Homilía de Mons. Aguer en la Ordenación de los padres Bonifacio Rossi, Huarte, y Reyes Toso.
Cómo se hace, qué es,
cómo vive un sacerdote
Homilía en la misa de Ordenación de
Daniel Bonifacio Rossi, Gonzalo Huarte y Carlos Reyes Toso.
Iglesia Catedral, 9 de diciembre de 2017.
¿Cómo se hace un sacerdote? Lo veremos dentro de unos minutos en el curso de esta celebración del sacramento del Orden Sagrado. En la liturgia eclesial se cumplen incesantemente los misterios de la salvación de los hombres, que tienen su fuente en la Pascua del Señor, en su muerte y resurrección. Se realizan actualizadamente en la Iglesia; en ella tienen lugar por obra del Espíritu Santo, y la Iglesia vive de ellos. Es la transmisión del Espíritu Santo la que otorga a los candidatos el don del ser y del ministerio sacerdotal. Estén, pues atentos, queridos hermanos.
El signo sacramental de la ordenación, la materia, como se dice en teología con una forma aristotélica, es la imposición de las manos, gesto que viene repitiéndose desde el tiempo de los apóstoles como bendición, como consagración, y para comunicar una potestad sagrada. La forma del sacramento es el prefacio, una plegaria en la que se ruega a Dios Padre, por medio de Jesucristo, que confiera a los ordenandos el Espíritu de santidad y con él la dignidad del presbiterado. No es el consagrante humano el que obra esa misteriosa configuración con Cristo Sacerdote, sino el Espíritu del Señor, que se vale como instrumento de la mediación de un obispo, sucesor de los apóstoles. Éste integra a los candidatos en una participación de segundo grado en la cadena de sucesión apostólica. Es esto lo que va a ocurrir enseguida a Daniel, Gonzalo y Carlos, que se han venido preparando durante años para este momento y para el singular género de vida que en este momento ha de comenzar; para siempre, para siempre.
Me detengo en un breve comentario a las lecturas bíblicas escuchadas, que en la secuencia de Antiguo y Nuevo Testamento nos ilustran acerca de estas realidades en las que se manifiesta el desposorio de lo divino y lo humano según el modelo de la Encarnación del Verbo y la Redención obrada por él. A semejanza de lo que aconteció al profeta Jeremías, también estos jóvenes han sido conocidos y llamados desde el seno de sus madres, fueron elegidos, han recibido la gracia de una vocación que ellos han sabido libremente discernir. No son demasiado jóvenes como se disculpaba el profeta; el Señor extenderá su mano, tocará sus bocas y pondrá en ellas sus palabras, las palabras del mismo Dios, dotados misteriosamente de sabiduría y poder (cf. Jer. 1,4-9).
El salmo responsorial fue un cántico de confianza. Tú eres, Señor, mi herencia, tu eres mi único bien, hemos cantado. El poeta emplea dos metáforas muy bellas, propias de la cultura semítica, para expresar su pertenencia a Dios, o lo que es lo mismo, la pertenencia de Dios a él. Una es la del cáliz, o la copa, en la que se ponían los dados para tirar la suerte; la otra, los cordeles con los cuales se delimitaba un terreno. Daniel, Gonzalo y Carlos pueden recitar ese salmo en primera persona –desde hoy más que antes- “Tú decides mi suerte, Tú eres mi fortuna”; “las cuerdas cayeron para mí en un sitio delicioso”. Podríamos decir que “se sacaron la grande”. Si tienen siempre presente al Señor, nunca vacilarán; Él será su refugio, su protección (cf. Salmo 15).
