Skip to content

Mons. Aguer calificó a Mons. Schoeffer como “hombre de Dios, y apóstol incansable”.

Mons. Jorge Schoeffer, concelebrando la Santa Misa.

Mons. Jorge Schoeffer.

Mons. Jorge Schoeffer, y su típico gesto de aliento.

Mons. Schoeffer, durante uno de sus encuentros con San Juan Pablo II.

El Arzobispo de La Plata. Mons. Héctor Aguer, calificó a Mons. Jorge Schoeffer como “un hombre de Dios, y apóstol incansable… Pocos como él –que yo recuerde– se han ocupado con tanta dedicación y generosidad de los seminaristas y de los sacerdotes, lo mismo que de sus familias. En realidad, hay que decir, se interesaba por cuantos se le cruzaban en el camino, ¡y en cuántos caminos!”.
Al presidir en la Catedral la Santa Misa, en el primer aniversario de la partida a la Casa del Padre del recordado provicario general de la Arquidiócesis, el prelado evocó que “lo he conocido desde 1964; yo era seminarista en Buenos Aires cuando él, recién ordenado, fue a celebrar una de sus primeras misas, ya que por algunos años había estudiado allí, en Villa Devoto. Pasó años en la diócesis de Goya colaborando con el primer obispo de esa diócesis, que procedía, como Jorge, del clero de San Isidro. Allá aprendió el ‘chamigo’, que usaba frecuentemente. Pude conocer también a su familia, con ocasión de las reuniones que organizaba en su casa para conmemorar la Pascua; allí comencé a tratar a Mons. Galán, de quien al cabo de muchos años sería yo sucesor en este arzobispado platense”.
Agregó que “como bien saben muchos de los presentes, Mons. Schoeffer llegó a La Plata a principios de la década del 90, y ustedes han podido conocerlo muy bien. Sólo diré que fue un hombre de Dios, un apóstol incansable. A su manera, como cada uno de nosotros –especialmente los clérigos– tiene la suya, tenemos la nuestra, nuestro propio estilo. La manera de algunos debemos reconocer que es singularísima, como la de Jorge. Pocos como él –que yo recuerde– se han ocupado con tanta dedicación y generosidad de los seminaristas y de los sacerdotes, lo mismo que de sus familias. En realidad, hay que decir, se interesaba por cuantos se le cruzaban en el camino, ¡y en cuántos caminos!”
Entre esos caminos, remarcó “habría que incluir a los taxistas. Cuando tomaba un taxi, porque su especialidad era el autostop. Esta palabra elegante figura en el diccionario de la Academia, que la define: Manera de viajar por carretera solicitando transporte gratuito a los automóviles que transitan. Nosotros decimos “hacer dedo”, y en su caso no solo en las carreteras, sino en las calles de cualquier ciudad”.
Dijo, asimismo, que “aprovechaba esos encuentros para evangelizar. Iba siempre cargado, incluyendo en una mano una torta; al principio de Steinhauser, y luego podía ser de la pizzería de la esquina. Así me lo imagino camino al cielo. A algunos les fastidiaba su estilo y se burlaban de él; no lo comprendían, no lo querían, y menos aún lo admiraban. Nosotros, en cambio, los aquí presentes, lo comprendíamos, lo queríamos y, en el fondo lo admirábamos. Será muy difícil olvidarnos de él. Más bien, no nos olvidaremos. Me atrevo a pensar que el Señor lo recibió en sus brazos con una sonrisa”.
Este es el texto completo y oficial de la Homilía:

Sigue la Navidad. Hoy recordamos a Mons. Schoeffer.

Homilía del II Domingo de Navidad, 4 de enero de 2015. Iglesia Catedral.

La Iglesia prolonga la celebración de Navidad por algunos días más, hasta la fiesta del Bautismo de Jesús. En medio de ese período queda la Epifanía, el Día de Reyes, como todavía suele decirse. De chicos esperábamos ansiosos descubrir, esa mañana del 6 de enero, los regalos depositados por nuestros padres la noche anterior, junto al pesebre casero. No sé si esa costumbre se conserva todavía en muchas familias. Así lo espero. Aquí en La Plata, en el espacio verde ante el palacio municipal, un diminuto pesebre deslucido, que apenas pueden ver quienes se acercan, recuerda vagamente el nacimiento del Mesías, el Salvador del mundo. Queda agobiado por un gigantesco Papá Noel, conocido reclame de una bebida cola. Algunos días, por esas fechas navideñas, se observaba lejos el candelabro de la Janucá, símbolo de una celebración importante de la comunidad judía. Por supuesto que los judíos platenses tienen derecho a exhibirlo públicamente; ¡líbreme Dios de criticar la iniciativa de estos buenos amigos! Pero ¿qué le costaría al municipio hacer lo que corresponde respecto de la fe cristiana, sin vulnerar su neutralidad religiosa y respondiendo a las convicciones de la mayoría de los habitantes de la ciudad?

Vuelvo a mi infancia, ya que los viejos solemos ponernos nostálgicos. En el pesebre familiar que he evocado, la figura de los magos, de los tres reyes magos, se iban aproximando, movidos por nuestras manos infantiles, hacia el lugar donde yacía el Niño. También dejábamos la noche precedente pastito y agua para los camellos, que traían de lejos a aquellos nigromantes orientales. Nigromantes es una palabra peyorativa y tendría yo que disculparme por usarla. El Evangelio de San Mateo los llama mágoi, un término griego que ha pasado al castellano (Mt. 2, 3). Dice que venían de oriente; eran astrónomos que escrutando el cielo habían descubierto una estrella incomparable a las otras; su estrella – subraya el texto –, la del Rey de los judíos. Atraídos por su brillo venían a adorarlo, porque según lo cree la tradición católica habían recibido la gracia de la vocación. Sigo con la queja por el mínimo pesebre de allá enfrente. ¿Será una ilusión esperar que el año próximo luzcan –insisto: como corresponde– imágenes de María y de José por lo menos de un metro de alto, con la figura del Niño en proporción? Quizá, para no agravar el presupuesto municipal, algunas donaciones, por ejemplo de instituciones o comerciantes de la zona podrían colmar esta esperanza. Y también la respetuosa petición de ustedes y de muchos fieles.

