Mons. Aguer: ¿Jesús o Papá Noel?.
El Arzobispo de La Plata, Mons. Héctor Aguer, lamentó que «en muchos ambientes, y en las tarjetas de saludo que se intercambian en estas fechas, la imagen del pesebre con el Niño Jesús ha sido remplazada por la figura obesa de Papá Noel… lo que es un caso patente de descristianización». Y criticó que «en un reciente aviso de Coca -Cola (Papá Noel) aparece solicitando ¡nada menos! que crean en él. Los cristianos -enfatizó- creemos en Cristo, en su realidad divino-humana, y en su actualidad y presencia permanente».
En un artículo publicado en el diario platense «El Día», el prelado sostuvo, igualmente, que «este es un caso especialísimo de sustitución. El personaje se ha permitido reemplazar no sólo a los Reyes Magos -que han quedado bastante oscurecidos- sino también al mismísimo Jesús».
Este es el texto completo del artículo:
¿Jesús o Papá Noel?
La Navidad es uno de los dos polos festivos del año cristiano. El otro es la Pascua. En Navidad se celebra el nacimiento de Jesucristo; es ésta una verdad religiosa, pero también un acontecimiento histórico, un hecho incontrastable, incontrovertible. Pero ¿por qué se lo celebra? ¿Quién es Jesús? La respuesta de la fe cristiana se encuentra expresada en la tradición apostólica, en los textos del Nuevo Testamento, en la predicación común y constante de la Iglesia, en los credos de los grandes concilios ecuménicos, en la belleza –la teología estética– de los íconos de Oriente, en obras de numerosísimos pintores creyentes, muchos de ellos grandes maestros, en la sencillez casera de nuestros pesebres. Una fórmula eximia de la fe cristológica es la del Concilio Primero de Constantinopla (año 381), en la que se afirma la convicción trinitaria de la Iglesia; Dios es uno en tres personas, es Padre, Hijo y Espíritu Santo. Jesucristo es el Hijo único de Dios (en griego: monogenés, unigénito), “nacido del Padre antes de todos los siglos… engendrado, no creado”. Para que no quepan dudas, el credo canta bellamente: “Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero”. Se manifiesta en esos términos lo que podríamos llamar la protohistoria del Niño Jesús.
El mismo símbolo de la fe que estoy citando, prosigue: “por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación bajó del cielo, y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre”. ¡Dios se hizo hombre! Jesucristo es Dios hecho hombre, verdadero Dios y verdadero hombre; éste es el misterio central de la fe cristiana, el meollo de nuestro mensaje. ¿Qué implicancias tiene para el hombre, para el mundo, para la historia, semejante afirmación? Recordemos previamente que en el cuarto Evangelio no leemos “se hizo hombre”, sino “se hizo carne” (Jn. 1, 14). En el lenguaje bíblico, carne designa la condición creatural, terrena, la limitación humana; no se reduce a significar la dimensión material, corpórea, del hombre, aunque la incluye. Sin embargo, en la encarnación del Hijo, Dios interviene de una manera directa y sorprendente en el mundo de la materia, ya que Jesús es concebido virginalmente, sin intervención de varón. En él, Dios se introduce en el cosmos que ha creado para conducirlo desde dentro a una total renovación. La condición humana asumida incluye la muerte, y Cristo la aceptará humildemente, pero no sufrirá la corrupción del sepulcro; en su resurrección gloriosa –el desenlace del acontecimiento pascual– se inaugura el estado definitivo, la nueva creación. El Niño que nació en Belén es el Salvador, el Redentor del hombre y como enseña San Pablo, es el Principio, el Primogénito de toda la creación (Col. 1, 15. 18).
Detengámonos un momento en la perspectiva histórica del nacimiento de Jesús. El Antiguo Testamento documenta un designio divino de salvación que se concreta en la elección del pueblo de Israel y que se abre a la universalidad de los pueblos mediante el mensaje transmitido en los oráculos de los profetas. Toda la antigua alianza prepara la venida de Cristo; intervención decisiva, definitiva, de Dios. Miqueas, alrededor de 740 años antes, señala la cuna del futuro Mesías: “Y tú, Belén Efratá, tan pequeña entre los clanes de Judá, de ti me nacerá el que debe gobernar a Israel: sus orígenes se remontan al pasado, a un tiempo inmemorial” (5, 1). Que el nacimiento ocurriera en Belén es un acontecimiento providencial. Lo refiere Lucas en el segundo capítulo de su Evangelio: el emperador Augusto decretó que se realizara un censo de la ecúmene de los pueblos que Roma había sometido a su poder; por eso José debió trasladarse a la ciudad de sus orígenes para inscribirse con María, su esposa, que estaba embarazada. Belén era la ciudad de David, y Jesús iba a nacer allí como descendiente suyo y plena realización del ideal que en la dinastía davídica nunca se había realizado. La historia de Israel y la historia de Roma se articulan y compenetran en un lugar determinado del espacio y en un punto preciso del tiempo; la historia de la salvación implica a todos los pueblos de la tierra porque Dios es el Dios de todos ellos y Cristo es el Salvador universal.
Parece una perogrullada decir, repetir, que en Navidad se celebra el nacimiento de Jesucristo, e insistir con argumentos en la identidad del que es celebrado. Me ha llamado la atención desde hace varios años cómo en muchos ambientes, y en las tarjetas de saludo que se intercambian en estas fechas, la imagen del pesebre con el Niño Jesús ha sido reemplazada por la figura obesa de Papa Noel. Es un fenómeno cultural que se ha ido extendiendo y en el cual se escamotea la realidad conmemorada en la fiesta; es un caso patente de descristianización. No está de más evocar que detrás de la figura de Papá Noel se encuentra San Nicolás. El proceso de transformación recorre los siglos. El santo Obispo de Myra vivió en el siglo IV; sus reliquias fueron llevadas a Bari en 1087 y su fama de generosidad, con los pobres y especialmente con los niños, dio lugar a innumerables leyendas. A comienzos de la época moderna se le daba culto en Holanda, donde se le llamaba Sinterklaas (una variante local del nombre); cuando los colonos holandeses, en el siglo XVII, se instalaron en la cosa este de los Estados Unidos, llevaron consigo la figura y la leyenda. La imagen cristalizó en el siglo XIX como protagonista del reparto de regalos para Navidad, y se extendió por todas partes; los angloparlantes lo llamaron Santa Claus, y Father Christmas, y de allí Papá Noel. El personaje se ha permitido reemplazar no sólo a los Reyes Magos –que han quedado bastante oscurecidos– sino también al mismísimo Jesús. Por lo menos en muchos reclames de estas fechas. Digamos, de paso, que nadie se acuerda de San Nicolás.
Se pueden registrar otros intentos de evitar a Cristo en los símbolos de Navidad; por ejemplo la rama verde (me parece que es de muérdago) con campanitas y una cinta roja. Pero el de Papá Noel es un caso especialísimo de sustitución. En un reciente aviso de Coca-Cola aparece solicitando ¡nada menos! que crean en él. Los cristianos creemos en Cristo, en su realidad divino-humana, en su actualidad y presencia permanente. En Navidad celebramos su nacimiento manifestándole nuestra gratitud y nuestro amor. Abriéndole nuestro corazón.
+ Héctor Aguer
Arzobispo de La Plata
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