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Homilía de Mons. Aguer en la Misa del Jueves Santo.

Mons. Héctor Aguer, Arzobispo de La Plata.

 

Ampliando lo que publicáramos oportunamente, trascribimos aquí la homilía del Arzobispo de La Plata, Mons. Héctor Aguer, en la Misa de la Cena del Señor, el Jueves Santo. Este es el texto completo y oficial de sus palabras:

A los pies de nuestros hermanos

Homilía de la Misa de la Cena del Señor

 Iglesia Catedral, 29 de marzo de 2018

         El testimonio más antiguo  que poseemos, cronológicamente hablando, de la Cena del Señor, de la Última Cena, es el escrito de San Pablo a los Corintios, que escuchamos como primera lectura (1 Cor. 11, 23-25). El Apóstol transmitió lo que había recibido en las primeras comunidades cristianas. También nosotros, en la Iglesia, hemos recibido esa realidad sagrada, que celebramos en esta Misa del Jueves de la Cena del Señor, y en cada Eucaristía. La de hoy, es verdad, está cargada de un contenido particular por el signo del aniversario, de la coincidencia histórica. Desde el inicio, desde las primeras reuniones de los fieles, al comer ese pan y beber esa copa, consagrados por el Espíritu Santo mediante el poder sacerdotal, se proclama la muerte del Señor, hasta que él vuelva. En los Hechos de los Apóstoles se registra que todos se reunían asiduamente para escuchar la enseñanza de los Apóstoles y participar en la vida común, en la fracción del pan y en las oraciones (Hech. 2, 42). Asiduamente, es decir, cada domingo, día en que Cristo ha vencido a la muerte y nos ha hecho partícipes de su Vida inmortal, según se recuerda en el Canon de la Misa dominical. En la Eucaristía del Jueves Santo se anticipan la Pasión y la Gloria, la Pascua toda se cumple en ella; es esta la fuente de todos los domingos.

La prehistoria de la Pascua cristiana nos ha sido presentada en la primera lectura tomada del Libro del Éxodo, donde se narra la portentosa liberación de Israel de su esclavitud en Egipto. Fue esa la pascua del Señor, pésaj se dice en hebreo. En estos días, el judaísmo celebra todavía su Pésaj. La sangre del cordero sacrificado debía  teñir las puertas de las casas de los israelitas; entonces, pasaré de largo, dijo el Señor, que castigó a Egipto con la plaga de los primogénitos. Pasaré de largo, pasájti. Noten ustedes la homofonía entre pésaj y pásaj, paso y pasar, pasar por encima, saltear, y de allí librar, proteger, salvar. Aquella prehistoria tiene también la suya. Al parecer de los investigadores, la fiesta de estos días era una vieja costumbre de los pastores nómades, que al comenzar la primavera ofrecían a la divinidad un sacrificio, las primicias del rebaño, para impetrar la protección sobre el mismo y su fecundidad. Otros piensan que esa celebración del equinoccio se refiere al paso de la luna por su punto culminante, o del sol por la constelación de Aries. Este nombre latino designa al cordero, o más bien al carnero, el macho de la oveja. En el pueblo de Israel, aquella antiquísima observancia se convirtió en memorial del éxodo. Cristo asumió y cumplió sobradamente la aspiración manifestada en aquellas pascuas paganas y en la pascua de la Revelación primera, con la cual quedamos en continuidad y de modo más estrecho vinculados. Por eso celebramos, porque Cristo, nuestra Pascua, ha sido inmolado (1Cor. 5,7).

San Juan, en su relato de la Última Cena no incluye, como los otros tres evangelistas, la institución de la Eucaristía; en su lugar, como hemos escuchado, figura el gesto de Jesús, que lavó los pies a los discípulos. Era este un signo de hospitalidad, comprensible en una región de caminos polvorientos y donde se iba descalzo o con sandalias; resultaba común en el antiguo Oriente. Se realizaba normalmente antes de la comida, y lo cumplía un criado. En el Antiguo Testamento encontramos un caso interesante Abigail, la viuda de Nabal del Carmelo, expresa de este modo su disponibilidad a David, que deseaba tomarla por esposa: Aquí está tu esclava, dispuesta a lavar los pies de los servidores de mi Señor (1 Sam. 25, 41). En el judaísmo se difundió esta práctica de reverencia: el discípulo con el maestro, una madre con su hijo rabino, la esposa con su marido, los hijos con su padre. La actitud sorprendente de Jesús planteó siempre muchas cuestiones a los comentaristas, por ejemplo: cuál fue el orden o turno entre los Apóstoles; San Agustín dice que fue Pedro el primero, Orígenes, en cambio, que fue el último. Otra pregunta: ¿lavó también Jesús los pies a Judas o éste ya había salido? Además, ¿Quiso el Señor humillarse ante sus discípulos? A favor de esta hipótesis podemos citar unas palabras suyas: yo estoy entre ustedes como el que sirve (Lc. 22, 27), pronunciadas dentro de una enseñanza sobre el carácter servicial de la autoridad. Por otra parte, San Pablo,  en su bellísimo himno de la Carta a los Filipenses, dice: Él, que era de condición divina…se anonadó a sí mismo, tomando la condición de esclavo (Fol. 2, 6-7). En el episodio del lavatorio de los pies  se manifiesta la kénosis, el anonadamiento del Hijo eterno de Dios y, simbólicamente, su entrega voluntaria a la muerte.

La intención del Señor es expresar visualmente una figura, un tipo, modelo o ejemplo; en el texto griego se lee hypódeigma. Podríamos traducir que nos ha dejado un paradigma, nos lo ha dado, no como un simple modelo a reproducir moralmente, sino como un don, como una gracia. Porque él lo ha hecho, por la virtud de esa acción divino-humana, lo podemos realizar nosotros. En su Comentario al Cuarto Evangelio, Tomás de Aquino destaca la importancia del acontecimiento, de que Jesús lo enseñe no con palabras sino con una acción; así la enseñanza resulta más convincente y eficaz. Apunta, además que aquel exemplar, original, prototipo, norma representativa, es infalible porque procede del Hijo de Dios, que es el arte del Padre, tanto en la creación cuanto en la redención. Notemos que en el relato del evangelista, el Señor explica después el sentido y la intención de su gesto sorprendente. Saberlo, comprenderlo, practicarlo, es una bienaventuranza: ustedes serán felices si, sabiendo estas cosas, las practican (Jn. 13,17), ¿De qué se trata, entonces? De lavarse los pies unos a otros (ib, 13,14). El significado se concreta en el mandamiento nuevo: les doy un mandamiento nuevo: ámense los unos a los otros. Así como yo los he amado, ámense también ustedes los unos a los otros. En esto todos reconocerán que ustedes son mis discípulos: en el amor que se tengan los unos a los otros (Jn. 13,34s). La novedad, que hace inédita a esta norma de la vida eclesial, consiste en que no se trata de una imposición extrínseca que se ha de cumplir, sino en el don del agápe del Padre, manifestado en la entrega voluntaria de Cristo a la muerte, que el Espíritu Santo derrama en el corazón de los creyentes. Es el amor de la Trinidad, el que circula entre las Personas divinas y que nos llega a través del corazón humano de Jesús. El autor del célebre librito Imitación de Cristo pone en boca de Jesús estas palabras: el amor es el mayor de los bienes; solo él hace ligero todo lo pesado y soporta lo difícil con ánimo estable. El que ama vuela, corre y se alegra, es libre y nada lo detiene. Si alguno ama, conoce lo que dice mi voz.

La experiencia de la vida en la Iglesia hace patente qué difícil es vivir este don. No hace falta mencionar casos, situaciones que quizá nosotros mismos hemos presenciado o, peor todavía, protagonizado. La Misa de esta tarde de Jueves Santo es un buen momento parta advertir esas falencias, por las cuales-según palabra de Jesús- el mundo no puede reconocernos como discípulos, como cristianos. Para mí, obispo, el rito del lavatorio de los pies es conmovedor, me interpela como un acto penitencial. Me despojo de los ornamentos episcopales y quedo solamente con la dalmática, la vestimenta propia del diácono, que significa servidor. Una aclaración, por las dudas. Ninguno de estos doce jóvenes a quienes lavaré y besaré los pies, representa al Iscariote, porque después de la caída del traidor  se eligió a Matías para sumarse al grupo  de los Once. Cualquiera de ellos, entonces, puede representar a Matías. Retomemos el hilo de la argumentación. ¡Cuánto, cuánto falta en la vida interna de la Iglesia, para que ella se acerque, en la persona de sus miembros de todo rango, al ideal señalado en el Cenáculo! ¿Cómo podemos atrevernos entonces a predicar el amor, a promover en el mundo la comprensión, la unidad y la paz? No podemos dejar de predicarlo, es verdad, pero ¿con qué cara? Como afirma el dicho popular, la caridad bien entendida empieza por casa. ¡Perdón, Señor, purifícanos con la gracia eucarística de este día! ¡Concédenos que el don del agápe transforme al éros de nuestro orgullo, nuestro egoísmo, de nuestros prejuicios e intereses mezquinos! No se trata de aspirar a un buenismo dulzón, sino de desear y suplicar la fuerza, a la vez recia y amable, de la caridad.

