«Mirar, escuchar, dejar el corazón»: homilía de Mons. Aguer en Luján.
Ampliando nuestra información del sábado 13, publicamos seguidamente la homilía que el Arzobispo de La Plata, Mons. Héctor Aguer, pronunciara en la Misa de la 118º peregrinacióomo arquidiocesana a Luján. Este es el texto completo y oficial de sus palabras:
Mirar, escuchar, dejar el corazón
Homilía de la peregrinación arquidiocesana a la Basílica Nacional de
Nuestra Señora de Luján. 13 de mayo de 2017
Aquí estamos de nuevo, como todos los años, en Luján. El estamos se refiere a quienes hoy representamos a la Iglesia Platense, que cumple su peregrinación a la casa de la Madre del Señor, y nuestra. Es ésta, podríamos decir, una visita oficial, una venida eclesial; con nosotros traemos a los hermanos y hermanas que no han podido llegarse a este lugar consagrado misteriosamente por la voluntad de María de quedarse en él. Conocemos la historia, no hace falta repetirla: el carretón, el destino frustrado a Sumampa de la pequeña imagen, fulano Rosendo, Ana de Matos y el Negro Manuel.
¿Para qué, concretamente venimos a Luján? Para ver a la Virgen, para mirarla, para quedarnos mirándola el mayor tiempo que podamos. Se trata de una imagen, claro está; la honra, los gestos de veneración, el afecto que le brindamos se dirigen a la persona que representa. La criatura humana necesita de alguna manera hacer sensible lo espiritual. En el Antiguo Testamento se prohibió hacer imágenes de Dios para evitar que el pueblo cayera en la idolatría, contaminándose con la que reinaba en las naciones vecinas. Pero la Nueva Alianza comienza con la humanación de Dios, que en la Persona del Hijo asumió nuestra carne, se hizo visible para que pudiéramos escucharlo. Ya en el siglo II, en las catacumbas, se pintaron bellísimas imágenes, y luego en los lugares de culto, en las basílicas, aparecieron decoraciones con escenas bíblicas y alegóricas, como la antiquísima del Buen Pastor, para enseñar a los que no sabían leer. Más tarde surgieron en oriente los íconos, objeto de piadosísima veneración, y en el segundo milenio las imágenes se propagaron en occidente; el arte religioso pasó por estilos y materias muy diversas. No quiero olvidar los espléndidos vitrales de las iglesias góticas y su descendencia que sigue multiplicándose en la actualidad. La Iglesia cuidó siempre, y a veces con rigor, que se evitaran los excesos en el culto a las imágenes, pero condenó la negación y el furor destructivo de los calvinistas. El Concilio Vaticano II resumió muy bien aquel cuidado: Manténgase firmemente la práctica de exponer en las iglesias imágenes sagradas a la veneración de los fieles; hágase, sin embargo, con moderación en el número y guardando entre ellas el debido orden, a fin de que no causen extrañeza al pueblo cristiano ni favorezcan una devoción menos recta (Sacrosanctum Concilium, 125). ¡Y qué calamidad –añado yo- cuando las imágenes son feas!
El tomo XVII de las Obras de Paul Claudel, ese extraordinario escritor católico francés del siglo pasado, lleva por título El ojo escucha. En ese libro ofrece preciosas interpretaciones sobre el arte de diversas épocas, especialmente sobre el arte y su relación con la fe. La mirada puede implicar una audición. Venimos a Luján para ver a María en su pequeña imagen, pero sobre todo para escucharla; no la agobiemos con nuestros parloteos, sino más bien mirémosla en silencio y pongamos oído atento. Hoy la escucha y la meditación de la Palabra de Dios pueden pasar por la mirada dirigida a Ella, la Madre del Verbo, de la Palabra hecha carne.
El Evangelio (Jn 19, 25-27) nos ha recordado la antepenúltima palabra de Jesús en la cruz, una palabra doble, dirigida a la Madre y al discípulo amado. Jesús ha llegado a su Hora, la que anticipó por una discreta intervención de María en las bodas de Caná; sólo le restaba decir tengo sed, para que se cumpliera la Escritura, y enseguida todo se ha cumplido. San Juan expresa ese final de la vida terrena del Señor en griego con una sola palabra: tetélestai, como si dijéramos: ¡ya está! Hemos llegado al télos, el fin, la plena realización de la esperanza. En ese contexto el Redentor, entrega, confía, el discípulo amado a su Madre; el discípulo amado y nosotros en él y con él. Recíprocamente se despoja finalmente de su Madre y se la entrega, confía, al discípulo amado, y a nosotros en él y con él. El discípulo la recibió entre sus cosas, la acogió en el ámbito de su existencia personal, en la casa de su corazón. Esas palabras han de resonar en nuestro espíritu cuando miramos a la pequeña representación de la Purísima; ¡que nuestros ojos escuchen!
