Skip to content

Homilía completa de Mons. Aguer en Corpus Christi.

Adoracion al Santísimo Sacramento en plaza Islas Malvinas (28-5-16).

Adoracion al Santísimo Sacramento en plaza Islas Malvinas (28-5-16).

 

Ampliando nuestro informe del propio sábado 28 de mayo, publicamos seguidamente la homilía del Arzobispo de La Plata, Mons. Héctor Aguer, en la solemnidad de Corpus Christi. Este es el texto completo y oficial de la misma:

 

La Eucaristía de la misericordia

Homilía en la Misa de Corpus Christi.

Iglesia Catedral,  28 de mayo 2016

         Queridos hermanos: impresiona, emociona ver esta catedral colmada, como pocas veces al año sucede, en las grandes celebraciones arquidiocesanas. Los saludo a todos afectuosamente, en especial a los niños y a los numerosos monaguillos de nuestras parroquias y capillas.

 

En el pan y el vino eucarísticos, que no son ya pan y vino sino el Cuerpo y la Sangre de Jesús se halla concentrada toda la realidad de la misericordia de Dios. Así lo percibe la mirada de la fe, que penetra más allá de las apariencias y contempla reposadamente la esencia del don que la Iglesia ha recibido de su Señor; ella hace lo que recibe: hagan esto en memoria mía (Lc. 22,19). La historia de la salvación de la humanidad encuentra en el sacrificio y la presencia eucarística del Salvador su pleno cumplimiento y su actualidad permanente, hasta que el Señor retorne. Entonces a la eucaristía seguirán los nuevos cielos y la nueva tierra. Detengámonos ahora un momento en los pasajes bíblicos que hemos escuchado.

 

Melquisedeq es un personaje misterioso, sobre el cual se han conjeturado hipótesis más o menos convincentes, pero que no vienen al caso. Su nombre solo aparece en Génesis 14, capítulo del que procede el breve pasaje leído, en el Salmo 109 (110) y nueve veces en la Carta a los Hebreos, incluyendo las citas que el autor de esta carta hace del Salmo. Misterioso él, el personaje, misteriosa su súbita aparición en el contexto de una guerra entre reyes cananeos y misteriosa también su ofrenda de pan y vino, acompañada de la bendición que otorgó a Abraham, quien reconoció su superioridad, su autoridad religiosa, su sacerdocio, de lo ganado en la batalla al entregarle el diezmo. Rey y sacerdote, Melquisedeq ha sido para la tradición cristiana figura de Cristo, y su ofrenda figura del sacrificio eucarístico instituido en la Cena  y en la Cruz. La Carta a los Hebreos, que he mencionado, desarrolla ampliamente esa consagración  que es un modelo de tipología bíblica.

 

El Salmo 109 es un poema arcaico, considerado mesiánico ya en la tradición judía; estaba abierto, por tanto, en cuanto mesiánico, a un cumplimiento futuro. En el Medio Oriente antiguo el rey asumía, en todo o en parte, la función sacerdotal. No fue así en Israel, donde las dos autoridades se distinguían desde el caso de Moisés y Aarón y se encontraron frecuentemente en tensión. Pero sí en el caso de David, antepasado de Jesús, rey y de algún modo sacerdote. Por su encarnación redentora y sobre todo por su resurrección, Jesucristo el Señor atestigua estar dotado de la doble potestad: es sacerdote y rey. Un himno de San Efrén el Sirio nos recuerda hermosamente esta verdad de nuestra fe: El Verdadero Cordero, que rehusó los antiguos sacrificios vino a ser el Sacerdote y el Príncipe de los sacerdotes. Los sacerdotes del pueblo judío le dieron muerte, pero nuestro Sacerdote y Príncipe de los sacerdotes, haciéndose víctima abolió las víctimas por medio de su sacrificio, siendo él mismo Sacerdote y Víctima. Él asumió el sacerdocio del que Melquisedeq era figura, porque Melquisedeq era figura, porque Melquisedeq no ofreció víctimas, sino pan y vino.

 

Estas referencias bíblicas en la solemnidad de Corpus Christi no son gratuitas. Deben despertar en nuestros corazones creyentes la admiración y el compromiso misionero. Reconozcamos que nuestro pueblo bautizado –creo que todavía se puede decir la mayoría de los argentinos- tiene una imagen o una idea borrosa de Cristo. Muchos quizá guardan la foto de su única comunión, pero han perdido, o nunca han llegado a adquirir el contacto vivo y permanente con Él, que solo puede brindarles la asiduidad de la Eucaristía, la participación dominical del sacrificio y sacramento de la Redención, o al menos el reconocimiento de esta realidad esencial en la inserción concreta en la comunidad de la Iglesia. Lo digo abiertamente: el gran problema pastoral que deberíamos encarar es que los bautizados en la Iglesia Católica vayan a Misa. No necesariamente que comulguen, si no están en condiciones espirituales de hacerlo, pero sí que vayan a Misa, y que se acerquen a adorar a su Salvador presente en el sacramento de su sacrificio. ¿No serían de otro color las cosas si ocurriera esto? Podemos imaginarlo con nostalgia, con deseo de que ocurra y con nuestra disposición para lo que podamos ayudar. La misericordia que en este Año Jubilar deseamos recibir  y dar está inefablemente unida a la Eucaristía. Sin la Eucaristía, comida adorada, no se sostiene la fe, y la misericordia no puede llevar el sello inconfundible de cristiana.