El pasaje que hemos leído de la Carta a los Hebreos contempla a Cristo como sumo sacerdote, arquetipo de cuantos participan de su sacerdocio. Por el sacramento del Orden Sagrado se otorga esa gracia de participación para intervenir en favor de los hombres en todo aquello que se refiere al servicio de Dios. La mediación descuella en el poder de ofrecer dones y sacrificios por los pecados, con indulgencia, humildad, aceptación orante del sufrimiento, obediencia. Estos rasgos definen una personalidad sacerdotal auténtica, la de un varón elegido y consagrado no para prepotear como un amo y llevarse un mundo por delante, sino para servir, cargando con los hermanos la cruz (cf. Hebr. 5, 1-10).
El versículo que acompañando el aleluya precedió al evangelio reproducía el final del texto de San Mateo; contiene el mandato de Jesús a los apóstoles: vayan y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos (Mt. 28, 19). En estas palabras se sintetiza la misión de la Iglesia, el necesario empeño de los sucesores de los apóstoles y de cuantos ellos asocian al sacerdocio apostólico; se añade al encargarlo, para explicitarlo, la orden de instruir en la palabra de Jesús, bautizar y orientar la vida de los creyentes. Tenemos allí identificada la triple dimensión del oficio sacerdotal: enseñar, santificar, pastorear; ese es el ministerio, el servicio del pueblo de Dios, a cuyo seno es preciso conducir a todas las naciones –pánta ta éthn?, loc. cit.– mientras dure la historia. La vida de cada sacerdote cubre una ínfima porción de espacio y de tiempo, pero los trasciende, y cobra pleno valor al integrarse en la totalidad de la misión eclesial. No es mi trabajo, el que hago yo, el que ejecuta el egoísmo de mi yo, sino la obra de Dios a la cual yo me pliego humildemente -consciente de que, en realidad, no sirvo para nada- en la Iglesia, con ella, por ella, en su nombre. Postrados, estos que son hasta ahora diáconos han de implorar la misericordia divina; tendrían que continuar siempre espiritualmente postrados.
En el relato lucano de la Última Cena que hemos escuchado subrayo las palabras tan conocidas que integran la fórmula de la consagración eucarística: hagan esto en conmemoración mía, eis t?n em?n anámnesin se lee en el original griego (Lc. 22, 19), es decir trayendo a la memoria, actualizando lo que hizo Jesús. Anámnesis, precisamente -memorial- se llama el corazón del rito de la misa; para que puedan realizarlo ungiré las manos de los nuevos presbíteros con el aceite perfumado que ya los ha marcado, en la frente, en el bautismo y en la confirmación. Ahora serán las manos, en las que también depositaré el pan y el vino, así como al diácono se le entrega el Evangelio. Estos signos ilustran la realidad esencial de lo que ha ocurrido en la ordenación: toda la vida del sacerdote -y del cristiano asimismo, por supuesto- encuentra su pleno sentido en la eucaristía.
Dos brevísimas observaciones más. Dijo Jesús a los apóstoles: he deseado ardientemente comer esta Pascua (Lc. 22, 15) epithymía epethýmesa, desear con deseo, con un fuerte deseo, así reza la expresión original. ¡Que de ese modo ocurra en cada una de sus misas, queridos hijos! Y la segunda observación: yo les confiero la realeza, la basiléia, el reino, el gobierno (Lc. 22, 29); lo recibieron los apóstoles y lo recibe cada sacerdote para comportarse como el menor, como un servidor, porque el Señor, el Rey, está entre nosotros como el que sirve (ib. 27).
Daniel, Gonzalo y Carlos: según indica el ritual debo dirigirles ahora una exhortación. ¿Qué puedo decirles que no me hayan oído ya decir, que no hayamos conversado personalmente más de una vez? Recuerdo un pasaje de la Regla de San Benito, donde se enumeran los “instrumentos de las buenas obras”; entre ellos se destaca: Nihil amori Christi praeponere, no anteponer nada al amor de Cristo. No cometo, al citar este texto venerable, un deslizamiento indebido de la espiritualidad que corresponde al clero diocesano hacia la que es propia de los monjes. Apunto un rápido argumento de disculpa: fue esta espiritualidad la que inspiró la construcción de Europa, una civilización ciertamente secular y a la vez cristiana, sacral. No anteponer nada al amor de Cristo, y para que este propósito se sostenga en el tiempo, más allá de los entusiasmos primerizos, ora et labora et lege: oración, trabajo, cultura.