En este segundo domingo después de Navidad la liturgia continúa exhortándonos con expresiones como éstas: A Cristo, que por nosotros ha nacido, venid, adorémosle. Se recuerda que al entrar en el mundo ha inaugurado el tiempo nuevo anunciado por los profetas; que asumió las debilidades de los hombres; que por su nacimiento terreno, pobre y humilde, mira con amor a los pobres y nos ha anunciado a todos la alegría de una vida sin fin más allá de la muerte. Que al compartir nuestra condición humana, a los que recibimos y creemos en él nos ha hecho hijos de Dios. Todo esto no es un mero acontecimiento del pasado. Cito a Máximo el Confesor: se trata de un misterio siempre nuevo, que ninguna comprensión humana puede hacer que envejezca… Cristo continúa naciendo espiritualmente en aquellos que lo desean. También enseña el apóstol San Pablo que Cristo es nuestra paz (Ef. 2, 14); afirma que la aceptación y la vivencia del camino que nos ha señalado puede derribar el muro de enemistad que separa a los pueblos, comenzando por las tristes divisiones entre los mismos miembros de la Iglesia. Además, en este tiempo que prolonga al día de Navidad, se nos señala el papel central de la Virgen María en el misterio de la encarnación. San Atanasio, obispo de Alejandría y campeón de la fe ortodoxa, nos recuerda en una de sus cartas que si María está siempre y verdaderamente presente en este misterio es porque de ella el Verbo asumió como propio aquel cuerpo que ofreció por nosotros. El Verbo se hizo carne de ella. Valgan estos testimonios de la tradición para afirmar que la carne del Señor que comemos en la Eucaristía es carne de Cristo; no solamente Madre de Cristo, sino de Dios, en cuanto la persona del Hijo, uno de la Trinidad divina se hizo verdaderamente hombre sin dejar de ser Dios. Pensemos en lo que decimos al rezar el avemaría: bendito es el fruto de tu vientre… ruega por nosotros Santa Madre de Dios… Lo repetimos 50 o 53 veces cuando recitamos el rosario. Cuando lo hacemos pensemos que la Madre de Dios es nuestra Madre, precisamente porque es la Madre del Dios encarnado, y porque el Padre, mediante el don del Espíritu Santo nos ha hecho sus hijos.

La mayoría de los que nos hemos reunido hoy en esta Catedral lo hemos hecho para recordar el primer aniversario de la muerte de Mons. Jorge Schoeffer. La Iglesia no permite el panegírico de sus difuntos, así sea el Papa o el último de los fieles. No deseo incurrir en ese desliz. Me permito, por lo tanto, solo hilvanar algunos recuerdos personales. Lo he conocido desde 1964; yo era seminarista en Buenos Aires cuando él, recién ordenado, fue a celebrar una de sus primeras misas, ya que por algunos años había estudiado allí, en Villa Devoto. Pasó años en la diócesis de Goya colaborando con el primer obispo de esa diócesis, que procedía, como Jorge, del clero de San Isidro. Allá aprendió el “chamigo” que usaba frecuentemente. Pude conocer también a su familia con ocasión de las reuniones que organizaba en su casa para conmemorar la Pascua; allí comencé a tratar a Mons. Galán, de quien al cabo de muchos años sería yo sucesor en este arzobispado platense. Como bien saben muchos de los presentes, Mons. Schoeffer llegó a La Plata a principios de la década del 90, y ustedes han podido conocerlo muy bien. Sólo diré que fue un hombre de Dios, un apóstol incansable. A su manera, como cada uno de nosotros –especialmente los clérigos– tiene la suya, tenemos la nuestra, nuestro propio estilo. La manera de algunos debemos reconocer que es singularísima, como la de Jorge. Pocos como él –que yo recuerde– se han ocupado con tanta dedicación y generosidad de los seminaristas y de los sacerdotes, lo mismo que de sus familias. En realidad, hay que decir, se interesaba por cuantos se le cruzaban en el camino, ¡y en cuántos caminos! Habría que incluir a los taxistas. Cuando tomaba un taxi, porque su especialidad era el autostop. Esta palabra elegante figura en el diccionario de la Academia, que la define: Manera de viajar por carretera solicitando transporte gratuito a los automóviles que transitan. Nosotros decimos “hacer dedo”, y en su caso no solo en las carreteras, sino en las calles de cualquier ciudad. Aprovechaba esos encuentros para evangelizar. Iba siempre cargado, incluyendo en una mano una torta; al principio de Steinhauser, y luego podía ser de la pizzería de la esquina. Así me lo imagino camino al cielo. A algunos les fastidiaba su estilo y se burlaban de él; no lo comprendían, no lo querían, y menos aún lo admiraban. Nosotros, en cambio, los aquí presentes, lo comprendíamos, lo queríamos y, en el fondo lo admirábamos. Será muy difícil olvidarnos de él. Más bien, no nos olvidaremos. Me atrevo a pensar que el Señor lo recibió en sus brazos con una sonrisa.

+ HÉCTOR AGUER
Arzobispo de La Plata

También te podría gustar...

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *