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Homilía de Mons. Aguer, el 21 de abril, en sus Bodas de Plata Episcopales.

Solemne Misa de acción de gracias, en la Catedral (21-4-17).

 

Mons. Aguer junto al Cardenal Poli, antes de la Misa.

 

Saludan a Mons. Aguer, el Nuncio Apostólico, Mons. Tscherrig, y el presidente del Episcopado argentino, Mons. Arancedo.

 

Algunos de los Obispos concelebrantes.

 

En la procesión de entrada.

 

Concelebraron un centenar de sacerdotes de La Plata y Buenos Aires.

 

Durante la homilía.

 

En la cena que le ofreció la Iglesia platense en el gremio de Obras Sanitarias.

 

Mons. Aguer cumplirá, también, en noviembre, 45 años de Sacerdote. En la foto, el entonces seminarista, poco antes de su Ordenación Sacerdotal (1971).

 

Recordatorio de las Bodas de Plata Episcopales de Mons. Aguer.

 

Mensaje del Papa Francisco a Mons. Aguer, por sus Bodas de Plata Episcopales.

 

     Ampliando nuestro servicio informativo del pasado viernes 21 de abril, publicamos a continuación la homilía de la Santa Misa por sus Bodas de Plata Episcopales; que celebró el Arzobispo de La Plata, Mons. Héctor Aguer, en la Catedral. Este es el texto completo y oficial de sus palabras:

 

Ciento cincuenta y tres peces grandes

Homilía de la Misa de celebración arquidiocesana del Jubileo episcopal

Iglesia Catedral, 21 de abril de 2017

         Sucesores de los Apóstoles. Diez veces aparece este título aplicado a los obispos en el capítulo tercero de la Constitución Conciliar Lumen gentium; esto sin contar la repetición incesante del término succesor para identificar así al Pontífice Romano, que ocupa la cátedra de Pedro. Uno ya se ha acostumbrado, con los años, a verse o sentirse calificado en esos términos; pero pensándolo bien es una enormidad. A mí no me suscita un movimiento de orgullo o vanidad, sino más bien de temor, de terror, y de mi corazón, cuando medito en ello, brotan lágrimas inexplicables, porque no sé si son de contrición, de gratitud o de ternura. Mi confesor me tranquilizó una vez argumentando que se trata del don de lágrimas, pero yo no le he creído, porque se me ocurre que los viejos nos ponemos más sensibles, y en esta fragilidad está la causa.

Considero teológicamente y medito con frecuencia mi inclusión en la línea ininterrumpida de la sucesión apostólica; dos veces en aquel capítulo mencionado el Concilio emplea este sustantivo sucesión, siempre referido a la cualidad singular de quien ha sido llamado y consagrado para ejercer el ministerio episcopal, vale decir, apostólico. Más aún, a fines del siglo primero, Ignacio de Antioquía, discípulo del apóstol Juan, escribió –y más de una vez- que en su Iglesia local, el obispo representa a Dios Padre, nada menos. Con estos pensamientos y sentimientos me detengo ahora en algunos detalles del texto evangélico que se ha proclamado, en el cual el redactor da cuenta de esa tercera manifestación del Resucitado.

La perícopa se inicia y se cierra con el verbo phaneró?: hacerse o dejarse ver claramente mediante su misma presencia. Dice el texto que empeñados en una pesca infructuosa en el Mar de Tiberíades había siete discípulos; se nombra a Pedro, Tomás, Natanael, los dos hijos de Zebedeo (que son Santiago y Juan) y se le unían otros dos innominados: eran siete, número que en el simbolismo bíblico representa una totalidad, una plenitud. Pedro, como corresponde y a pesar de sus traspiés que deberá enmendar en la sección siguiente del mismo capítulo, hace punta. Podríamos decir que en ellos, en esos siete, está la Iglesia toda que sale a pescar; yo me permito discretamente colarme. La tarea frustrada implica para aquellos pescadores profesionales una tensión, una cierta angustia; no creo que hayan permanecido indiferentes. Se expresa la situación en el original griego con dos palabras fatales: epíasan oudén, no recogieron nada. Los pescadores de entonces conocían muy bien esa amarga posibilidad. También nosotros, pescadores de hombres (cf. Mt. 4, 19).

Pero la presencia de Jesús hace la aurora; les viene al encuentro, aunque de lejos, con una palabra afectuosa, propia del lenguaje joánico, tal como aparece en la Primera Carta (1 Jn 2, 13.18; 3, 17): Es una palabra común, pero que el relator une a la sugerencia u orden de echar la red a estribor, o mejor dicho, a lo que será el resultado milagroso de ese gesto: les dice paidìa, o sea: chicos, muchachos, hijos. El afecto de ese tono, y el poder que el Señor ejerce abren los ojos al discípulo predilecto: kýriós estín: es el Señor exclama. El arranque de Pedro, tan característico de su personalidad, y la actitud serena del otro, que la precipita, son actitudes complementarias: la intuición del amor y el deseo de estar cuanto antes con Jesús. Notemos que la red debía ser grande, porque de lo contrario no se explicaría lo que ocurre en la escena siguiente. Siempre es grande la red de que dispone la Iglesia, y la que podemos usar nosotros en ella.

