaba un nuevo aliciente, ya que este año se cumplen veinticinco de aquel en que San Juan Pablo II me llamó a desempeñar el ministerio episcopal. Tengo materia abundante para pensar y orar.
El enfoque bíblico y teológico de este trabajo exigía que, dentro de los límites propios de un escrito con destinación eminentemente pastoral, se advirtiera, como se verá, el carácter eclesial de las diversas vocaciones y su vinculación insoslayable con los orígenes del ser cristiano. No se me oculta el carácter incompleto de las páginas que siguen; quienes lleguen a leerlo podrán completarlo con sus propias reflexiones, las grupales y las consultas de las que hubiere menester. Espero asimismo que pueda prestar algún servicio a los presbíteros en la predicación, en la plática con los fieles y en la específica orientación vocacional.
Al comenzar la cuaresma
La primera vocación que recibimos los cristianos es un llamado a la conversión. Así comienza la existencia de los discípulos de Cristo. Ese llamado es un don gratuito que se ofrece en el bautismo; en el primer sacramento de la iniciación cristiana, a nosotros, frágiles adanes hechos de la adamá, tierra, arcilla, polvo, se nos concede con la purificación del pecado original, la filiación divina y una ciudadanía celestial, porque se nos incorpora a Jesucristo, el Nuevo Adán, es decir el último, el definitivo, escatológico, destinado por el Padre a ser el modelo de todos los hombres. La tradición eclesial considera el bautismo como una primera penitencia, ya que al sacramento de la reconciliación, que renueva aquella gracia inicial de conversión, suele llamarla paenitentia secunda.
Al comenzar el tiempo de Cuaresma, el Miércoles de Ceniza, cada año se nos invita a preparar nuestra renovación de las promesas bautismales, que debe ocurrir en la solemne Vigilia de Pascua. Este día inicial del periodo dispuesto para la revisión y corrección de nuestra vida, resuenan en la liturgia la intimación de Dios a través del profeta Joel: Vuelvan a mí de todo corazón, y la exhortación de Cristo mediante la súplica de su embajador el apóstol Pablo: déjense reconciliar con Dios (cf. Joel 2,12 ss.; 2 Cor. 5,20 ss.). Cuando nos impone la ceniza sobre cabeza, la Iglesia dice: Conviértete y cree en el Evangelio. Con esas palabras comenzó la predicación de Jesús en Galilea (cf. Mc. 1,15): La fe implica una conversión, mediante la conversión se accede a ella, y el cristiano se mantiene en ella – es decir, en la fe que le otorga su propia identidad – intentando renovar de continuo esa conversión. La llamada, la vocación, nos llega mediante la palabra del Evangelio siempre actual. El gesto de la imposición de la ceniza admite una alternativa, la antiquísima fórmula del rito romano: Recuerda que eres polvo y en polvo te convertirás. Al que aspiró a hacerse dios se le recuerda su condición humana, mortal, deberá volver el-adamá, a la tierra, porque de allí procede (cf. Gen. 3,19). Siempre fue válida esta advertencia, y cuánto vale para el hombre auto-constructor de la cultura contemporánea, que ha desechado a Dios para ponerse en su lugar. En el Evangelio de este día (Mt. 6, 1-6. 16-18) Jesús nos llama a la sinceridad, a abandonar toda ficción, toda ostentación, porque simplemente valemos lo que somos a los ojos del Padre. La advertencia se dirige a cada cristiano y a la Iglesia en su conjunto y sus estrategias pastorales. Coincido plenamente con el juicio que formula el Cardenal Robert Sarah, Prefecto de la Congregación para el Culto Divino: Hoy todavía, nuestras estrategias pastorales sin exigencias, sin llamado a la conversión, sin un retorno radical a Dios, son caminos que conducen a la nada. Son juegos políticos que no pueden llevarnos hacia el Dios crucificado, nuestro verdadero Liberador.
Intencionalmente he elegido este día inicial de la Cuaresma, con su conmovedor llamado a la conversión, para ofrecer a la comunidad arquidiocesana algunas reflexiones sobre la vocación. Espero que sirvan de ayuda y puedan inspirar la orientación pastoral de este año que, según hemos querido, es un Año Vocacional, para reflexionar sobre el llamado del Señor, que se hace oír de múltiples maneras en la Iglesia y en el mundo. Deseo referirme, en primer lugar, a la vocación cristiana en sus rasgos esenciales, y luego, sucesivamente, a la vocación a la perfección del amor –de la caridad sobrenatural– en lo que consiste la santidad, a la vocación laical al matrimonio y a la constitución de la familia, así como a la presencia activa de los católicos en la sociedad; también a la vocación sacerdotal en su relación con el llamado de Jesús a los apóstoles y a la vocación a la virginidad consagrada, su dimensión escatológica y su servicio eclesial.
La vocación cristiana
El llamado, la vocación, es uno de los temas centrales de la Sagrada Escritura: toda ella es el testimonio de una historia de salvación que tiene su principio en la elección de Dios y en el consiguiente llamado, que marca un camino, señala una misión. El primer depositario es el pueblo de Israel, y en Jesús, Mesías de Israel e Hijo de Dios hecho hombre, ese don se abre a todas las naciones para constituir el nuevo pueblo de Dios.
El origen de la vocación se encuentra, pues, en la elección divina, y su finalidad y cumplimiento es realizar la voluntad que Dios nos ha manifestado y que ilumina e impulsa gratuitamente nuestra libertad. El Padre de Nuestro Señor Jesucristo nos ha elegido en Él antes de la creación del mundo (Ef. 1,4); existimos, por tanto, desde siempre en el pensamiento de Dios, en el corazón de la Trinidad, y nuestra elección es inseparable de la decisión trinitaria de la encarnación del Hijo y de la efusión del Espíritu. El Padre nos predestinó a ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo, conforme al beneplácito de su voluntad (Ef. 1,5). La finalidad es la alabanza de la gloria de Dios, porque gratuitamente Dios quiso redimirnos mediante la sangre de su Hijo y nos dio a conocer ese admirable misterio (cf. Ef. 1,7 ss.). En la realidad misma de la vocación, en su carácter vital, existencial, se descubre el conocimiento y el amor que Dios tiene de cada persona a la que llama, tocando de algún modo su corazón.
Todo el Antiguo Testamento es testimonio de cómo Dios llama; el repetido ¡Escucha Israel!, tanto en la promulgación de la ley cuanto en las apremiantes invectivas de los profetas, implica que Yahweh puso a ese pueblo en un lugar aparte, le dio no sólo la tierra, sino lo que podríamos llamar un territorio espiritual, un tipo de existencia con exclusivo apoyo en el mismo Dios, que cumpliría sus promesas en el envío del Mesías Jesús. La respuesta que reclaman las páginas bíblicas es la que pronunciaron modélicamente, por ejemplo, Moisés y Samuel: Aquí estoy (cf. Ex. 3,4; 1 Sam. 3,4 ss.); Habla, porque tu servidor escucha (1 Sam. 3,10). Basten estas pocas alusiones a un texto, el Antiguo Testamento, (la Torá, los Nebiyîm y los Ketubîm) que es, leído globalmente, el documento de una vocación.
En los Evangelios aparece claramente cómo Jesús eligió y llamó a sus discípulos; a partir de ese inicio, la Iglesia comprendió que ser cristiano es una vocación. Así resuena en los escritos del Nuevo Testamento la predicación de los apóstoles y es ese hecho gratuito de elección y llamado lo que los mismos apóstoles recuerdan constantemente a los fieles, a saber: que ellos han sido elegidos desde toda la eternidad, han recibido el llamado a creer en Cristo, a acoger al Espíritu Santo, que es el agente en ellos de un nuevo nacimiento y de su inclusión en la Iglesia. Precisamente, el nombre mismo, Iglesia, Ekklesía significa «la que es llamada», y de allí asamblea, o convocación. La etimología nos remite al verbo griego ekkaléo, llamar. En la que es llamada por excelencia, cada uno de nosotros recibe su vocación.