 

Afirman los comentaristas que en la Primera Carta a los Corintios el Apóstol San Pablo ofrece el testimonio más antiguo referente a la Cena del Señor. Recién este año he advertido que el ordenamiento litúrgico, al incorporar a la solemnidad de este día el pasaje que hemos escuchado, operó con un tijeretazo incomprensible la eliminación del versículo que completa el razonamiento del apóstol y cierra el párrafo: el que coma el pan o beba la copa del Señor indignamente tendrá que dar cuenta del Cuerpo y de la Sangre del Señor (1Cor. 11, 27). No recuerdo esta sentencia para que se la apliquemos al vecino, sino cada uno a sí mismo. A propósito quiero citar a San Juan Pablo II, el Grande, que en su Carta a los Sacerdotes del Jueves Santo de 1986 escribió: Los dos sacramentos de la Reconciliación y de la Eucaristía están estrechamente unidos entre sí. Sin una conversión constantemente renovada y la recepción de la gracia sacramental del perdón, la participación en la Eucaristía no podrá alcanzar su plena eficacia redentora. Esta constatación se refiere a los casos corrientes. Existen, como es sabido, casos extraordinarios en los que el penitente, por razones objetivas, no puede recibir la absolución en el Sacramento de la Penitencia. Las posibles manganetas y los permisos subrepticios no resuelven la cuestión a los ojos de Dios. Queda como vía, dolorosa quizá, pero ajustada a la verdad y bellísima, de aguardar la hora en que el Señor haya dispuesto, de rodillas ante el sagrario en frecuente adoración. Me viene a la memoria, en este momento, la plegaria del peregrino ruso, que yo mismo recito muchas veces al día: Señor Jesucristo, Hijo de Dios, apiádate de mí, pecador.

 

En los evangelios se encuentran seis relatos de multiplicación del pan, gesto presentado como un regalo extraordinario de la sobreabundante bondad del Señor. El Antiguo Testamento es elocuente al mostrar cómo Dios alimenta continuamente a su pueblo. El maná fue una figura del pan eucarístico, y los prodigios obrados por los profetas Elías y Eliseo anticipaban el futuro misterio de los apóstoles. Jesús dio de comer a la muchedumbre por medio de los Doce; hace lo mismo ahora, y lo seguirá haciendo por medio de la Iglesia. El relato de Lucas (9, 11b-17) transcribe una impresión de abundancia  y de saciedad. Además, el gesto de Jesús recuerda al de la Cena: levantando los ojos al cielo, pronunció sobre ellos la bendición, los partió y los fue entregando a sus discípulos para que se los sirvieran a la multitud. No descuidemos este dato: el pan iba acompañado por el pescado, como al don del maná se sumó a favor del Israel peregrino el de las codornices. Se me ocurre aplicar la figura de la misión integral de la Iglesia en favor de los pueblos: los alimenta con el don celestial de la Eucaristía, pero también les procura, en la medida de lo posible medianamente el ejercicio de la caridad, de la misericordia de sus miembros, el pan que sacia el hambre material, el que según el orden natural de las cosas y nuestra propia Doctrina Social Católica ha de ganarse con el trabajo digno. La misericordia es la que reclama, cuando es necesario, que se cumpla la justicia. No se abandona una tarea por otra; no se ha de confundir lo que es propio de los laicos, especialmente de aquellos cristianos que tienen funciones de gobierno de lo que corresponde a los pastores, obispos o sacerdotes. En algunos lugares asoma una nueva ola de clericalismo, protagonizada por los curas ideologizados y politizados, militantes, que pueden dañar a la Iglesia y a la sociedad; es un fenómeno que ya padecimos en los años 60 y 70 del siglo pasado, con las penosas consecuencias, que es preciso evitar, de división, enfrentamiento y rencor. Nosotros, en nuestra comunidad arquidiocesana, multipliquemos nuestra generosidad para atender a los pobres, para vivir de verdad las catorce obras de misericordia: siete corporales y siete espirituales, para hacerlo con una entrega tal que resulte un signo inocultable del amor cristiano. El Señor nos dice hoy: dénles de comer ustedes mismos. Él está siempre a nuestro lado, dispuesto a multiplicar el pan.

 

La fiesta litúrgica de Corpus Christi fue introducida en el siglo XIII por el Papa Urbano IV; el pontífice la pensó como una congregación de fervor y gozo para exaltar la presencia real del Señor en el sacramento. La procesión tenía antecedentes en algunos países realizada el Jueves Santo, pero con el correr de los años este día se hizo tradicional. El Papa Urbano encargó a Tomás de Aquino la composición de los textos para la Misa y el Oficio divino; conservamos aún en la memoria popular el Tantum ergo. La salida por  las calles adquirió un carácter de un testimonio de fe y de una bendición extendida al mundo profano. Recuerdo un verso del himno que cantamos al comienzo de nuestra celebración; la obra se compuso con ocasión del Congreso Eucarístico Internacional, celebrado en Buenos Aires en 1934, y el fragmento decía: pasearon el Corpus por nuestros solares los hombres que luego fundaban ciudades. Nosotros vamos a pasearlo unas pocas cuadras por esta, nuestra querida ciudad. El Señor bendecirá a todos, también a los que no se asomen a la puerta, a los que no creen en Él, pero nosotros no podemos acompañarlo pasivamente, sino con la convicción y el amor de quienes queremos seguirlo sin reservas. Nadie puede excluirse: con la oración todos colaboran eficazmente, y con el compromiso concreto muchos podrán plegarse a la tarea, ¡que sean los más! Animémonos a fundar, a refundar una ciudad, un país que nació católico y que no ha de abominar de sus orígenes, si nos aprontamos a seguir las huellas de quienes con valor nos precedieron. ¡Es todo un mundo el que hay que rehacer desde los cimientos! Y nadie puede poner otro fundamento distinto de Aquel en quien todo subsiste (cf.Col.1, 17).

 

+ Héctor Aguer

Arzobispo de La Plata

 

 

 

 

 

 

También te podría gustar...