Los apóstoles traen el prosphágion, por el cual había preguntado Jesús, el término griego significa alimento, comida en general, “el morfi” decimos nosotros;  pero en la costa les esperaba el asadito de un pequeño pez, opsárion; sobre las brasas de la caridad, anota en su Comentario Tomás de Aquino. Aunque seguramente comieron también de lo que acababan de pescar. ¿Por qué el redactor consignó este dato de los 153 peces grandes que llenaban la red hasta el colmo? Los intérpretes de todas las épocas se quebraron la cabeza procurando comprender su sentido, y desde antiguo el número suscitó la curiosidad de los lectores. Jerónimo remitía a los zoólogos griegos que enumeraban, según él, 153 clases de peces;  pero en realidad él ya deseaba subrayar la plenitud. Agustín se enredó en una explicación matemática para concluir que el número se refiere a los miles de santos que pertenecen a la gracia del Espíritu. En otro intento de solución el mismo Agustín alegoriza: tres veces cincuenta (por Pentecostés) más el tres de la Trinidad. Cirilo de Alejandría vio en el 100 a los gentiles y en el 50 al resto de Israel que creyó en Cristo; el tres sería otra vez la Trinidad. Santo Tomás, que conocía muy bien la tradición precedente, prefiere ir sumando progresivamente los números desde el uno, pero reconoce que el 153 aliquid mystice signat. Se trata de una señal misteriosa, y concluye: los que han sido perfeccionados por los siete dones del Espíritu Santo y unidos en la fe de la Trinidad, llegan al Padre. Otros autores tomaron como base el 17, porque es éste el número de pueblos mencionados por Lucas en su relato de Pentecostés; 153 es 17 x 9.

El empleo de los métodos histórico-críticos en cierto modo desbarata esas lucubraciones simbólicas, pero tampoco nos ofrece una respuesta segura, a no ser el propósito del redactor de subrayar una universalidad; como en otros pasajes del cuarto Evangelio se señala que la misión de Cristo, el Pastor kalós, bello, ideal, arquetípico es reunir a todos en un solo rebaño (cf. Jn 10, 14). Lo que importa es que la red no se rompió. No se rompe la red de la Iglesia, y siempre caben en ella más pescados. Una última observación: me parece que al comienzo del relato el acento está puesto en el esfuerzo de los discípulos, luego, y al final, todo es obra de Jesús; sobresale el dar del Señor, que no exime del trabajo, pero lo supera. El cuadro del comer juntos contiene una discreta reminiscencia eucarística; pienso en la expresión lambánei ton árton, tomó el pan. Sin embargo, lo que importa es la presencia viva y activa del Resucitado.

La lectura de los Hechos de los Apóstoles (Hech. 4, 1-12) nos trasmitió las consecuencias de uno de los primeros discursos de Pedro: la agregación a la Iglesia de cinco mil varones que creyeron en su mensaje. El final del pasaje proclama la verdad central de la fe cristiana: el Nombre de Jesús, porque en ningún otro hay salvación, ni existe bajo el cielo otro Nombre dado a los hombres, por el cual podamos salvarnos. El Nombre en el lenguaje judío era un subterfugio para no nombrar al Innombrable, Yahweh. Ahora el Innombrable puede ser nombrado: Jesús. Los obispos debemos incluir en nuestra predicación y en las declaraciones públicas numerosos temas: la justicia social (que todos tengan tierra, techo y trabajo), el cuidado del medio ambiente y la protección de la democracia, los derechos humanos y la no discriminación, la concordia en un país desgarrado por la división y la violencia, y tantos más argumentos que integran la agenda de nuestras reuniones. Las más veces aquellos a los cuales nos dirigimos no nos llevan el apunte, pero en algunas ocasiones logramos un aplausito del mundo –quiero decir-, de la corporación periodística, que dirige tiránicamente la opinión general. Me pregunto sencillamente si hablamos lo bastante de Jesús (nunca es bastante), y de la salvación, los mandamientos de la Ley de Dios y el Sermón de la Montaña.  Lo que se puede comprobar dramáticamente es que en la Argentina de hoy miles (más de cinco mil por cierto) bautizados en la Iglesia Católica, se han pasado a los diversos y abundantísimos grupos evangélicos. Son los pobres, no la gente “paqueta”. Sería interesante medirlo científicamente; por ejemplo, que el Observatorio de la Deuda Social de la Universidad Católica Argentina, que cumple una labor tan meritoria, asuma el tema. En este caso también se trata de una deuda. ¡De lo principal que le debemos a nuestro pueblo! A propósito, la teología del pueblo, inspirada en el racionalismo kantiano y en la dialéctica hegeliana, insuflada en tantos programas pastorales, no es ajena a aquellos resultados catastróficos. Ahora algunos teólogos –más bien sedicentes tales – trabajan en la elaboración de una teología de la masa; de seguir por ese camino acabaremos en la teología del piquete. Se me ocurre que podríamos ensayar el método de los apóstoles: hablar más y más de Jesús, anunciar la salvación y sus inevitables exigencias, y apoyarnos en esta ingenua y esperanzada convicción; a saber, si un torrente de argentinos creen en el Señor Resucitado y viven en su gracia, si hay gente más buena, sobrenaturalmente más buena, quizá pueda mejorar el mundo en que vivimos, y nuestra patria en él. Sin quizá; sería así. Solo que deberíamos estar dispuestos a afrontar el juicio ante los nuevos sanedrines. Hay que releer lo que el Concilio Vaticano II enseñó acerca del pueblo de Dios: La condición de este pueblo es la dignidad y la libertad de los hijos de Dios, en cuyos corazones habita el Espíritu Santo como en un templo. Tiene por ley el nuevo mandato de amar como el mismo Cristo nos amó a nosotros. Y tiene en último lugar, como fin, el dilatar más y más el reino de Dios, incoado por el mismo Dios en la tierra, hasta que al final de los tiempos él mismo también lo consume (Lumen gentium, 5). Esta realidad teologal no puede ser degradada a una categoría sociocultural o política, ni confundida con ella sometiéndola a mescolanzas inaceptables.