Tengo la impresión de que no es frecuente que nosotros, los fieles cristianos, consideremos como una vocación el hecho fundante de haber recibido el bautismo y de estar incorporados a la totalidad a la vez sobrenatural y visible de la Católica. Será bueno entonces que a lo largo de este año meditemos frecuente y gozosamente sobre esta realidad, y comprendamos, a partir de ese don, tanto el desarrollo íntimo de nuestra vida cristiana cuanto nuestra participación en la vida eclesial. Sugiero algunos pensamientos, frases bíblicas que deberían mantenerse luminosamente en nuestra memoria para que de su consideración brote el fervor de una entrega cada vez más generosa a ser lo que somos. Pablo les recuerda a los tesalonicenses su eklog?n, la elección que les llegó con la Palabra de la predicación, toda clase de dones y la alegría del Espíritu Santo (1 Tes. 1,4 ss.). El mismo apóstol exhorta a los corintios a que consideren su kl?sin, su vocación, que ha caído gratuitamente en gente sin importancia, que no vale nada a los ojos del mundo (1 Cor. 1,26). El autor de la Carta a los Hebreos llama a sus lectores hágioi, santos, porque en efecto han sido santificados, y les recuerda que han sido hecho partícipes de una vocación celestial (kl?se?s epouraníou, Hebr. 3,1). En una especie de testamento espiritual, San Pedro invita a los fieles a que procuren mediante la respuesta efectiva de las buenas obras, consolidar cada vez más el llamado (kl?sin) y la elección (eklog?n) de que han sido objeto (2 Pe. 1,10). En efecto, la vocación cristiana se fortalece cuando uno la asume consciente y decididamente y la refleja en su vida.
También debemos acostumbrarnos a advertir el carácter grandioso, misterioso, de nuestra vocación. Recurro a un pensamiento de San Ignacio de Antioquia: las obras resonantes de nuestra redención han sido realizadas en el silencio de Dios. El llamado consiste en una Palabra que nos es dirigida, pero ¿de qué índole?. En su reciente libro «La fuerza del silencio», el Cardenal Robert Sarah escribe: la palabra no es solamente un sonido; es una persona y una presencia, y continúa citando una de las máximas de San Juan de la Cruz: ella se deja oír en el silencio del alma. En nuestra reflexión orante sobre la vocación cristiana se dejará oír quedamente la voz del Señor: No son ustedes los que me eligieron a mí, sino yo el que los elegí a ustedes, y los destiné para que vayan y den fruto, y ese fruto sea duradero (Jn. 15,16). Estas palabras fueron dirigidas por Jesús a los apóstoles durante la Última Cena, pero valen también para cada uno de nosotros: la elección es inseparable de la vocación y ésta de la misión. Los puse (éth?ka) dice literalmente el texto evangélico. El Señor nos puso en el mundo para ser sus discípulos y testigos; un lugar, un puesto del que no debemos desertar.
Nunca fue fácil ser cristiano de veras. Si leemos atentamente las cartas de los Apóstoles podemos notar una semejanza muy marcada entre la situación de las primeras comunidades cristianas integradas mayoritariamente por gentiles respecto de la cultura pagana circundante y la que vive hoy la Iglesia, asediada por una cultura descristianizada y en buena medida inhumana, que como ocurría en la antigüedad se infiltra en la mentalidad de los cristianos e invade ámbitos cada vez más amplios, dejando descolocados a nuestros dialógicos y complacientes proyectos pastorales. Pienso en el caso general de la Argentina, un país de paganos bautizados, dicho esto con el respeto y aprecio que merecen las expresiones populares de religiosidad, aun cuando éstas muchas veces rozan la categoría de la superstición. Sin embargo es muy frecuente la pérdida del sentido religioso, aun de aquellos que han asistido a colegios y universidades de la Iglesia. El pasaje del Evangelio de Juan que he citado anteriormente precede a la advertencia que hacía Jesús a sus apóstoles acerca del gratuito odio del mundo. Es inevitable: un cristiano verdaderamente tal, no complaciente, no «chanta», merece el odio del mundo, porque no pertenece a él (Jn. 15,19). Empleo el término mundo (kósmos) en el sentido evangélicamente peyorativo del mismo: el ambiente anticristiano y aun antihumano, sus falsas máximas, las burlas al modelo de vida según el programa expresado en el Sermón de la Montaña, las diversiones que son centros de perversión, el impúdico elogio del pecado en todos los órdenes, desde la insensibilidad de los ricachones para con los pobres hasta la fornicación de los famosos faranduleros. El auténtico amor es imposible en esas formas desviadas de vida. Si alguien ama al mundo, el amor del Padre no está en él (1Jn. 2,15). ¡Cuánto se envanece la cultura vigente ponderando el amor y la libertad! Algo patético se manifiesta en la actitud de cierto periodismo, mayoritario sin duda, y en el también mayoritariamente inútil parloteo de las «redes», por lo que vale el interrogante: ¿quién maneja todo eso?, ¿o por ventura se mueve al acaso? Son expresiones exactas de lo que la palabra de Dios descalifica llamándolo «mundo». La respuesta la encontramos en un pasaje de la Primera Carta de Juan (1 Jn. 5,19): Sabemos que somos de Dios, y que el mundo entero está bajo el poder del Maligno; puesto allí, en t? pon?r?, al servicio de las artes del Malvado, cuyo oficio propio, como enseña Santo Tomás de Aquino, es tentar (cf. Suma Teológica, I, 114, 2). Aunque también el apóstol Santiago nos recuerda que cada uno es tentado por sus malos deseos, que lo atraen y lo seducen (Sant. 1,14). En esta versión malos deseos traduce el original epithymía, un término griego clásico, que puede decirse también concupiscencia. El apóstol Juan desarrolla ampliamente la oposición entre el mundo y el amor de Dios: No amen al mundo ni las cosas mundanas. Si alguien ama al mundo, el amor del Padre no está en él. Porque todo lo que hay en el mundo -los deseos de la carne, la codicia de los ojos y la ostentación de la riqueza (otra traducción: la soberbia de la vida)- no viene del Padre sino del mundo (1 Jn. 2,15 ss.). El texto registra una doble epithymía: de la carne y de los ojos, campos de lucha constantes, como lo es también la soberbia o la ostentación, para un cristiano.
Quizá en el pasado se hablaba excesivamente sobre estos temas en la predicación ordinaria de la Iglesia -lo cual implicaba una deformación de la propuesta evangélica- pero no me parece exagerar si digo que en la actualidad ellos han desaparecido. Si alguien se atreve a recordarlos es impugnado como un desubicado o un enemigo de la «cultura del encuentro»; y esto en los ambientes eclesiales, que dan tela a cortar a los periodistas.
La mera vocación cristiana nos exige superar la vergüenza y el temor de aparecer distintos. ¡Lo somos, y en eso consiste precisamente la vocación recibida, reconocida y ejercida! Por amor a todos, y para colaborar, en la medida en que podamos, en la salvación de todos, mientras trabajosamente procuramos la nuestra. Una posición semejante, un talante así sostenido sólo sería la respuesta a los dones que por gracia nomás nos han sido dados. Esta postura requiere el cultivo de la vida interior como despliegue de la gracia bautismal. San Juan Pablo II escribió en su carta apostólica Novo millennio ineunte: Importa que lo que nos proponemos, con la ayuda de Dios, esté profundamente arraigado en la contemplación y en la oración. Nuestra época es una época de movimiento continuo, que a menudo llega al activismo, con el riesgo fácil de hacer por hacer. Es necesario resistir a esta tentación buscando ser antes que hacer.
La vocación a la perfección cristiana
Ustedes serán santos, porque yo, el Señor su Dios, soy santo (Lev. 19,2); estas palabras dirigidas a la comunidad de Israel sintetizaban una serie de prescripciones morales y rituales, con un fuerte acento en mandatos minuciosos dirigidos especialmente a conservar una pureza cultual, según tabúes antiquísimos, con el intento de evitar la contaminación del pueblo de Dios con la idolatría de las naciones circundantes. Pero en el mismo contexto se exhorta a la protección de los más débiles, pobres, huérfanos, viudas e inmigrantes. En los escritos proféticos y en los libros sapienciales encontramos, asimismo, llamadas al perfecto cumplimiento de la Ley de Dios. Jesús resumió la vigencia perenne de la voluntad divina sobre nuestras vidas reuniendo dos preceptos de la instrucción otorgada a Israel: Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas (Dt. 6,5) y Amarás a tu prójimo como a ti mismo (Lev. 19,18). (cf. Mt. 12,37 ss.). Como se afirma en la Carta a los Hebreos respecto a los antiguos sacrificios, la Ley contenía la sombra de los bienes futuros (Hebr. 10,1). El sacrificio pascual del Señor convirtió en caduco el viejo ceremonial del templo, pero conservan siempre su validez las exigencias de santidad, comprendidas ahora a la luz de la obra redentora de Cristo, del Sermón de la Montaña y de las enseñanzas de los apóstoles. Por tanto, la cita inicial del Levítico puede expresar la finalidad de la vocación cristiana, su culminación: la vocación cristiana recibida en el bautismo, por su propia índole, está destinada a esa plenitud que conocemos con el nombre de santidad. Otra expresión de aquel Libro: Sean para mí santos, porque yo, el Señor, soy santo, y los he separado de entre los pueblos para que sean míos (20, 26), encuentra eco en la recomendación de San Pablo a los Corintios: Ya que poseemos estas promesas, purifiquémonos de todo lo que mancha el cuerpo o el espíritu, llevando a término la obra de nuestra santificación en el temor de Dios (2 Cor. 7, 1).