Tiene un significado profundísimo el apelativo con que Jesús designa a su Madre: le dice gýnai, Mujer. Hay otro pasaje en el cuarto Evangelio en el que ocurre lo mismo, el relato de las bodas de Caná; los dos episodios están relacionados. La intervención milagrosa del Señor, que transformó el agua en vino en una fiesta de bodas, fue un gesto profético que anunció las bodas definitivas de Dios con su pueblo, realizadas en la cruz, donde manó el vino de la sangre redentora. Recordamos que en aquella circunstancia, al comienzo del ministerio de Jesús, fue María la que advirtió el accidente que podía hacer fracasar la fiesta, que duraba varios días. Nadie le pidió nada; ella recurrió a su Hijo en el claroscuro de su fe y su esperanza, Jesús entendió que no se trataba de un mero comentario, y parece que quiso poner distancia, como si dijera: “nosotros qué tenemos que ver”, o también “dejame tranquilo”. Pero la llamó gýnai, Mujer, y el argumento fue todavía no ha llegado mi hora (Jn. 2, 4). María conocía muy bien a su Hijo y por la fe entraba a participar en el misterio de la redención; probablemente no comprendió en profundidad la respuesta, pero indicó a los sirvientes: hagan lo que él les diga. Ustedes seguramente recuerdan la escena y su dichoso, sorprendente final: tòn kalón oînon, el vino mejor, insuperable, el auténtico. Atendamos al papel jugado por María, que se actualizará siempre, hasta el fin de los tiempos: ella se da cuenta de lo que necesitamos, pero nos dirige a Jesús, nos remite a la obediencia a todo cuanto Él ya nos ha dicho. En Caná y en el Calvario, María es la Mujer, la nueva Eva, la definitiva, inseparable de Cristo, el nuevo Adán, es ella también imagen y condensación de la Iglesia. Ésta… se llamará Mujer exclamó Adán en el Paraíso, embelesado, al recibir de Dios a Eva (cf. Gén. 2, 23) en los comienzos de la historia de la creación y de la salvación.
Hemos insinuado que venimos a Luján para mirar (contemplar, habría que decir), y a escuchar (para obedecer con alegría y amor), que María se nos anticipa y advierte nuestras necesidades; pone también una exigencia: hacer todo lo que nos manda Jesús. Sin embargo, habida cuenta de nuestra fragilidad, de nuestras urgencias tan humanas, es lógico que traigamos aquí la lista de nuestros pedidos, ni escritos ni dichos, pero que llenan nuestro corazón, y es el corazón lo que ponemos a los pies de nuestra Madre. Valga esta indicación para las súplicas personales: basta la mirada dirigida hacia allá arriba, a la pequeña imagen, y el silencio, y la escucha. Así se resuelve todo.
Pero es esta una peregrinación eclesial; es la Iglesia Platense la que en nosotros se ha llegado hasta aquí; hay por tanto intenciones del sujeto común que nosotros conformamos. En este caso, la lista podría ser larguísima; lo que ciertamente debemos hacer es no olvidar que constituimos un Cuerpo, una comunidad de la Iglesia, y que su crecimiento en número y en santidad es lo primero que hemos de encomendar a María, así como nos encomendamos los unos por los otros.
Como viejo Pastor de esta Iglesia me corresponde enunciar algunas intenciones principales referidas a la obra de la evangelización. En este Año Vocacional que hemos proclamado y queremos vivir de veras, recordémosle a María, porque ella ya se dio cuenta desde su perspicacia celestial, que necesitamos que muchos de nuestros jóvenes reciban con decisión y alegría la vocación al sacramento del matrimonio cristiano y a la constitución de familias que duren para siempre y tengan muchos hijos; que puedan, desde un noviazgo casto dirigirse a esa meta exquisita del amor cristiano, carnal y espiritual. Otra gracia a la que aspiramos es la abundancia de vocaciones sacerdotales; no andamos mal, gracias a Dios, pero estoy seguro de que numerosos chicos, bien viriles, que aman a Jesús y a María y ya participan en diversas actividades de la obra apostólica de la Iglesia pueden llenar nuestro seminario, prepararse seriamente mediante el estudio y la oración, abrazar con alegría el celibato por el Reino de los Cielos y el servicio de los hombres, y engrosar luego el presbiterio para extender la acción evangelizadora en el amplio territorio de la arquidiócesis. Asimismo, la Purísima es capaz de interceder para que el Señor llame a muchas chicas a la consagración virginal asumiendo el carisma de una u otra congregación religiosa, o solicitando al obispo ingresar en el Ordo Virginum, el Orden de las Vírgenes, formado por laicas que hacen compatible un trabajo secular con su dedicación a la contemplación, la enseñanza y diversas obras de apostolado.