Retomo los 153 peces grandes. Desde la orilla del lago el Señor nos indica dónde arrojar la red, y nos colma de alegría con su generosidad. De ese modo la noche de la decepción y el fracaso queda atrás. No faltan, por supuesto, los defectos, las carencias, las pifiadas que tanto desentonan. Pero es más lo que tenemos y aquello de lo que podemos gozar actualmente en la arquidiócesis: el revivir de muchas parroquias merced, sobre todo, del fervoroso empeño de sacerdotes jóvenes; el nuevo florecimiento de la catequesis, un valor histórico de la Iglesia Platense logrado por la inteligente prioridad que le otorgaron varias generaciones anteriores; la gracia de las abundantes vocaciones sacerdotales que constituyen una segura esperanza para el futuro; la participación creciente de los jóvenes y su deseo de formarse integralmente, porque asumen su identidad cristiana y no quieren plegarse al “todos lo hacen” de una cultura descristianizada y deshumanizada, favorecida por leyes inicuas. Son jóvenes precisamente los que animan un amplio sector de pastoral universitaria y diversas iniciativas solidarias a favor de los más pobres. No es menor la creación de capillas y centros de evangelización en las periferias de la ciudad y en localidades vecinas, la multiplicación de las misiones y la fundación de nuevos colegios. No es mi propósito desplegar un catálogo de éxitos; se trata de algo más profundo. Quiero subrayar que son muchos los que trabajan, pero es el Señor el que da. Por eso importa fundamentalmente contemplarlo, amarlo, estar atento a recibir su Palabra y reconocer con gratitud sus dones.

El obispo solo no puede hacer nada. Los obispos, más bien, porque cuento con dos excelentes auxiliares, los monseñores Baisi y Bochatey, a los que tengo tanto que agradecer.  Pero ¿qué podríamos hacer sin los presbíteros? El Vaticano II los llama próvidos cooperadores del Orden Episcopal (Lumen gentium, 28), colaboradores y consejeros necesarios  (Prebyterorum ordinis, 7) Además de este apoyo contamos con otro: muchísimos laicos en la Iglesia platense han asumido su vocación de miembros activos del pueblo de Dios, vocación que ejercen en la educación, la catequesis, la pastoral social, las tareas de caridad efectiva y en otras áreas de trabajo apostólico. ¡Gracias a todos! Las religiosas se pliegan con total disposición a estas numerosas iniciativas; están ubicuamente donde haga falta. Y nuestro Carmelo Regina Martyrum y San José, que florece en número, en santidad y en normalidad se ha convertido en el corazón de esta Iglesia, como se proponía Santa Teresita: ellas son el amor.