La teología de la vida cristiana expone que la santidad consiste en la perfección del amor. Implica, por cierto, el desarrollo de todas las virtudes, teologales y cardinales; el crecimiento de la personalidad espiritual y sus rasgos diversos se verifica en el ámbito de la fe, cierta y a la vez oscura, y de la esperanza, alegre y muchas veces doliente. El fundamento del edificio espiritual, como enseña Santo Tomás [(cf. II-II, q. 161 a. 5 ad 2), es la humildad, en cuanto expulsa la soberbia y da lugar a la recepción del influjo de la gracia], es la humildad. La conducta del hombre nuevo, que ha resucitado con Cristo, se endereza hacia el cielo (cf. Col. 3,1); su esencia y su fuente total de inspiración es el agápe, la caridad. La vocación de santidad que todos recibimos va acompañada de las gracias necesarias y su curso discurre bajo la misteriosa y paternal providencia de Dios, pero exige que nuestra libertad se pliegue con generosa entrega, sin rehuir aquellos esfuerzos ascéticos que favorezcan la superación de las tentaciones y de nuestras tendencias deficientes para asemejarnos cada vez más al modelo de santidad que está en Jesús y que la Iglesia nos propone en sus santos.
El encaminamiento concreto hacia la plenitud del agápe requiere el cultivo de una relación de amistad con el Señor en el reposo de la oración. No me refiero simplemente al rezo, a las oraciones que habitualmente jalonan la vida del cristiano en diversos momentos de la jornada. Recurro en este punto a tres expresiones de San Pablo que parecen sugerir mucho más. En la Carta a los Romanos exhorta: sean asiduos en la oración (Rom. 12,12), y a los Colosenses les escribe: Perseveren en la oración, velando siempre en ella con acción de gracias (Col. 4,2). En ambos casos el apóstol emplea el verbo griego proskarteré?, que significa apegarse fuertemente, y de allí ser constante, permanecer firmemente en una actividad, emprenderla con asiduidad. Se trataría, por tanto, de apegarse a la oración para hacer de ella un hábito, que otorga facilidad e inclinación gustosa al trato con Dios. En la segunda cita les indica a los fieles un estado, una posición espiritual: gr?goroûntes, que equivale a estar en vela y a la actitud de vigilancia, aunque el objeto de esa situación orante es la eujaristía, la acción de gracias. Esta actitud agradecida abre el corazón a la Palabra e impulsa a difundirla. En la Primera Carta a los Tesalonicenses parece exigir más a los fieles: oren sin cesar (adialéipt?s proseújesthe, 6,17). ¿Cómo es posible satisfacer semejante ideal? San Agustín, en la carta sobre la oración que escribió a la matrona Proba, interpreta esa continuidad en relación con el deseo: por el deseo continuo de la fe, la esperanza y la caridad oramos siempre. Es el deseo de Dios, en quien creemos y a quien por la fe tenemos presente, cuyo rostro esperamos contemplar y a quien sin ver amamos, lo que ocupa y llena continuamente nuestra conciencia y sube con frecuencia a los labios en silenciosas invocaciones de alabanza, de súplica de perdón, de acción de gracias. El camino de la oración y la búsqueda del encuentro con Dios reclaman el cultivo del silencio interior y exterior, sobreponiéndose trabajosamente y con prudencia sobrenatural al carácter agitado y tumultuoso de la cultura actual. En esta encrucijada se juega un valor decisivo. El Cardenal Sarah escribe: la sociedad moderna no puede desprenderse de la dictadura del ruido. Ella nos acuna en una ilusión de democracia de pacotilla mientras arranca nuestra libertad con la violencia sutil del demonio, ese padre de la mentira. Nuestro deseo de Dios necesita del silencio para permanecer en la palabra de Jesús, conocer la verdad y, liberados por ella, ser efectivamente discípulos del Señor (cf. Jn. 8, 31 ss.).
He mencionado anteriormente los esfuerzos ascéticos; me refiero a lo que en la tradición espiritual de la Iglesia se llama mortificación; una decisión de la voluntad y los hechos consiguientes que -por decirlo así- no está de moda, si es que alguna vez pudo resultar grata a la apreciación del mundo. Podríamos hablar también del ejercicio de la virtud de penitencia. Pablo lo enuncia, dirigiéndose a los Colosenses, es estos términos: hagan morir (mortifiquen, nekr?sate) en ustedes todo lo que es terrenal (Col. 3,15); se refiere a la lujuria, la pasión desordenada, los malos deseos, y también la avaricia, que es una forma de idolatría. La búsqueda de la perfección del amor requiere una creciente identificación con la cruz de Cristo, para vivir la vida nueva del Resucitado. El sencillo comienzo de la mortificación está en la aceptación humilde de las contrariedades, de los males y dolencias físicos, psicológicos o espirituales que nos pueden sobrevenir, uniendo todo eso al sacrificio del Señor, para purificación de nuestros pecados y redención del mundo. Uno de los obstáculos mayores es el ansia insaciable de gozar, que caracteriza la vida pagana y en términos más leves el estancamiento en la mediocridad. La prudencia cristiana sabe reconocer los placeres bellos y sanos, propios de una humanidad plena y queridos por Dios para nuestra felicidad, gozos que se encuentran también con toda naturalidad en la vida de los santos. Lo que he llamado ansia insaciable de gozar es la búsqueda predominante del «pasarla bien», rehuyendo toda incomodidad y sacrificio. El mundo, en el sentido evangélico del término, es incapaz de comprender la vivencia cristiana del misterio de la cruz, como tampoco puede entender el desprendimiento generoso que permite superar tanta autorreferencialidad enfermiza y que da alas a la libertad y acrecienta la capacidad de amar. El cristiano que busca fervorosamente a Dios es capaz de acoger en su amor todo el sufrimiento del mundo y en especial las tragedias que se abaten sobre tantos inocentes. No es esto sentimentalismo, ni ha de entenderse en un sentido emocional, sino teológico, como participación en el misterio de la redención y un silencioso abrazo universal en nombre de Dios.
El apóstol Juan incluye en su Primera Carta un discurso sobre el amor, que se refiere a la relación con los hermanos en la comunidad cristiana; valía para la comunidad joánica a la cual se dirigía inmediatamente en sus exhortaciones, pero como palabra inspirada vale para las comunidades eclesiales de todos los tiempos, también para las nuestras, en las cuales muchas veces reina el desconocimiento mutuo, la indiferencia, la murmuración, la calumnia, el afán de poder y la división en grupos, que no puede recibir el elogio que los paganos, asombrados, dispensaban a los primeros cristianos: ¡vean cómo se aman! El apóstol enuncia en su invitación apremiante una verdad elemental: no amemos con la lengua y de palabra, sino con obras y de verdad (érg? kái al?théia, 1 Jn. 3,18). De obra, de hecho, con las obras de misericordia corporales y espirituales, que no excluyen a nadie, pero privilegian al que padece necesidad (jréian éjonta, ib. 17), a los pobres. Esta atención humilde, callada, generosa a los pobres es un medio de santificación: en esto conoceremos que somos de la verdad, y estaremos tranquilos delante de Dios (ib. 19).
El intento de llevar a cumplimiento nuestra vocación de santidad requiere el recurso frecuente a las fuentes de la gracia que son los sacramentos, tanto la confesión cuanto la comunión eucarística; en ambas obras de Dios participamos del misterio pascual de Cristo: su sangre borra nuestros pecados y el alimento de su cuerpo resucitado nos hace crecer en nuestra identificación con él. No habría que olvidar la importancia superlativa de la adoración eucarística en el culto fuera de la misa o en la silenciosa presencia ante el sagrario. En vinculación cercana con el sacramento de la reconciliación, aunque como instrumento que ha de distinguirse de él, se encuentra lo que suele llamarse dirección espiritual. El término dirección puede prestarse a confusiones: no se trata de un manejo del alma que ahoga la iniciativa personal y las inspiraciones del Espíritu, sino una guía experimentada que ayuda a discernir en lo concreto la voluntad de Dios, que desde un conocimiento cercano anima en las dificultades y aconseja siempre con sabiduría. En el caso, prefiero hablar de paternidad espiritual. Comprendo que a veces no resulta fácil encontrar un padre espiritual, pero ciertamente en la arquidiócesis existen sacerdotes dotados de ciencia acerca de las realidades espirituales (buena teología, quiero decir), de prudencia y de propia experiencia de la vida interior que pueden desempeñar esa importante función.