El Papa Francisco se ha referido reiteradamente a la atención que la Iglesia debe a las periferias, geográficas y existenciales. Tratamos humildemente de hacerlo en la arquidiócesis: ocuparnos en serio de evangelizar a los más pobres, a quienes debemos también la asistencia concreta que puede y debe brindar el amor cristiano, descartando el ideologismo, la propaganda vanidosa, la ficticia intención de “hacer bandera”. Asimismo intentando penetrar con el ofrecimiento del mensaje de salvación, que conlleva la plena realización de la personalidad humana, en aquellos ámbitos ajenos u hostiles a nuestra presencia. Es esta una periferia existencial, a veces institucionalizada, y de no fácil acceso. Pero hacen falta muchos más colaboradores: catequistas y jóvenes universitarios especialmente; así como esos conatos deben ser apoyados por la fervorosa oración de todos, porque es una obra de la Iglesia, de la que todos somos miembros. No hay nadie insignificante. Desde el comienzo ese ha sido el método para que avance el Evangelio. Me detengo aquí, consciente de que la Inmaculada conoce todo lo demás. Incluso aquello que nosotros, todavía, no alcanzamos a percibir.
Hemos venido a Luján como Iglesia Platense, pero también como argentinos para visitar a la Patrona de esta deshilachada Patria nuestra, y para poner a sus pies, silenciosamente, dolorosamente, nuestro lamento, nuestras quejas, y aún nuestra justa indignación. Después de tres décadas de democracia, un tercio de la población del país –de un país que siempre fue y sigue siendo potencialmente rico- sobrevive sumergido en la pobreza. ¿Y los otros dos tercios? ¡Muy bien, gracias! En la Sagrada Escritura –Antiguo y Nuevo Testamento- abundan las imprecaciones contra la indiferencia de los ricos, de los poderosos; se dice que les aguarda una suerte temible. Asistimos al derrumbe de la República: la violación descarada de la división de poderes, la confusión de la justicia con la venganza, la primacía egoísta de los bienes particulares sobre el bien común, la persistencia de grupos que promueven el resentimiento, el rencor, el odio. La sanción de leyes inicuas, ilegítimas, que han destruido el orden familiar. Ni que hablar de la corrupción, que se extiende transversal y verticalmente, hasta las cúpulas. Corrupción es un nombre elegante; el diccionario dice que en sentido figurado puede llamarse así a un vicio. Digámoslo más claramente: robo, “afano”. ¿Cuánta gente, y desde hace cuánto tiempo viene metiéndole la mano en el bolsillo a la mayoría honrada de los argentinos? Últimamente el latiguillo es “la droga”. Han pescado a un intendente; ¿hasta dónde se podría llegar? Se nos ofrece además, un espectáculo atrayente: la fornicación, o concubinato, o adulterio de políticos y famosos deportistas con chicas despampanantes y experimentadas de la farándula, para fruición de la banalidad televisiva y de tantos curiosos más. No hay más pudor, ni vergüenza, ni dignidad. ¡Como si pudiéramos reírnos y plegarnos a los agudos comentarios de “las redes”! Cada tanto, en medio de la comedia, cumplimos con el derecho y deber constitucional del voto; lo hacemos con esperanza, o con bronca, con ganas o desganadamente. Pero no basta cumplir con ese deber, ejercer ese derecho. La resurrección de la Argentina sería posible si surgiera un grandioso y decidido movimiento nacional; no pienso en términos políticos, sino en un movimiento social y cultural, de opinión; en una toma de conciencia de la sociedad toda de la que surja una reacción vital, un regreso a la verdad, a la justicia, a la piedad. María, como en Caná, ya se ha dado cuenta de todo, pero se lo podemos recordar.
Para concluir, quiero hacerles una confidencia; debería pronunciarla en voz baja; aquí no se puede, pero no importa: estoy seguro de que ustedes no se lo contarán a nadie. En la casa arzobispal hay un pequeño oratorio, y allí tengo una réplica exacta de esta verdadera imagen de Nuestra Señora de Luján, con vestidito y todo. Cuando entro al lugar, después de saludar al Santísimo me dirijo a ella y la abrazo, me quedo así abrazándola: a veces la escucho en silencio, otras veces le hablo, otras lloro, y por fin le beso las manitos. Soy como uno de aquellos analfabetos para los cuales en la antigüedad se pintaban imágenes en las iglesias. ¡Qué sería de mí, de nosotros, sin ella! Nos ha sido dada por Jesús, es nuestra.
Por último, este viejo arzobispo, que está a punto de irse, quiere pedirles que recen por una intención. Por una intención mía que es importantísima, vital. Sé que lo harán, y desde ya se lo agradezco. Ahora, miren y escuchen, pero dejen acá su corazón.
+ Héctor Aguer
Arzobispo de La Plata
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