En esta celebración de aniversario me siento movido al reconocimiento. En primer lugar al Santo Padre Francisco por la hermosa carta que me ha enviado, y enseguida para con todos los que hoy me acompañan: el Cardenal Primado, el Nuncio Apostólico, el Presidente de la Conferencia Episcopal Argentina, los otros hermanos obispos, y en especial a mi “mellizo” Mons. Rubén Frassia, a quien felicito de corazón porque también él está de aniversario, ya que juntos aquel 4 de abril del 92 fuimos incorporados al Cuerpo de Sucesores de los Apóstoles como Auxiliares de Buenos Aires. Valoro inmensamente la presencia del Arzobispo Crisóstomo, de la Iglesia Ortodoxa Siria, buen vecino y amigo. No hace falta que les diga a mis seminaristas cuánto los quiero y cuánto espera la Iglesia de ellos. No olvido la participación de las autoridades provinciales y municipales. No puedo omitir algunos nombres, aunque pido disculpas porque seguramente olvidaré a muchos y por otra parte no podría nombrarlos a todos; de la Vicaría Belgrano de la Arquidiócesis de Buenos Aires, el Padre Alejandro Russo y Laura Brunetti de Remón, la inefable Laly, que según me avisó hoy no podía venir. Gracias a ellos por la ayuda cercana y gratísima de aquellos seis años. De esta arquidiócesis: Mons. Nicolás Baisi, hijo, hermano y amigo, que cuenta con el tesoro de una experiencia pastoral mucho más amplia que la mía y que por tanto es para mí fuente de consejo e inspiración; el Padre Raúl Sidders y la doctora María Ángela Cabrera, la por múltiples razones famosa Maruca. ¡Cuánto les debo! Puedo añadir a quienes trabajan en el arzobispado con dedicación y afecto, no solo para tener un empleo. Otro nombre: el Suboficial Principal Carlos Canosa, desde hace diecisiete años mi custodio y chofer; su auxilio me es cada vez más necesario.

De aquel 4 de abril de hace veinticinco años deseo recordar el momento en que el inolvidable Cardenal Quarracino deslizó en mi dedo esta amatista, regalo del eximio joyero Uber Ricciardi. Dijo: Recibe este anillo, signo de fidelidad, y adornado de una fe inquebrantable, permanece fiel a la Iglesia, Esposa santa de Dios. La gracia del Señor me ha sostenido, he permanecido fiel. La Virgen Santísima, a la que recurro continuamente como un niño, se portó siempre como mi Madre.

Concluyo evocando nuevamente la escena del mar de Tiberíades, y lo hago con estas bellísimas palabras del Papa Ratzinger: El extenso lago, cuyas aguas se funden en el horizonte con el azul del cielo, es imagen del futuro de la Iglesia, en el que allá, a lo lejos, se tocan cielo y tierra. Se puede, llenos de consuelo y esperanza, afrontar la partida al mar de los tiempos venideros, porque Jesús está en la orilla y porque su palabra guía el viaje.  Amén. Aleluya.

+ Héctor Aguer

Arzobispo de La Plata.

Biografía

     Mons. Aguer nació en Buenos Aires, el 24 de mayo de 1943, y su parroquia de origen es Santa María Goretti, del barrio de Mataderos. Fue ordenado Sacerdote por el entonces Arzobispo de Buenos Aires, Cardenal Juan Carlos Aramburu, el 25 de noviembre de 1972. Ofició su Primera Misa en la parroquia San Isidro Labrador, del barrio de Saavedra, en la Capital Federal. Iba a predicar en esa celebración el entonces Obispo de Mar del Plata, Mons. Eduardo Pironio; pero al no poder realizarlo, por circunstancias de último momento, hizo lo propio el padre Gustavo Podestá. Fue vicario en Inmaculada Concepción, de Belgrano, entre 1972 y 1976. Y en San Pedro González Telmo, en 1976 y 1977.

     Fue profesor de Teología Moral de la Facultad de Teología de la Universidad Católica Argentina, de Villa Devoto, entre 1979 y 1992. Hizo lo propio en las abadías de Santa Escolástica y San Benito.

     En 1978 fue a trabajar a la diócesis de San Miguel, que acababa de ser erigida; convocado por su primer Obispo, Mons. Horacio Alberto Bózzoli. Allí fue director diocesano de Vocaciones, asesor de los profesionales de Acción Católica, y capellán de la Casa Madre de las Hermanas Pobres Bonaerenses de San José. En 1980 organizó el Seminario Diocesano, y fue su primer rector. Fue, también, desde ese año, capellán del colegio Don Jaime, de Bella Vista. El 18 de febrero de 1989 San Juan Pablo II lo nombró Prelado de Honor de Su Santidad.

     Elegido por San Juan Pablo II Obispo Titular de Lamdia y Auxiliar de Buenos Aires, el 26 de febrero de 1992; recibió la ordenación episcopal el 4 de abril de 1992, de manos del Cardenal Quarracino. Fueron sus coconsagrantes el entonces Arzobispo de Tucumán, Mons. Horacio Alberto Bózzoli, y el entonces Obispo de San Miguel, Mons. José Manuel Lorenzo. Promovido a Arzobispo Coadjutor de La Plata el 26 de junio de 1998, tomó posesión de su cargo el 8 de septiembre de ese año.

     Es Arzobispo de La Plata, por sucesión, desde el 12 de junio de 2000. El 29 de junio de ese año, en la solemnidad de San Pedro y San Pablo, San Juan Pablo II le impuso el palio que distingue a los Arzobispos metropolitanos.