La oración, de la cual hemos ya hablado, la meditación, la adoración, encuentran materia y estímulo en la lectura. Se la llama concretamente lectura espiritual. Pienso en los autores clásicos: los Padres de la Iglesia, los Santos Doctores y Doctoras, y tantos santos y santas que nos han legado en sus escritos una riqueza que no se debe desaprovechar. No es esta la oportunidad de ofrecer una lista, pero también en autores más recientes, como en algunos clásicos del siglo XX, por ejemplo, se halla sustancia legítima, plenamente católica; hay que cuidarse de ciertos librejos que se tornan de moda, sobre todo aquellos que adoptan una visión psicologista de la vida espiritual o que buscan inspiración en las religiones no cristianas de oriente. Desgraciadamente, algunas editoriales «católicas» difunden ese material, sospechoso o dañino; conviene hacerse asesorar al respecto.
Por último, no puedo dejar de mencionar lo que solía denominarse, cuando yo era joven, el apostolado, una participación más estrecha en la misión de la Iglesia, que implica el deseo entusiasta de compartir el conocimiento y el amor de Jesús con aquellos que aún no lo conocen ni aman. Siempre fue una característica de la Acción Católica, en la que se educaba a los niños desde pequeños. Ese empeño sincero, y la preparación necesaria para su ejercicio, constituyen también un medio de santificación. La integración en los grupos misioneros o en movimientos de ayuda solidaria en diversas áreas pastorales ayuda a fortalecerse en la alegría de la fe y a una vivencia efectiva, generosa, de la caridad. El amor de Cristo nos apremia decía el Apóstol a los Corintios en su Segunda Carta (5, 14). También a nosotros deben urgirnos sus palabras: el Señor murió por todos, a fin de que los que viven no vivan más para sí mismos, sino para aquel que murió y resucitó por ellos (ib. 15). El mundo es para Cristo, su Salvador y Rey; algo tenemos que hacer nosotros para preparar su glorioso retorno. Aquel término, apostolado, vincula nuestros pobres empeños con la misión fundante de los Apóstoles; nos otorga la humilde convicción de que nos enfilamos con ellos. ¡Qué honor, qué compromiso!
Vocación al matrimonio y la familia
En la Exhortación Apostólica Postsinodal Amoris laetitia el Papa Francisco resume la doctrina católica sobre el matrimonio en estos términos: El sacramento del matrimonio no es una convención social, un rito vacío o el mero signo externo de un compromiso. El sacramento es un don para la santificación y la salvación de los esposos, porque su recíproca pertenencia es representación real, mediante el signo sacramental, de la misma relación de Cristo con la Iglesia (72). En otro tiempo, hasta unos cuarenta o cincuenta años atrás, tal vez corríamos el riesgo, al menos en nuestro país, de que muchas parejas se casaran por la Iglesia cumpliendo una convención social. En mi opinión, deberíamos ser cautos en formular un juicio definitivo. Muchos de aquellos novios, la mayoría, no eran católicos practicantes, y por otra parte era ínfima la preparación que les ofrecía la Iglesia. Después del Concilio: se generalizó el “método” de brindarles tres charlas; con un médico (la cuestión candente era cómo evitar hijos sin pecar); con un matrimonio (que reflejaba su experiencia y les hablaba de la importancia del diálogo), y finalmente con un sacerdote, a quien correspondía explicarles el sentido del sacramento y ayudarlos a una celebración espiritualmente fructuosa. No quisiera que esta descripción, en la que proyecto los recuerdos de mis primeros años de presbiterado, sea entendida como una caricatura, en desmedro del empeño pastoral de los sacerdotes. Pero es verdad que quizá cobraba un relieve excesivo la realización del expediente y en no pocos lugares una intervención excesiva de la secretaria; se daba por supuesto que los novios sabían de qué se trataba. En aquellas épocas la pastoral matrimonial de la Iglesia contaba con un apoyo exterior, el propio del ordenamiento legal de la Argentina: el matrimonio civil era indisoluble. Esta realidad, al infundir normalidad, confianza, podía tal vez permitir un cierto descuido pastoral.
Ese edificio basado en el orden natural se derrumbó estrepitosamente en pocos años: la aprobación del divorcio durante el gobierno del presidente Alfonsín, y la más reciente sanción de la ley de “matrimonio igualitario”, que debemos a la gestiòn Kirchner. Súmense a ello diversas disposiciones sobre educación sexual y la reforma del Código Civil que ha hecho del matrimonio un “rejunte provisorio”. La concepción cristiana del matrimonio y la familia, en su dimensión natural y sobrenatural, ya no brilla en la sociedad argentina no sólo como norma de vida sino tampoco, y mucho menos como principio fundante del orden social. Se puede aventurar una correspondencia entre las leyes inicuas que han sido impuestas y la evolución degradante de las costumbres sociales. Quizá valga para el caso el principio ad invicem sunt causae; existe, quiero decir, una causalidad recíproca, sobre todo en la medida en que el político ignora o defrauda la finalidad de su función y los partidos y los órganos estatales son infiltrados o aun copados por los lobbies, no sólo los grandes intereses económicos, sino aquellos empeñados por principio en subvertir el orden familiar. Además, se debe tener en cuenta el influjo negativo de los medios de comunicación, que con un alarde nunca visto de frivolidad elogian las alambicadas “nuevas costumbres”, por lo general invento y uso primero y principal de la burguesía. Los pobres han sido siempre más naturales. Hasta aquellos diarios serios que antes se permitían leer las señoras pacatas y “paquetas” sin temor a verse sobresaltadas, presentan en primera página los códigos actuales de seducción para fornicar ocasionalmente o para buscar otra pareja después de una convivencia concubinaria. La difusión de la pornografía está al alcance de los niños, y con ofertas globales, sin límites. Es imposible que una situación semejante no influya en los jóvenes cristianos, muchachos y chicas que deben sobreponerse heroicamente a esa masa de perversión para descubrir como una verdadera vocación el sacramento del matrimonio y la constitución de la familia.
En su regreso del viaje a Lesbos, el Santo Padre Francisco sostuvo un diálogo con los periodistas en el avión. A una pregunta, muy certera, que apuntaba a la cuestión de la admisión a la comunión eucarística de los divorciados que han pasado a una nueva unión, el Papa respondió que no es ese el problema principal que debe abordar la Iglesia, y sentenció: el problema es que la gente no se casa. En ese contexto corresponde citar otro pasaje de Amoris laetitia. El Pontífice nos dice que hay que ayudar a los jóvenes a descubrir el valor y la riqueza del matrimonio, para que puedan percibir el atractivo de esa unión plena que eleva y perfecciona la dimensión social de la existencia y otorga a la sexualidad su mayor sentido (205). Continúa el texto señalando que la plenitud se encuentra en los hijos, su crianza y educación. Cito otra indicación preciosa del mismo documento, la siguiente: Es preciso recordar la importancia de las virtudes. Entre estas, la castidad resulta condición preciosa para el crecimiento genuino del amor interpersonal (206).