Todo lo vivido en el Cenáculo, la Pascua misma, se encuentra en el sacramento del Cuerpo y la Sangre de quien murió y resucitó por nosotros. La Iglesia adora, asombrada, contemplativa, agradecida, el misterio admirable de la presencia oculta del Señor. El Papa Urbano IV, extendió en 1264 a toda la Iglesia, mediante la Bula Transiturus de hoc mundo ad Patrem, la fiesta de Corpus Christi, que se celebraba en la diócesis de Lieja, y encomendó a Tomás de Aquino componer los textos de la misa y del oficio divino. El resultado son los himnos preciosos que se han cantado durante siglos. Para gozo mío y espero que también de ustedes, me permito ahora espigar algunas estrofas de la traducción que hizo con exactitud y belleza un poeta nuestro, Francisco Luis Bernández. El Pange lingua, y sobre todo, la porción, que empieza Tantum ergo, suelen cantarse en latín, todavía, en muchas de nuestras iglesias. Cito, entonces: Celebra, oh lengua mía, el gran misterio /De este cuerpo y su sangre preciosísima,/ Que para rescatar al mundo entero/ Derramó con amor el Rey supremo,/Fruto del santo vientre de María// En la cena final cumplió con celo/las prescripciones de la ley antigua,/Y, terminado el ágape fraterno,/ Dio su cuerpo y la sangre de su cuerpo/ A cada comensal, como comida// Con su palabra el encarnado Verbo/Cambia el pan en su carne siempre viva,/Y en sangre suya el vino verdadero:/Si los sentidos no perciben esto/ La fe se lo revela al alma limpia. Ahora viene la porción del Tantum ergo: Admiremos tan grande Sacramento/Y adorémosle todos de rodillas; /Que el viejo rito ceda al rito nuevo, /Y que lo que no ven los ojos nuestros/Lo vea claro nuestra fe firmísima.

En otro himno, también compuesto por Santo Tomás, Bernárdez vierte: El ángélico pan se vuelve humano/Y las figuras llegan a su término, / ¡Oh maravilla! El pobre y el esclavo/Comen el cuerpo de su propio dueño. De este mismo poema, que comienza con la palabras Sacris sollemnis leemos otras dos estrofas: Hoy se recuerda la postrera cena/En que Jesús, conforme al viejo rito, /Se dignó repartir a sus hermanos/El cordero y los ázimos prescriptos.//Una vez acabado aquel banquete/Y después de haber comido aquel cordero/Creemos que fue el mismo Jesucristo/Quién se dio a todos, igualmente entero.

Después del lavatorio de los pies, el cuarto Evangelio continúa consignando el anuncio de la traición de Judas, quien queda al descubierto y sale de la reunión para entrar en su noche, y luego una extensa despedida de Jesús, que suele llamarse “el Sermón de la Cena”. Este concluye con una oración al Padre, a la que es común identificar como “Oración sacerdotal”. Enseguida parten todos hacia el huerto donde se desencadena el drama de la Pasión.

Concluida la Misa, trasladaremos el Santísimo Sacramento hasta el lugar preparado para su reserva. Acompañamos al Señor, en su verdadera, real y sustancial presencia eucarística como yendo con él hacia Getsemaní, cruzando el torrente Kedr?n, donde Jesús es entregado por Judas y apresado. Nos demoramos adorándolo, en esta adoración que es compañía afectuosa y agradecida, en la cual se cifra la que en diversos tiempos y de variadas formas se realiza durante todo el año en nuestra Arquidiócesis. Que en la intimidad con él, de corazón a Corazón, podamos crecer en el amor, para ejercer el testimonio del mandamiento nuevo y ser reconocidos en el mundo como discípulos, como cristianos.

 

+ Héctor Aguer

Arzobispo de La Plata

 

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