     Lleva ordenados, en La Plata, 46 sacerdotes desde abril de 2000. El próximo sábado 9 de diciembre, a las 10.30, en la Catedral, ordenará otros tres. Fundó nueve parroquias: Nuestra Señora de Luján, de Bavio (14 de agosto de 2001); Santa Rita de Cascia (20 de julio de 2007); Nuestra Señora de la Paz (8 de Diciembre de 2007); Santa Ana, de José Hernández (23 de febrero de 2011); Beata Ludovica (25 de febrero de 2011); Santos Mártires Inocentes, de Cambaceres, Ensenada (9 de febrero de 2013); Visitación de la Virgen María, de Gorina (31 de mayo de 2013); Santa Magdalena de Canossa (31 de agosto de 2015); y San Martín de Porres, de Villa Catella, Ensenada, el 3 de noviembre de 2015. Le ha dado notable impulso a las misiones populares en las periferias; y a la Pastoral Juvenil y Universitaria. Hizo lo propio con la formación y el compromiso social de los laicos.

     En la Conferencia Episcopal Argentina fue miembro de la Comisión Permanente y  presidió la Comisión de Educación Católica. En la Santa Sede ocupó importantes cargos, como consejero de la Pontificia Comisión para América Latina, miembro de la Pontificia Comisión para los Bienes Culturales de la Iglesia y del Consejo Internacional para la Catequesis. El papa Benedicto XVI lo nombró miembro del sínodo de la Nueva Evangelización, que tuvo lugar en Roma, en octubre de 2012.

     Es Miembro Honorario de la Pontificia Academia Romana de Santo Tomás de Aquino; Gran Prior para la Argentina de la Orden del Santo Sepulcro de Jerusalén y Capellán Conventual ad honorem de la Soberana Orden Militar de Malta.

         Ha publicado diversos libros sobre fe y cultura; el último de los cuales, “Naturaleza humana y teoría de género”, tuvo una notable repercusión nacional e internacional. Posee, además, una vasta experiencia en los medios de comunicación social; con una columna televisiva semanal, en “Claves para un mundo mejor”, y la conducción de un programa radial en Radio Provincia de Buenos Aires. Sus artículos de opinión son publicados, periódicamente, por el diario “El Día”, de La Plata.

Mensaje del Papa Francisco

     El Santo Padre Francisco envió una afectuosa carta a Mons. Héctor Aguer, por sus 25 años de episcopado.

     En ella, el Papa felicita al Arzobispo de La Plata por el trabajo realizado, e incluye un dato íntimamente personal: «Nos es muy grato recordar que trabajamos juntos en aquel tiempo ejerciendo el ministerio episcopal en la misma comunidad eclesial, para anunciar a los fieles de Buenos Aires las verdades de la salvación».
     Sigue el texto de la carta, traducido del original latino:
Al Venerable Hermano
Héctor Rubén Aguer
Arzobispo Metropolitano de La Plata
     Al acercarse tu jubileo episcopal de plata, que celebrarás el día cuarto del próximo mes de abril, con todo gusto queremos enviarte, Venerable Hermano, unas palabras de cercanía espiritual y de acción de gracias, alegrándonos contigo en el Señor, que se ha dignado colmarte de tantos dones en tu vida y en tu itinerario pastoral, y que tú has procurado acrecentar con ánimo agradecido y dispuesto.
     En verdad, recibiste una sólida educación espiritual y cultural tanto en tu familia cuanto en las escuelas, como en el Seminario de nuestra querida ciudad de Buenos Aires. Has seguido diversos estudios, preparando tu corazón y tu inteligencia para el anuncio del Evangelio, con la guía de valiosos maestros. Ordenado presbítero el 25 de Noviembre de 1972, desde entonces has trabajado con diligencia por el bien de los fieles cristianos, y en la diócesis de San Miguel has sido rector del Seminario.
     Tomando en cuenta tus dotes sacerdotales y tu pericia pastoral, San Juan Pablo II el 26 de febrero de 1992 te elevó a la cumbre del sacerdocio y te constituyó Auxiliar de la recordada arquidiócesis. Nos es muy grato recordar que trabajamos juntos en aquel tiempo ejerciendo el ministerio episcopal en la misma comunidad eclesial, para anunciar a los fieles de Buenos Aires las verdades de la salvación. Luego has sido promovido como Arzobispo Coadjutor de la Iglesia Metropolitana Platense, a la que gobiernas plenamente desde el año 2000.
     Consciente de la misión que te fue confiada, cumpliste activamente el ministerio de predicar, santificar y conducir. Visitando con diligencia las parroquias e interpretando rectamente la doctrina católica, has procurado presentar a todos el perenne mensaje cristiano. Conduciendo a tus fieles por los senderos del Evangelio, los has exhortado asiduamente a marchar en la vida cotidiana por el camino estrecho y a que mostraran un corazón abierto a quienes buscan la verdad. Desempeñaste además un valioso trabajo en dicasterios de la Curia Romana, especialmente en la Pontificia Comisión para los Bienes Culturales de la Iglesia y en la Pontificia Comisión para América Latina, así como en la Conferencia Episcopal Argentina.
     Al congratularnos afectuosamente contigo, rogamos insistentemente al Divino Pastor para que, por la intercesión de Santa María Virgen, siga acompañándote con su ayuda y robustezca el vigor de tu espíritu y tu salud corporal. Finalmente, como señal de nuestra benevolencia para contigo y prenda de la gracia divina, te impartimos la Bendición Apostólica para que la comuniques a tu rebaño, mientras a todos ustedes les pedimos que recen para que ejerzamos siempre el pesado oficio Petrino de acuerdo con la voluntad divina.
     Desde el Vaticano, 4 de marzo del año 2017, cuarto de Nuestro Pontificado.
Francisco

    Esta es la homilía que Mons. Aguer pronunció en la Misa celebrada en el Seminario Mayor San José, el día exacto de sus Bodas de Plata episcopales:

Veinticinco años de obispo, ¡yo!