Me dirijo ahora con especial afecto a las chicas y muchachos de la arquidiócesis. La mayoría de ustedes, queridos hijos, está llamada al matrimonio. No lo vean sólo como una inclinación espontánea, natural; lo es, pero en esa realidad tan profundamente humana se inscribe una llamada del Señor, una vocación. Buscar novio, o novia y encontrar con alegría el compañero o compañera de toda la vida, depende, como es fácil comprender, de un cúmulo de circunstancias que deben considerar providenciales. Pero piensen en el sacramento del matrimonio en relación con el bautismo y la eucaristía que han recibido, porque él es un camino de santificación. Con todos los altibajos y dolores que inevitablemente se mezclan en la vida con las alegrías que tanto deseamos y a las cuales nos aferramos con afán. Recurro nuevamente a unas palabras exactas y bellas de Francisco: el matrimonio es una vocación, en cuanto que es una respuesta al llamado específico a vivir el amor conyugal como signo imperfecto del amor entre Cristo y la Iglesia. Por lo tanto, la decisión de casarse y de crear una familia debe ser fruto de un discernimiento vocacional (Amoris laetitia, 72). Se sigue entonces que el enamoramiento y el noviazgo no se deben separar de la vida interior, de la oración, de la relación con Jesucristo. El Papa se ha referido – como he citado antes – a la importancia de la virtud de castidad. Se llama así al hábito, serenamente arraigado, que implanta el orden del espíritu en la sexualidad y la integra armoniosamente en el conjunto de la personalidad. Implica la continencia antes del matrimonio y exige por tanto la colaboración de una voluntad decidida con la gracia de Dios para superar las tentaciones y sobre todo para resistir con humildad y coraje a la moda de la fornicación, favorecida por cierto tipo de diversiones, por el olvido del pudor y por la presión cultural del “todos lo hacen”. Es posible, y más que necesario como contribución a la santidad de la Iglesia y a la preparación al matrimonio cristiano, el desarrollo de un noviazgo casto, que puede tomar como ejemplo y patrocinio el matrimonio virginal de María y José. En el noviazgo casto, que triunfa laboriosamente de la fragilidad humana, se descubre, orienta y ejercita el amor verdadero, más intenso porque más generoso; triunfa especialmente del egoísmo narcisista y compartido. Aquí, en la orientación del noviazgo, en un amor electivo, libre, comprometido para siempre, siempre, siempre, se funda la familia cristiana.
Como lo he sugerido ya en el curso de estas reflexiones pastorales, no hay que tener vergüenza ni miedo de abrazar un modo de vida que nos distingue, que nos hace otros que los demás. Con humildad, sin alardes, como lo hicieron los primeros cristianos, otros muchos en la historia de la Iglesia, y lo intentan y viven tantos hoy en el mundo entero, para gozar de la bienaventuranza prometida a los corazones puros que anticipa la felicidad del Reino: ver a Dios (cf. Mt. 5,8). El corazón puro no se reduce, por cierto, a la castidad; incluye la purificación de las raíces profundas de la personalidad, que sana y humaniza deseos y opciones, y también por consiguiente hace posible el respeto mutuo, la amistad leal y el amor más intenso como agápe que une a las personas porque las abre a Dios. Es ese, queridos jóvenes, el Evangelio del matrimonio y la familia. El magisterio de la Iglesia lo ha ilustrado ampliamente en las últimas décadas; pienso, por ejemplo, en la Exhortación Familiaris consortio de San Juan Pablo II, en su serie bianual de catequesis sobre el amor humano, en los principios morales expuestos con autoridad irrevocable en la Encíclica Veritatis esplendor y en numerosas intervenciones de Benedicto XVI. Por otra parte, el Catecismo de la Iglesia Católica y su Compendio recogen y actualizan la inalterable enseñanza eclesial. Son instrumentos de formación que se encuentran fácilmente a nuestro alcance.
No voy a detenerme ahora en la vivencia vocacional del sacramento por parte de los fieles casados. Existe una pastoral específica dedicada a ellos, que se cumple en grupos parroquiales de matrimonios y en la participación en diversos movimientos eclesiales que les dedican un cuidado especial. Es de todos conocido el doloroso hecho de tantas separaciones matrimoniales, que se multiplican en la sociedad actual; tampoco es este el momento de analizar el complejo de causas de diverso orden que lo determinan. Pareciera que ellas coartan el proceso de evolución y crecimiento que normalmente correspondería, desgasta el amor mutuo y lleva finalmente al rompimiento de las promesas contraídas. Siendo cierto que hoy día son muchas menos las parejas que consagran su unión mediante el vínculo del sacramento, parece más fácil, y resulta apremiante que los pastores de la Iglesia acompañen con su cercanía la vida de esos nuevos esposos. Lo ideal es que semejante itinerario pastoral se trace ya desde el noviazgo, aunque resulta posible también iniciarlo en la preparación para el sacramento de las parejas que ya conviven. Este propósito no puede considerarse una ocurrencia optativa, es simplemente sensatez ante una necesidad urgente. La vocación – y debe recordarse siempre que el matrimonio lo es – implica un constante crecimiento que, en medio de las inevitables dificultades puede ser sostenido por la esperanza. En el noviazgo y en los primeros años del matrimonio la esperanza es la que lleva la fuerza de la levadura, la que hace mirar más allá de las contradicciones, de los conflictos, de las coyunturas, la que siempre hace ver más allá (Amoris laetitia, 219).
Somos cristianos – ya lo hemos dicho – porque hemos recibido la vocación de serlo. Cada uno debe vivirla en el lugar y la situación que ocupa en el mundo haciendo fructificar los dones que el Dios Providente le ha otorgado. Me atrevo a afirmar que hoy más que nunca la Iglesia necesita en la Argentina de la presencia pública de los cristianos en los diversos ámbitos de la vida social. La realización efectiva de un designio semejante requiere indudablemente la preparación personal, pero ésta puede adquirirse, configurarse como vocación específica en algún ramo de la actividad humana, y sobre todo adquiere la posibilidad real de trascender, cuando aquella necesidad es asumida comunitariamente, con el propósito de servir a la Iglesia y a la Patria. Me parece oportuno evocar dos momentos históricos, cuando todavía no se hablaba del papel del “pueblo de Dios” en el mundo –como lo hizo certeramente el Concilio Vaticano II. Pienso en primer lugar en la década del 80 del siglo XIX, cuando el potente influjo de la masonería pugnaba por imponer el laicismo y descristianizar institucionalmente la sociedad argentina. Se manifestó entonces la preparación y el arrojo de laicos católicos que no vacilaron en bajar a la arena política y brindaron un testimonio ejemplar de amor a la Patria, con sus escritos, sus discusiones públicas y una actividad incansable: Estrada, Goyena, Achával Rodríguez, Pizarro y tantos otros. Se empeñaron en cuanto católicos, con inteligencia y sacrificio personal. Lamentablemente, la historia, escrita por sus adversarios, no los toma en cuenta, pero nuestra memoria no puede olvidarlos.
En otro contexto epocal, los “Cursos de Cultura Católica” fueron fundados en 1922 por un grupo de laicos que se propusieron, como se lee en el documento fundacional perseguir la posesión de tres elementos indispensables al progreso intelectual en que vamos a empeñarnos: un criterio, una armoniosa visión total y sentimiento agudo de la responsabilidad que entraña nuestra profesión de fe católica. Se preocuparon por cultivar no sólo la filosofía y la teología, sino que reunieron asimismo a historiadores, literatos y artistas. En ese ámbito nació “Convivio”, que acogió también a algunos intelectuales que se hallaban alejados de la militancia católica. Se destacaron pintores como Figari, Ballester Peña, Spotorno, Basaldúa, Delhez, Fray Butler y poetas entre los cuales podemos nombrar a Francisco Luis Bernárdez, Jigena Sánchez, Marechal, Donda, Etcheverrigaray, Raquel Adler y Jacobo Fijman (un caso singularísimo este último). El mismo Borges participó de ese ámbito, antes de tomar otros caminos. En ese mismo clima se prepararon diplomáticos y políticos. Un capítulo aparte merecerían las revistas Ortodoxia, Criterio (que nació allí aunque no parezca) y la contemporánea Sol y Luna. La experiencia se mantuvo durante unos 25 años; de ella brotó la Universidad Católica Argentina, que es algo muy distinto de aquello, por diversas razones.
Las universidades católicas se han multiplicado, con el propósito de formar profesionales católicos. El resultado me parece dispar; diría más: ambiguo. Es insuficiente el propósito de formar “profesionales católicos”. Y ¡ojalá lo fueran todos los egresados! Lo cierto es que la Iglesia no cuenta con políticos verdaderamente católicos que se atrevan a contradecir lo “políticamente correcto”; tampoco dispone de medios de comunicación importantes, que puedan competir con una especie de oficialismo mediático que en múltiples temas impone el “pensamiento único”. ¿Dónde están los artistas católicos, en el cultivo de todas las artes? La gente de los Cursos y de Convivio tenía una referencia insoslayable: la certeza de la verdad católica, lo cual no les impedía el diálogo con todos. La relación fe-cultura se torna ambigua e infructuosa cuando su fuente es un “ecumenismo” mal entendido en el que todo vale igual.
El aporte que podemos hacer a la solución de los crónicos problemas que arrastra la sociedad argentina podría suscitar diversos y variados enfoques y sobre todo la multiplicación de las iniciativas que se están llevando a cabo, especialmente en favor de los más necesitados. ¡Hechos, más que documentos, declaraciones y reportajes! A todos estos campos se dirige la vocación de los laicos. Con ellos, contando con su ingenio y dedicación a las distintas actividades, sobre todo con la conciencia de que son depositarios de una vocación, puede articularse lo que hoy se conoce como pastoral de la cultura. En este vastísimo campo cobra máxima actualidad el redescubrimiento de la ratio, la razón que da sentido a la creación y a la naturaleza del ser humano, varón y mujer, ante el auge del constructivismo. Podemos hallar enseñanza amplia y segura en el magisterio de Benedicto XVI; es preciso estudiar con ahínco ese arsenal de doctrina; en él ha de plasmarse la argumentación que sirva de “preámbulo para la fe” a emplear en la acción evangelizadora y misionera.
La vocación al sacerdocio ministerial
Por el bautismo entramos a formar parte de la Iglesia, Pueblo de Dios, que se erige sobre el fundamento que es Cristo. El apóstol Pedro lo expresaba con estas palabras dirigiéndose a los fieles: ustedes, a manera de piedras vivas, son edificados como casa espiritual, para ejercer un sacerdocio santo y ofrecer sacrificios espirituales, agradables a Dios por Jesucristo (1Pe. 2,5). Pero más adelante, en el mismo texto distingue el apóstol la situación de los incrédulos de la cualidad de los fieles, que son una raza elegida, un sacerdocio real, una nación santa, un pueblo adquirido para anunciar las maravillas de aquel que los llamó de las tinieblas a su admirable luz. Esta condición es lo que se llama sacerdocio común de los fieles, que con su vida y testimonio glorifican a Dios cualquiera sea la condición social o el lugar que ocupan en el mundo; lo hacen en virtud de la gracia que tiene su fuente originaria en la consagración bautismal.
Jesús es el Sumo y Eterno Sacerdote que con su muerte y resurrección ofreció a Dios el sacrificio de la redención humana; su único sacerdocio se hace presente en la Iglesia, en hombres que él llama para continuar la misión encomendada a los apóstoles. Mediante el Sacramento del Orden Sagrado ellos participan de la consagración de Jesús y dedican su vida a acercar a sus hermanos a Dios y a conducirlos a la salvación. Benedicto XVI sintetizó con palabras bellas el significado de la ordenación sacerdotal: es un cambio de propiedad, un ser sacado del mundo y donado a Dios; es la consigna o entrega de una persona a Dios. El mismo pontífice manifestaba cuál es la ocupación central del sacerdote: llevar Dios a los hombres. Ciertamente puede hacerlo solamente si él mismo viene de Dios, si vive con y de Dios. La doctrina sobre el sacerdocio católico ha sido expuesta ampliamente en numerosos documentos del magisterio. Ahora deseo únicamente referirme al hecho de que se trata de una vocación, de un llamado del Señor, no de una posición social o de un mero oficio o trabajo, aun cuando se ejerza correctamente. Al hablar de vocación nos referimos siempre al misterioso resonar de la voz de Dios, y por tanto también a las condiciones de la escucha y a la necesidad de un discernimiento.
No hace falta destacar la necesidad del sacerdote, que con autoridad expone la Palabra de Dios y así indica el camino de la salvación; de él recibimos el perdón de nuestros pecados en el sacramento de la Reconciliación, es él asimismo quien obrando in persona Christi, como si fuera el mismo Cristo, hace presente el sacrificio pascual en la misa, donde nos alimentamos con el Cuerpo y la Sangre del Señor. La Iglesia no podría vivir, ni cumplir su misión si no hubiera sacerdotes. Aún si reducimos su ministerio a lo más absolutamente esencial: que alguien pueda decir: yo te absuelvo de tus pecados; esto es mi Cuerpo, esto es mi Sangre; en esos gestos y palabras se asegura la constante presencia salvífica de Cristo entre los hombres.
Precisamente por eso, las familias cristianas, las comunidades parroquiales y en especial los presbíteros cumplen un papel fundamental en la promoción de las vocaciones sacerdotales. Es siempre el Señor quien elige y llama, y sin embargo normalmente se vale de la intervención de causas segundas, de personas y circunstancias de la vida eclesial; sobre todo parece aguardar la súplica insistente de los fieles, como él mismo lo determinó: la cosecha es abundante, pero los trabajadores son pocos. Rueguen al dueño de los sembrados que envíe trabajadores para la cosecha (Lc. 10,2). Según el lugar paralelo del Evangelio de Mateo, Jesús pronunció estas palabras movido por la compasión al contemplar a la multitud fatigada y abatida como ovejas que no tienen pastor (Mt. 3,36). ¡Con cuánta razón podemos aplicar esta descripción a nuestro tiempo, incluyendo también a aquellos que no creen necesitar que alguien les indique el camino! La urgencia hodierna de contar con muchos y santos sacerdotes puede ilustrarse con la frecuente referencia a las periferias geográficas y existenciales que hace el Papa Francisco. En ambas la Iglesia debe estar presente. Ese panorama de barrios –generalmente muy pobres– alejados de los centros parroquiales, y el otro, el de los numerosos conflictos personales y familiares, así como el de los ambientes refractarios a la fe, pueden despertar en el corazón de muchachos generosos la inquietud misionera y el propósito de ofrecerse que comienza con la pregunta íntima: ¿por qué no yo?”. La oración de los fieles por las vocaciones sacerdotales, que debe ser asumida comunitariamente, ha de tomar en cuenta las nuevas necesidades, que no dejan de aparecer y de manifestar su gravedad. Es preciso reactivar, con las mismas o con otras características institucionales, la tradicional Obra de las Vocaciones Sacerdotales, no sólo para rezar implorando que se multipliquen, sino también ofreciendo ayuda económica para el sostenimiento del Seminario y para los gastos personales de los seminaristas que no pueden proveer a ellos. Periódicamente un sacerdote de nuestro presbiterio me entrega una buena suma de dinero para la segunda finalidad, ¡ojalá fueran varios! Conozco las necesidades de mis seminaristas y procuro ocuparme de ellas.
Como ya he insinuado, y según corresponde a la naturaleza de toda vocación verdadera, la vocación sacerdotal requiere un discernimiento que asegure acerca de su existencia real y objetiva. A veces la voz de Dios se deja oír, al parecer con insistencia, pero también puede ser confundida con un capricho subjetivo, aunque no hubiere nada que reprochar a la intención. Otras veces esa voz se filtra trabajosamente a través de interminables cavilaciones. Hace falta, por tanto, el aporte de alguien con experiencia que infunda serenidad y ayude a tomar una decisión; siempre es mejor que intervenga una persona, un sacerdote, que conozca bien al posible candidato, su confesor habitual por ejemplo, u otro presbítero que le inspire confianza. No faltan los casos de quienes han recibido de pequeños la gracia de la vocación, y cuando se les formula la consabida pregunta acerca de su futuro, responden sin vacilación: “voy a ser sacerdote”. Dios es siempre capaz de sorprendernos con sus silenciosas maravillas. ¿Cuáles son los elementos a considerar en un proceso de discernimiento? Yo suelo hablar del querer y el poder. La voluntad es la que ha de decidir libremente, asumiendo una inclinación que quizá procede de la infancia, o que ha nacido súbitamente con ocasión de un retiro, de una misión, o en un rato de oración ante el Santísimo. Esta dimensión afectiva supone un conocimiento, un juicio. Podría ocurrir que se trate de la espontánea identificación con un sacerdote cuya personalidad impresiona, o de la lectura de la vida y ejemplo de un santo: ¡quiero ser así! ¡quiero ser como él! Es evidente que este esbozo, que a través del discernimiento se afirma como decisión de entrar al Seminario, en los años de formación se fortalece y se hace voluntad firmísima de seguir al Señor como sacerdote de su Iglesia toda la vida.
El poder, en el atreverse inicial coincide con la inclinación: es gusto por las cosas de Dios, quizá fortalecido por experiencias misioneras, progresiva advertencia de que “me da el cuero”. Considero fundamental que se funde en una vida cristiana seria, en el deseo de perfección, en el amor a la liturgia de la Iglesia, en el ejercicio de la oración. También respecto de esta dimensión se trata de consideraciones iniciales acerca de ciertas disposiciones que incluyen una especie de “chequeo” en actividades apostólicas en las que se insinúa, por ejemplo, alguna habilidad para el liderazgo. La catequesis es un caso típico. No se debe descartar el interés formativo que se concreta muchas veces en estudios de filosofía y teología, incluso cursados formalmente en los centros institucionales disponibles en la arquidiócesis. Corresponde al Seminario otorgar la posibilidad real de un proceso que lleve a adquirir la capacidad exigida por la Iglesia para quienes van a ser ordenados sacerdotes. Finalmente, querer y poder coinciden en la decisión. Durante el tiempo de discernimiento es muy común el miedo, y asimismo el trajín de las vacilaciones. No hay que alarmarse por ello; el conocimiento propio debe ir unido a la oración, a la intimidad con el Señor, a quien se le puede interrogar como lo hizo Pablo en el trance de su conversión: Señor, ¿Qué quieres que haga? (Hech. 9,6 Vulg.). El mismo apóstol lo narra: Yo le pregunté: ¿qué debo hacer, Señor? (Hech. 22,10).