Decía Benedicto XVI que la oración es un sendero silencioso que nos conduce directamente al corazón de Dios; el soplo del alma que nos devuelve la paz en medio de las tempestades de la vida. No se trata solamente de rezar, ni siquiera de recitar puntualmente la Liturgia de las Horas, sino de hacerlo contemplando, adorando, con un corazón abierto al Corazón de Cristo, que está siempre abierto a nosotros. Si están llenos de Dios, queridos hijos, podrán llenar el vacío de las almas en las que Dios está ausente, mal básico de la cultura actual.
Por trabajo entendamos el trabajo pastoral del ministerio, obra de inteligencia y de amor, servicio iluminado y regido por la prudencia sobrenatural (no la de la carne), en armonía fraternal con los otros trabajadores, con serenidad, buen trato, paciencia. A propósito, me viene a la memoria un quejoso comentario de San Gregorio Magno, dicho y escrito a fines del siglo VI: el mundo está lleno de sacerdotes, y sin embargo es muy difícil encontrar un trabajador para la mies del Señor; porque hemos recibido el ministerio sacerdotal, pero no cumplimos con los deberes de este ministerio. Notemos, de paso, que aquel pastor y doctor extraordinario al hablar en plural se incluía entre los culpables.
Lege: lectura, estudio, cultura, en relación estrecha con la oración contemplativa y con el trabajo en el cual ese estudio se vuelca según las diversas oportunidades pastorales. Hay que prepararse para hacer frente a la cultura antihumana que se nos impone: fealdad, impudicia, mentira. También para ejercitar el diálogo fe-razón en las periferias existenciales de las que habla el Papa Francisco y en los ámbitos modelados por las ideologías. Para hacerlo necesitamos informarnos, juzgar con perspicacia, saber argumentar.
Al ser ordenados diáconos, los que desde hoy serán presbíteros se han comprometido a observar durante toda su vida el celibato por el Reino de los cielos como signo de su consagración a Cristo, y para servicio de Dios y de los hombres. La Iglesia lo considera símbolo y, al mismo tiempo, estímulo del amor pastoral y fuente peculiar de fecundidad apostólica en el mundo. En general, y espero no exagerar, la gente no cree en nuestro celibato; piensa que somos impotentes u homosexuales, o que tenemos comercio subrepticio con mujeres. Cada tanto salta un caso de incumplimiento o de sospecha, y como si eso fuera poco se ventila ahora el crimen abominable cometido por algunos, del abuso de menores, que da lugar a la calumniosa atribución a todo el clero, como un célebre periodista se ha atrevido a difundir. Esta situación, lejos de amilanarnos, nos incita a vivir místicamente nuestro celibato, a perseverar con el corazón indiviso, encendidos en un arrebato de amor a Cristo y a la Iglesia. No somos solterones amargados, ni buscamos compensaciones a nuestro despojo y a nuestra entrega; al contrario, en la consagración humilde, virginal, rebosante de amor para con todos, está la fuente de nuestra alegría.
Ayer celebramos la solemnidad de la Purísima, la que venció al demonio y lo sigue venciendo en nosotros si nos aferramos a ella, si a ella nos confiamos. El himno latino del Oficio de Laudes enunciaba esa victoria: Tu pie aplasta la cabeza de la astuta serpiente; por la cuerda de David es atada la soberbia del pérfido gigante. Queridos hijos: conságrense a la Virgen Santísima para que ella los cuide, sobre todo en los momentos de tribulación, de sufrimiento, que no faltarán, pero que no podrán empañar el gozo de la esperanza: spe gaudentes (cf. Rom. 12, 12). Y no se olviden de San José.
+ Héctor Aguer
Arzobispo de La Plata
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