Homilía de la misa en el día del jubileo episcopal
Iglesia del Seminario, 4 de abril de 2017

         La hermosa carta que me envió el Papa Francisco para felicitarme por este jubileo que estoy celebrando, contiene un recuerdo personal del trabajo apostólico que juntos realizamos en la Arquidiócesis de Buenos Aires; él mismo, dentro de pocos meses, también cumplirá 25 años de episcopado. El texto me abruma de elogios al historiar sucintamente mi itinerario pastoral desde la recepción del presbiterado. La gratitud al Santo Padre por su fraternal generosidad va unida, les aseguro, a una cierta confusión, porque me conozco bastante bien a mí mismo. ¡No era para tanto!

Quiero destacar en el texto una elegante frase latina, cuando me dice que San Juan Pablo II, hace un cuarto de siglo ad sacerdotii fastigium evexit, me elevó a la cima del sacerdocio; fastigium significa cumbre, la punta de una pirámide, la máxima dignidad. El Concilio Vaticano II emplea un sinónimo cuando se refiere al episcopado como pontificatus apicem; es lo mismo: el grado más alto de perfección en un orden determinado (Lumen Gentium, 28). Al parecer, el término apex designaba el penacho que lucían los sacerdotes de Júpiter; queda en familia, entonces. La altura es, obviamente, objetiva; no tiene por qué coincidir necesariamente con los méritos personales. Es sabido que obispo viene del griego epískopos: guardián, protector, vigía; el verbo correspondiente puede traducirse mirar hacia, inspeccionar, velar, visitar, y la partícula epí tiene en este caso el sentido de arriba, desde arriba, desde lo alto. En esa punta nos pone a los obispos el llamado de Dios por medio de la Iglesia. Por las dudas, el día de la ordenación el Pontifical nos amonesta: el episcopado significa una carga, no un honor, y nos recuerda que presidir es servir. Siempre he oído decir que hay presbíteros que aspiran al episcopado: ¡pobres, no saben lo que hacen!

No se entienda mal lo que vengo diciendo: el episcopado es una realidad eclesial grande y bella; somos sucesores de los Apóstoles, según una línea ininterrumpida de la tradición. El Concilio afirmó: Jesucristo quiso que los sucesores de los Apóstoles fuesen los pastores en su Iglesia hasta la consumación de los siglos (Lumen Gentium, 18) ellos rigen la casa del Dios vivo. La referencia bíblica más justa está en la despedida de Pablo a los ancianos de Éfeso: velen por ustedes, y por todo el rebaño sobre el cual el Espíritu Santo los ha constituido guardianes (episkópous) para apacentar la Iglesia de Dios que él adquirió al precio de su propia sangre (Hech. 20, 28). Se nos introduce en algo muy misterioso, delicado, sobrenatural, que compromete de un modo nuevo la vida de un sacerdote, aunque sigamos siendo los pobres tipos que somos, pero impelidos desde entonces a un trato más íntimo con el Señor y con su Cuerpo místico, al cual nos debemos para alimentarlo con la verdad y la gracia, para acercarlo al cielo. El Vaticano II, recogiendo las afirmaciones de siempre, nos llama doctrinae magistri, maestros de la doctrina de la fe; sacri cultus sacerdotes, empeñados en la adoración litúrgica de Dios; gubernationis ministri, porque gobernar, “mandar”, es un ministerio, un servicio que incluye a todos, pero que según el ejemplo de Jesús y de los Apóstoles se ejerce de un modo principal sobre los quebrados por la vida, los que más necesitan de la consolación de Dios. Ese gobierno debe procurar que reine la caridad. Muchas veces sus razones no son fáciles de entender, y entonces el obispo debe estar dispuesto a saborear a solas el gusto de la Pasión.