Dedico ahora un momento la atención a una de las condiciones que impone la Iglesia Latina a los candidatos al sacerdocio: el celibato. Se ha discutido mucho sobre este tema, y para una cultura fornicaria como la que nos oprime resulta algo increíble, imposible de cumplir, irrisorio. La Iglesia la mantiene fundada en la palabra de Jesús: hay quienes decidieron no casarse a causa del Reino de los Cielos. ¡El que pueda entender, que entienda! (Mt. 19,12). Lejos de indicar desamor, el celibato sacerdotal requiere un amor más alto; participa del desposorio del Obispo con la Iglesia y preludia el mundo nuevo de la resurrección (cf. Lc. 20,34ss.). Durante los años agitados que siguieron al Concilio Vaticano II, el beato Pablo VI ilustró el sentido y el valor de esta entrega total en su Encíclica Sacerdotalis Caelibatus. Benedicto XVI decía, hace pocos años en uno de sus discursos que el sacerdote debe ponerse verdaderamente a disposición del Señor en la totalidad de su propio ser y hallarse por tanto totalmente a disposición de los hombres. Pienso que el celibato es una expresión fundamental de esa totalidad y ya por esto implica una gran necesidad en este mundo, que solo tiene sentido si creemos verdaderamente en la vida eterna y si creemos que Dios nos empeña y que podemos existir para él. Otra descripción entusiasmante del mismo Papa Ratzinger puede servir a los jóvenes para evaluar la posibilidad de una entrega a este ministerio eclesial: Cristo necesita sacerdotes que sean maduros, viriles, capaces de cultivar una auténtica paternidad espiritual. Continúa recomendando la honestidad para consigo mismo, la confianza en la misericordia divina y la apertura a un sacerdote que les ayude en el discernimiento. ¡Qué oportuna la referencia a la virilidad! En efecto, la elección del celibato (elección del Señor y nuestra) requiere una segura, indudable, condición viril. En el Catecismo de la Iglesia Católica se nos ofrece también una indicación muy bella, en relación a la novedad cristiana: EL celibato es un signo de esta vida nueva al servicio de la cual es consagrado el ministro de la Iglesia; aceptado con un corazón alegre, anuncia de modo radiante el Reino de Dios (1579). Cada tanto nos sobresalta el enterarnos de que tal sacerdote no vive la promesa de entrega que ha hecho libremente, y en este último tiempo ha saltado a la luz el caso criminal de curas abusadores de menores, pero la santidad de la Iglesia continúa realzada por una pléyade de sacerdotes fieles cuya entrega al ministerio se respalda en el amor intenso de una castidad íntegra y gozosamente vivida. Es importante en estas circunstancias conocer bien la enseñanza eclesial sobre el celibato, aprender a contestar respetuosamente a las críticas y como ilustra con propiedad el dicho popular “no dejarse correr con la vaina”.
Con la esperanza de que estas reflexiones mías para el Año Vocacional lleguen a los jóvenes que participan en diversas instancias de la vida de la Iglesia Platense, les dirijo, con un afectuoso saludo, la invitación a que, especialmente si todavía no han puesto decisivamente la mira en la formación de una familia, piensen en la posibilidad de consagrarse al ministerio sacerdotal y desarrollar en su ejercicio una personalidad varonil dispuesta a amar a todos con libertad plena. Me corrijo levemente: no pocos seminaristas han vivido antes una sana experiencia del noviazgo. Pueden consultar sus inquietudes y vacilaciones con los sacerdotes del Seminario, con los Obispos Auxiliares y con el mismo Arzobispo (¿por qué no?). Y algo más importante: ábranle su corazón a la Madre del Sumo y Eterno Sacerdote, que acompañó a su Hijo hasta el momento supremo del sacrificio y estuvo junto a los apóstoles en Pentecostés, cuando el Espíritu Santo dio nacimiento a la Iglesia.
Vocación a la virginidad consagrada
Los profetas del Antiguo Testamento solían representar a Israel, llamándola a veces Hija de Sión, como una virgen que debía conservar la integridad de su fe en el único Dios. Yahweh era el Esposo de Israel, figura del desposorio decisivo de Cristo con la Iglesia (cf. por ejemplo Jer. 11,17; 18,13; Lam. 1,15; 2,13). San Pablo contempla cumplidas aquellas profecías en los fieles de la comunidad cristiana: Los he unido al único Esposo (andrí, varón), Cristo, para presentarlos a él como una virgen pura (parthénon hagn?n) (2 Cor. 11,2).
Si la Iglesia es representada como una joven unida en desposorio virginal con su Señor, no debe extrañar que desde los inicios floreciera la belleza de la consagración virginal, como aparece en el siguiente consejo paulino: la mujer soltera, lo mismo que la virgen, se preocupa de las cosas del Señor tratando de ser santa en el cuerpo y en el espíritu. (1 Cor. 7,34). El apóstol comparaba en ese capítulo el matrimonio con el celibato y la virginidad, afirmando que lo segundo es, de suyo, superior, pero no lo establecía como algo obligatorio; por otra parte -podríamos argüir- ¿de dónde saldrían los cristianos si todos fueran célibes?; la única fuente sería la conversión de gente casada-. Ahora bien, Pablo lo enuncia claramente: acerca de la virginidad no tengo ningún precepto del Señor. Pero hago una advertencia como quien, por la misericordia del Señor, es digno de confianza. (1 Cor. 7,25). Existe, no obstante, una palabra de Jesús, que ya he citado a propósito del celibato sacerdotal; la que se refiere a quienes renuncian a la vida conyugal por amor al Reino de los Cielos (cf. Mt. 19,12).
Desde sus orígenes la Iglesia ha manifestado su aprecio por la virginidad consagrada a Dios, la ha contemplado como una imagen de sí misma en su desposorio virginal con Cristo. La tradición es unánime en este punto, y se ha fortalecido por referencia a la Regina virginum, la Madre del Señor, cuya perpetua virginidad es una verdad de la fe católica. Recientemente, una religiosa ha hecho declaraciones públicas con gran repercusión mediática, negando esta verdad; usando expresiones vulgares dejó en claro que no acepta que el matrimonio de María y José haya sido castísimo, virginal. No juzgo su intención, pero objetivamente cometió el delito de herejía, al negar el dogma de la perpetua virginidad de la Madre de Dios. He oído decir que luego se retractó, pero ¿cómo resarcirá el daño cometido? Además, parece que esta hermana es conocida por sus opiniones aventuradas, llamémoslas benignamente «neocatólicas». He mencionado este hecho porque veo en él la impregnación de algunos ambientes eclesiales por la cultura que, imbuida de un pansexualismo delirante, no puede comprender la existencia de la castidad, de la continencia perfecta, de la virginidad. Tampoco admite esta tendencia la posibilidad de la castidad conyugal, que no es negación de la vida sexual, sino su ajuste al orden natural y cristiano. Los Apóstoles no permitían desviaciones de la regla de la fe; para muchos católicos la tolerancia se confunde con la complicidad.
Cito, a título de ejemplo lo que San Cipriano, obispo y mártir, escribió en su Tratado sobre el comportamiento de las Vírgenes: Ellas son las flores de la Iglesia, honor y obra maestra de la gracia espiritual, esplendor de la naturaleza; obra perfecta e incorrupta de alabanza y gloria, imagen de Dios que responde a la Santidad del Señor, porción la más ilustre del rebaño de Cristo. Después sigue la exhortación a permanecer firmes en su propósito hasta el fin.
