Mons. Aguer: «Un mundo más humano solo será posible si se hace más cristiano».
El Arzobispo de La Plata, Mons. Héctor Aguer, sostuvo que «un mundo más humano lo será en la medida de su divinización, si se hace más cristiano». Y llamó a recobrar, con vigor, el espíritu contemplativo, frente a espiritualidades no cristianas. «El hombre actual -enfatizó-, el bautizado incluso, recurre a la armonización espiritual budista, como se la llama, porque desconoce la dinámica contemplativa de la fe, y porque pretende obtener una tranquilidad que no puede obtenerse si perdura el pecado».
Al celebrar la llamada Misa de la aurora de Navidad, en el monasterio Regina Martyrum y San José, que las carmelitas descalzas tienen en 7 y 35, el prelado se refirió a Los pastores y María en la aurora de la redención, y puso de relieve que «en su primera encíclica el Papa Francisco nos decía: Llegamos a ser plenamente humanos cuando somos más que humanos, cuando le permitimos a Dios que nos lleve más allá de nosotros mismos para alcanzar nuestro ser más verdadero. Allí está el manantial de la acción evangelizadora (Evangelii gaudium, 8). En el mismo documento el Santo Padre habla repetidamente del valor misionero de la oración, de la alabanza y la súplica; y añade que urge recobrar un espíritu contemplativo (Evangelii gaudium, 264).
Este es el texto completo y oficial de su homilía:
Los pastores y María en la aurora de la redención
Homilía en la Misa celebrada en el Carmelo “Regina Martyrum y San José”
25 de diciembre, 8.30 horas
La Iglesia romana, a lo largo de su historia, ha ido disponiendo la celebración litúrgica de la Navidad del Señor en tres misas que señalan la gozosa continuidad de una única jornada: noche, aurora, día. En rigor habría que tener en cuenta una cuarta misa, la de la vigilia, en la tarde del 24, ya que según el cómputo bíblico del tiempo el día comienza la tarde anterior. Las costumbres actuales, nuestro modo de vida, no permiten observar con exactitud, en nuestras celebraciones, los momentos originarios; por ejemplo: las 9 de la noche (en algunos lugares todavía se anticipa) sería temprano para la Misa del Gallo, como se la llamaba, y las 8.30 un poco tarde para la de la Aurora. Pero lo que en realidad importa es que cada uno de esos momentos celebrativos enfoca y actualiza el misterio de la luz que disipa las tinieblas, la visita y presencia del Sol naciente, el Anatolé, el Oriente que orienta nuestra vida y da sentido a la historia de los hombres.
El evangelio de esta mañana (Lc. 2, 15-20) continúa exactamente al de anoche: se retiran los ángeles y quedan los pastores y María como protagonistas. Los pastores decidieron rápidamente y rápidamente –así dice el texto de Lucas– fueron a ver lo que se les había anunciado. Me permito una observación lingüística que es fundamental para la comprensión del pasaje que escuchamos. Me refiero al original griego, que no es fácil de reconocer en la traducción. Cuatro veces en esos pocos versículos se emplea el verbo hablar, tres veces el verbo ver; tres veces también aparece el sustantivo réma, que significa tanto palabra, discurso, mensaje, cuanto hecho, acontecimiento, cosa. Detrás del término griego está el hebreo dabar, que se emplea para designar una palabra que no es puro viento, ni idea, sino una palabra que se cumple; no es relato-macaneo, sino verdad-realidad. Dios habla, pero su palabra acompaña la acción. Es un mensaje, una revelación que comunica conocimiento, pero también es un suceso, algo que se puede ver. Lo que ha sido anunciado se puede contemplar. Por eso los pastores pueden decir: Vayamos a Belén, y veamos lo que ha sucedido y el Señor nos ha anunciado.
Se indica que los pastores fueron rápidamente; habían sido testigos de cómo la gloria celestial se precipitó esplendorosa, inesperada para ellos pero convincente, reconocible, en la noche serena de aquella región apartadísima de los grandes centros del poder terreno. No dudaron de que se trataba de Dios; él conduce la historia, pero nosotros debemos subirnos a ella. Y solemos ser bastante “quedados”. Comentando la marcha acelerada de los pastores, el Papa Ratzinger, en su precioso libro sobre La infancia de Jesús actualiza el caso: ¿Qué cristianos se apresuran hoy cuando se trata de las cosas de Dios? Si algo merece prisa –tal vez esto quiere decirnos también tácitamente el evangelista– son precisamente, las cosas de Dios.