En la oración consecratoria que pronuncia el obispo ordenante se pide para el elegido el Espíritu de soberanía que el Padre dio a Jesucristo y él comunicó a los Apóstoles. Ese Espíritu está simbolizado luego en el bálsamo de la mística unción, el crisma con el cual se le unge la cabeza. En el poema del Libro de Isaías que dio comienzo a la liturgia de la Palabra, un profeta anónimo es ungido y enviado a la comunidad de Israel para llevarle la salvación prometida; parece destinado a cumplir la misión del Servidor de Yahweh, del que se habla en capítulos anteriores del mismo libro y en el cual la interpretación cristiana ha visto siempre la figura de Jesús, que fue ungido por el Espíritu Santo para obrar la salvación mediante su sacrificio (cf. Is. 61, 1 ss.). En el salmo responsorial apareció otra figura profética de Jesús: David, ungido rey; una unción que es signo eficaz de la protección divina, que manifiesta el espíritu de fortaleza, de soberanía, para ejercer el poder en nombre del Señor. Veo aquí una especie de retroescena bíblica de la unción episcopal, un elemento paralelo y complementario de la imposición de manos.

Recuerdo con especial nitidez de aquel 4 de abril de hace veinticinco años la imposición del anillo, signo de fidelidad a la Iglesia, Esposa Santa de Dios. Desde pequeño aprendí a amar a la Iglesia; creo que desde que soy obispo la amo más, no con aquel amor ingenuo de entonces, sino dolorosamente, dramáticamente, porque conozco su historia y vivo con ansiedad su actualidad. Le he sido siempre fiel, y la fidelidad implica para mí, costosamente, el coraje de defenderla y reivindicarla, tanto de las traiciones de sus hijos cuanto de los ataques de sus enemigos, que los tiene y cuyas intrigas y amenazas se tornan cada vez más descaradas, más audaces. Hace poco el Papa Francisco afirmó que la Iglesia es perseguida; siempre lo fue, pero la persecución actual se funda en una complicidad globalizada. Cuando no se la persigue expresamente hasta la sangre, se la ignora, se la arrincona; la difamación se descubre en la boca de ignorantes e insignificantes periodistas de barrio, y más dañinamente en la de los grandes, por supuesto, que cuentan con un poder abusivo de comunicación. El obispo que ama a la Iglesia no puede ceder, por más “cultura del encuentro” que se proponga promover. No se escamotea la verdad, no se transige con la mentira o el acomodo. Comprendo perfectamente que esa fidelidad no es una dote mía, sino un don. Ipse fidelis. Si somos infieles, él es fiel, porque no puede renegar de sí mismo (2 Tim. 2, 13).

Luego sucedieron aquel día la entrega del báculo y la entronización en la cátedra, con lo cual quedaba ya simbólicamente el obispo hecho. Al evocar esos momentos, me surge una vez más el sentimiento de que todo ocurrió a pesar mío, porque yo pensaba para mí otro destino, otro servicio eclesial. No me quejo, porque me ubiqué y llegué a amar el episcopado; el mío, a pesar de las macanas que me mandé y de los múltiples e incognoscibles pecados de omisión. Puedo ahora decir, sin vanidad alguna que estoy contento de ser obispo. La relectura de las cartas de San Ignacio de Antioquía me ayudó a alcanzar una dichosa conformidad. Ese discípulo del Apóstol Juan diseñó a fines del siglo I una eclesiología basada en la iglesia local, en la que el obispo representa a Dios Padre, el presbiterio al Colegio de los Apóstoles y los diáconos a Jesucristo. Tal es la Iglesia, concretamente para mí esta Iglesia Particular de La Plata, con sus riquezas, sus defectos, su historia, su posible futuro, que ya se puede avizorar, sabiendo que esa posibilidad está en manos de la Providencia de Dios.

En la proclamación del Evangelio hemos escuchado una vez más aquellas palabras de despedida del Señor pronunciadas en la Última Cena. Se trata en ellas de la realidad esencial de la vida de la comunidad de los fieles: el amor. El origen está en el amor con que el Padre ha amado al Hijo y que se replica y comunica en el amor de Cristo a los suyos para manifestarse en el amor de estos entre sí. Se puede notar la reiteración del verbo agapáo, amar, y del sustantivo agápe, amor términos a los que se añade la designación de phíloi, amigos, que Jesús hace de sus discípulos. Esas palabras nos invitan a permanecer en su amor, en el amor de Jesús. No se excluye, por cierto, la inclinación del corazón, pero esa permanencia es una comunión de voluntades: amar es guardar los mandamientos y entregar la propia vida. A eso está llamado el obispo, en la ofrenda de cada uno de sus días, en eso consiste su elección, que es entonces, si comprendida así, fuente de gozo. Aunque aun le falte muchísimo para acercarse a ese ideal, no faltan ocasiones en las que se atisba su misteriosa realidad, y por tanto se percibe también que la santidad del obispo sería necesaria para la Iglesia, y se sufre por su carencia.