En los años cincuenta del siglo pasado se planteó una discusión acerca del respectivo valor y preeminencia del matrimonio y la virginidad. El Papa Pío XII publicó en 1956 la encíclica Sacra Virginitas, en la que enseñaba: No faltan hoy día quienes apartándose en esta materia del recto camino, de tal manera exaltan el matrimonio que llegan a anteponerlo prácticamente a la virginidad, y por consiguiente a menospreciar la castidad consagrada a Dios y el celibato eclesiástico. Es preciso por tanto afirmar -como claramente lo enseña la Iglesia- que la santa virginidad es más excelente que el matrimonio. Siguiendo al Concilio Vaticano II, el Catecismo de la Iglesia Católica expresa: La virginidad por el Reino de los Cielos es un desarrollo de la gracia bautismal, un signo poderoso de la preeminencia del vínculo con Cristo, de la ardiente espera de su retorno, un signo que recuerda también que el matrimonio es una realidad que manifiesta el carácter pasajero de este mundo (1619). La última afirmación se refiere a la discusión de Jesús con los saduceos acerca de la resurrección de los muertos; en su réplica el Señor decía: en la resurrección ni los hombres ni las mujeres se casarán, sino que todos serán como ángeles en el cielo (Mt. 22,30). Además, la alusión del texto del Catecismo a la segunda venida de Cristo nos lleva a evocar la parábola de las diez jóvenes del cortejo (Mt. 25, 1-13); el texto griego del Evangelio habla de vírgenes: parthénois.
El matrimonio y la virginidad son figuras eclesiales diversas, pero complementarias. Cito al respecto otro expresivo pasaje del Catecismo: La estima de la virginidad por el Reino y el sentido cristiano del matrimonio son inseparables y se apoyan mutuamente (1620). En la virginidad consagrada la mujer asume el carácter de signo trascendente del amor de la Iglesia hacia Cristo; representa asimismo a la Esposa celestial y hace pensar por tanto en la vida futura. No debe olvidarse el matiz maternal en la personalidad de la virgen consagrada. Contamos en La Plata con un ejemplo eminente: la beata María Ludovica de Angelis, durante muchos años verdadera madre del Hospital de Niños.
Estimo que es muy posible que el Señor quiera reservarse para sí a algunas de las chicas que con entusiasmo y generosidad participan en nuestros movimientos y proyectos pastorales. Si así fuera, o mejor dicho, con aquellas que así llegue a ocurrir, se pondrá de manifiesto que Él las ha elegido desde toda la eternidad y puede llamarlas concretamente a través de un proceso de discernimiento espiritual. No se trata de despreciar el matrimonio, ¡todo lo contrario!, ni de ser incapaces de enamorarse de un muchacho; la femineidad plena, según la naturaleza hermosamente ordenada por el Creador, quedará realzada en la elección de la virginidad, en la entrega a Cristo como único Esposo. El cultivo temprano de la castidad, como corresponde a toda mujer cristiana, es la base espiritual a partir de la cual se discierne la vocación al matrimonio o a la virginidad. Se comprende la voluntad de Dios entrando en intimidad con él y viviendo una existencia eclesial, sea en diversas actividades pastorales, en las misiones o en el ejercicio de obras de solidaridad. El cuidado prudente para no dejarse arrebatar por el “todas lo hacen”, preserva a las chicas cristianas del impudor de la vestimenta como de las diversiones impropias de la cultura que favorece un ejercicio prematuro y desordenado de la actuación sexual, banalizada por los medios de comunicación.
La vocación virginal puede realizarse en las numerosas congregaciones religiosas existentes, dedicadas a la educación, o a la atención de los pobres y enfermos, o a diversas obras de apostolado según los respectivos carismas fundacionales. Un brevísimo párrafo merece la vida contemplativa, tal como se vive, por ejemplo, en el Carmelo “Regina Martyrum y San José, que desde su específica vocación está plenamente integrado a la vida de la arquidiócesis. Vale al respecto la decisión expresada por San Teresita del Niño Jesús: en el corazón de la Iglesia, mi Madre, yo seré el amor. En efecto, la clausura no es un mero encierro, sino una ubicación espiritual en la cual cobra especial relieve el silencio, la intimidad con Jesús y la Caridad de la vida comunitaria. Son esos elementos los que sostienen y aseguran la fecundidad apostólica de la vida claustral. Pero la Iglesia ofrece ahora también otro camino: ha restaurado el antiquísimo Ordo Virginum, el Orden de las Vírgenes, en el cual el obispo integra a las que consagra, que continúan viviendo su condición laical en el mundo, cumpliendo con las exigencias de su profesión o de su trabajo, enriquecidas e iluminadas por el místico desposorio con Cristo. Corresponde al obispo, o a quien él delegue, corroborar su vocación y acompañarlas en su formación y en el desarrollo de su vida espiritual.
La Iglesia necesita de las vírgenes; ellas constituyen una especie de retaguardia espiritual en la cual es indudable la prioridad del amor a Cristo. Desde ese baluarte ellas sostienen con su oración y con su generosa entrega la misión eclesial. Considero, por otra parte, que ellas exaltan la condición femenina en sus rasgos mejores, singularísimos, complementarios de los que son propios del varón. Diré más: en esta coyuntura cultural que estamos presenciando, la vivencia de la consagración virginal es un sacrificio de propiciación que se eleva a Dios en favor de tantas adolescentes y jóvenes sometidas por los mercaderes de la droga y del sexo, de las confundidas y devoradas por un narcisismo que las lleva a exhibirse como objetos, de las víctimas de un crimen que no figuraba en nuestros anales jurídicos: el femicidio del que son autores novios o exnovios, parejas o exparejas (raramente maridos, esposos). Es en la ofrenda virginal donde brilla lo mejor de la mujer según la quiso Dios en la belleza de su creación primera y de la recreación obrada por el Resucitado. Es la gloriosa contrafaz de los desvergonzados “pechazos” y su lista de reclamos, del feminismo descarriado en la ideología de género y en la reivindicación del aborto. Es un servicio a la Vida.
Queridas chicas de la Iglesia Platense: consideren qué llamada, qué vocación han recibido (cf. 1 Cor. 1,26), porque para los cristianos la vida no se vive “a la bartola”, como salga, sino que está incluida en el misterioso plan de la Providencia, que es sabiduría y amor. Necesitamos esposas y madres verdaderamente cristianas, pero también necesitamos vírgenes: no última solución de una irremediable soltería, sino decisión temprana, libre y generosa de un amor más grande y osado.
Conclusión
Al concluir esta comunicación con ustedes, fieles todos de la arquidiócesis, les encomiendo que tanto en el trabajo pastoral ordinario cuanto en los movimientos principales de la vida de nuestra Iglesia local aparezca la intención específica del Año Vocacional, que he tratado de exponer en este escrito y les pido que la hagan objeto de su oración. Lo mismo deseo solicitar a quienes no están comprometidos en ningún movimiento o institución sino que llevan adelante regu8larmente y con fervor su vida cristiana. Necesitamos de la oración de todos.
Dirijamos nuestra mirada a Nuestro Señor Jesucristo, en quien reposa nuestra fe: Él es la Imagen del Dios invisible, el Primogénito de toda la creación, porque en él fueron creadas todas las cosas, tanto en el cielo como en la tierra, los seres visibles y los invisibles, Tronos, Dominaciones, Principados y Potestades: todo fue creado por medio de él y para él. Él existe antes que todas las cosas y todo subsiste en él. Él es también la Cabeza del Cuerpo, es decir, de la Iglesia. Él es el Principio, el Primero que resucitó de entre los muertos, a fin de que él tuviera la primacía en todo, porque Dios quiso que en él residiera toda la Plenitud. Por él quiso reconciliar consigo todo lo que existe en la tierra y en el cielo, restableciendo la paz por la sangre de su Cruz (Col. 1, 15-20).
En este himno, en el que se aúnan la profundidad teológica y la belleza literaria, el apóstol Pablo subraya la primacía absoluta de Cristo (pr?téu?n); de allí los nombres que le otorga: Primogénito (pr?tótokos, 2 veces: Primogénito de la creación y de la resurrección); Principio (arj?), Cabeza de la Iglesia (kephal?). En él habita la Plenitud (pl?r?ma), la Totalidad del ser y de la gracia. Él lo es todo, para nosotros y para el mundo, siempre; ahora y en el futuro. Sólo Él. La elección de cada uno de los cristianos y las diversas vocaciones en la Iglesia tienen en Cristo su prototipo y su razón de ser. Nuestra máxima alegría, nuestra respuesta de gratitud, consisten en hacer algo para que sea reconocido y amado, como nosotros, por gracia de Dios, lo reconocemos y amamos.
Encomendemos nuestros propósitos y tareas de este Año Vocacional a la intercesión de la Santísima Virgen María, vida, dulzura y esperanza nuestra, y a San José, Patrono de nuestro Seminario.
Reciban todos mi afectuoso saludo y mi bendición.
En la Sede Arzobispal de La Plata, 1º de Marzo de 2017, Miércoles de Ceniza.
+ Héctor Aguer
Arzobispo de La Plata
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