Los pastores vieron lo que oyeron, y reaccionaron como hombres de fe, como verdaderos cristianos, como primeros evangelizadores. Qué se haya hecho históricamente de ellos no lo sabemos, pero en el relato evangélico aparecen empeñados en lo que lógicamente correspondía: alabando y glorificando a Dios (Lc. 2, 20); además contaron lo que habían oído decir sobre este niño (Lc. 2, 17). Hicieron lo que debe hacer todo cristiano, lo que debe hacer la Iglesia: exaltar de admiración y gozo ante el misterio de Cristo que se nos ha comunicado –palabra y gracia– y hablar de él, proclamar su nombre. Actualmente se requiere la intervención de la Iglesia para iluminar numerosos problemas humanos y colaborar en su solución; su enseñanza y su acción en esos ámbitos se incorporan al propósito, a la misión, de una evangelización integral. Pero no es posible postergar el anuncio explícito del nombre de Jesús y soslayar el mandato que recibieron los apóstoles de hacer que todos los pueblos sean discípulos suyos; subrayo: todos los pueblos, tal como se lee en el final del evangelio de Mateo (28, 19). Falta mucho todavía para que esa meta se cumpla, y no hay que marrar la orientación. Queremos un mundo más humano; lo será en la medida de su divinización, si se hace más cristiano. En su primera encíclica el Papa Francisco nos decía: Llegamos a ser plenamente humanos cuando somos más que humanos, cuando le permitimos a Dios que nos lleve más allá de nosotros mismos para alcanzar nuestro ser más verdadero. Allí está el manantial de la acción evangelizadora (Evangelii gaudium, 8). En el mismo documento el Santo Padre habla repetidamente del valor misionero de la oración, de la alabanza y la súplica, y añade que urge recobrar un espíritu contemplativo (ib. 264).
Esta referencia a la contemplación nos sugiere pasar a la otra protagonista del relato lucano que hemos recibido como Buena Nueva: es María, la Madre de Jesús. El texto del Evangelio dice: María conservaba estas cosas y las meditaba en su corazón (Lc. 2, 19). Se devela en estas palabras la personalidad de Nuestra Señora. Yo asociaría esta escena del pesebre con dos que recoge Juan en el cuarto evangelio: el papel de María en las bodas de Caná (Jn. 2, 1-11) y al pie de la cruz (ib. 19, 25-27). Los hechos, el misterio de Cristo, se graban profundamente, indeleblemente en ella; los retiene en su memoria, que es una potencia de intelección y de amor. La traducción meditaba vierte un participio del verbo symbállo, que significa: “poner junto a, reunir, acercar o referir o poner de acuerdo una cosa con otra, comparar, confrontar, intercambiar, interpretar”. Todo eso es la meditación de María, que ocurre en su corazón. El hecho portentoso de la encarnación de Dios supera inmensamente a la Servidora del Señor, preparada desde siempre para ese acontecimiento central de la historia –réma, palabra y hecho, Lc. 1, 88– acontecimiento que ella aceptó con sencillez y humildad. Medita en algo que la supera, pero ese proceso es un ejercicio de amor. Lo haya buscado expresamente o no, San Lucas nos ofrece en María el modelo de la relación con Dios en Cristo. Así también, como la de ella, es la meditación que nosotros ejercitamos sobre los misterios de la fe: no tanto una dialéctica de discernimiento intelectual que procura hacer comprensible lo que no cabe en nuestra razón, sino más bien una contemplación de amor que se va adentrando poco a poco en el misterio, y que suplica humildemente que le sea esclarecida la verdad y que ésta ilumine y dirija su vida. La complejidad de la vida moderna, que impone el predominio de la razón técnica, crea un ambiente desfavorable para la contemplación cristiana, pero cada vez se hará más necesaria la presentación, la oferta del modelo mariano, que da vueltas –symbálousa– sobre el misterio en el corazón. El hombre actual –el bautizado incluso– recurre a la “armonización espiritual budista”, como se la llama, porque desconoce la dinámica contemplativa de la fe, y porque pretende obtener una tranquilidad que no puede obtenerse si perdura el pecado.
Por la fe brilla en nuestro espíritu la nueva luz del Verbo hecho carne; hemos pedido que esa luz resplandezca en nuestras obras. La gran protagonista, la Virgen dulcísima, velará por nosotros, para que ese ideal, que es un mandato y una vocación, se haga realidad. Ella es patrona del auténtico gozo, de la alegría con la que debemos celebrar la Navidad.
+ Héctor Aguer
Arzobispo de La Plata
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