Corresponden en este día el agradecimiento y la disculpa. Doy gracias a todos los que en estos 25 años me han acompañado, ayudado de diversas maneras, y rezado por mí. Sé que son muchos, muchísimos, tanto en Buenos Aires como en La Plata. Resulta conmovedora y hasta incomprensible la adhesión que manifiestan los fieles, en particular aquellos más sencillos, que miran sin vueltas, con los ojos de la fe. Agradezco sinceramente a los sacerdotes, sin los cuales el obispo nada puede hacer, y a los seminaristas, que ocupan un lugar de privilegio en mis pensamientos y en mi corazón. Quiero expresar una mención del recuerdo siempre vivo que guardo del Cardenal Antonio Quarracino, sobre todo de su bonhomía y de su sentido común; lo considero mi padre en el episcopado, aunque yo no descuelle en estos dos valores suyos. Cabe asimismo pedir perdón a los que haya perjudicado u ofendido, y por mi parte asegurar mi perdón a quienes no me han deseado el bien. Se puede hablar rápidamente y hasta con elocuencia del amor, pero todos sabemos cuánto cuesta vencer el egoísmo y superar la mera benevolencia natural con la fuerza celestial del agápe, de la caridad.

Yo no deseaba otorgar relieve público a este aniversario; lo considero un acontecimiento íntimo, a transcurrir silenciosamente ante la presencia eucarística de Jesús, abrazado a la pequeña imagen de nuestra Madre de Luján, y pensando en el bueno de San José. Hay otra razón. Recibí el carisma y el oficio del episcopado cuando tenía todavía 48 años. Recuerdo que la primera pregunta que, según el rito, me dirigió el Cardenal antes de postrarme para implorar la misericordia divina me emplazaba con estas palabras: ¿Quieres cumplir hasta tu muerte, con la ayuda del Espíritu Santo, el oficio pastoral que los obispos hemos recibido de los Apóstoles y que se comunica por la imposición de nuestras manos? Respondí que sí: hasta la muerte. Pero resulta que no es hasta la muerte. El Vaticano II, en el Decreto Christus Dominus 21 rezaba: si por el peso de la edad o por otra causa grave se hicieren menos aptos para desempeñar su oficio, se les ruega encarecidamente que renuncien; en latín, enixe rogantur. Luego el Canon 401, manteniendo la elegante insinuación del ruego, estableció que ha de ser a los 75 años. A esa edad se nos declara menos aptos. Si no recuerdo mal, la Sagrada Escritura deposita la sabiduría en los viejos, pero es verdad que en aquellos tiempos se moría joven. Allí está la cuestión; haciendo a un lado la teología del episcopado, y aunque en estos días se discute en la Argentina el retiro de los jueces también a los 75, hemos admitido a un miembro de la Corte Suprema que perseveró tenazmente hasta los 97, y hace muy poco la diva que cumplía 90 se dio el lujo de vapulear en televisión al Presidente de la República. No olvidemos tampoco que los dos últimos obispos de Roma y de la Iglesia Universal fueron elegidos cuando habían superado aquella edad canónica. ¡Y vaya si son aptos, tanto el activo cuanto el emérito, aun cuando este último, hombre de Dios y gran Doctor de la Iglesia, pensara lo contrario!.

Dentro de un mes y 20 días, si Dios quiere, cumpliré 74 años, y el año próximo para estas fechas habré presentado mi renuncia. La experiencia de tantos miles de obispos en todo el mundo y de muchos hermanos en nuestra Patria indica que normalmente es aceptada de inmediato. Puedo pensar entonces que en el 18 me convertiré en emérito, es decir en un casi-obispo. Dejaré de ser miembro de la Conferencia Episcopal Argentina, pero paradojalmente seguiré siendo Académico de Número de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas y continuaré integrando las otras Instituciones Académicas a las que estoy incorporado; sólo perderé la aptitud de pastorear una diócesis. Algunos laicos, amigos de toda la vida y que no entienden de esas cosas eclesiásticas, están sorprendidos y disgustados ante la perspectiva que me aguarda, y me preguntan: ¿qué vas a hacer después? Yo respondo con una parábola lírica. En el segundo acto de Madama Butterfly, la bellísima ópera de Puccini, el cónsul norteamericano le pregunta a Cio-Cio-San, la protagonista, qué haría si Pinkerton, el marino con el cual tuvo un romance y un hijo, no regresara más, a pesar de su promesa. Ella, conmovida, responde delicadamente: Due cose potrei fare: tornare a divertire la gente col cantare, oppur, meglio, morire. Podría hacer dos cosas: volver a divertir a la gente con mi canto (era una geisha), o, mejor, morir. Me aplico así esta parábola, aunque parezca un poco rebuscado: me será posible -así lo espero- retomar tantas cosas nobles y útiles que he debido dejar, como por ejemplo, leer una buena parte de la enorme biblioteca que he reunido y escuchar la también abundante discoteca, repasar mis idiomas, a la vez que ayudo a algún presbítero en su parroquia; y lo segundo: preparar una buena muerte, como se decía antes; sospecho que debe llevar tiempo.

Entre tanto, quiero que mi vida sea para gloria de Dios: del Padre por el Hijo en el Espíritu Santo; en ello consiste la verdadera alegría: que el amor nos lleve a una aceptación sin reservas. Es un buen entrenamiento para el cielo que esperamos alcanzar.

+ Héctor Aguer

Arzobispo de La Plata

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