En Navidad, Mons. Aguer advirtió sobre la oscuridad en Argentina, el mundo y el propio corazón.
Al presidir la Misa de la Noche de Navidad, en la Catedral, el Arzobispo de La Plata, Mons. Héctor Aguer, sostuvo que «nosotros nos hemos congregado en esta noche, no simplemente para recordar, para conmemorar el hecho acontecido en Belén, sino para vivir el misterio. Sobre nosotros, que habitamos en el país de la oscuridad, va a brillar una luz»
El país de la oscuridad es la Argentina
Agregó que «el país de la oscuridad es la Argentina -aun cuando no se desencadene la crisis energética- es la franja amplísima de nuestra sociedad corrompida, no solo por violar el séptimo y octavo mandamiento sino también el sexto, y los otros; por ignorar a Dios. Los pecados de la farándula, difundidos y amplificados por el chimento mediático, pasan por hechos normales y suscitan la atención de muchísima gente. Causa tristeza tanta insensatez»
Un mundo que desprecia a Jesús, y una Europa renegada
Añadió que «el mundo es tiniebla, un mundo que desprecia a Jesús y a la herencia cristiana, como sucede vergonzosamente, por ejemplo, en la renegada Europa. Es país de la oscuridad quizá nuestro propio corazón, o al menos algunos recovecos suyos, porque cada hombre tiene su propia noche. Pero en esta noche hoy brilla la luz, realmente, porque para nosotros y en nosotros nace el Señor. No es éste un pensamiento piadoso, sino la verdad del misterio litúrgico; la liturgia no es teatro, sino presencia eficaz del acontecimiento salvífico bajo el velo de los símbolos».
Este es el texto completo y oficial de su homilía:
La luz en las tinieblas
Homilía de la Misa de la Noche de Navidad. Iglesia Catedral
24 de Diciembre de 2015
El pueblo que caminaba en las tinieblas ha visto una gran luz; sobre los que habitaban en el país de la oscuridad ha brillado una luz. Así, según hemos escuchado, habló Isaías (Is. 9, 1). El profeta asocia esa manifestación luminosa del Dios Salvador al nacimiento de un niño maravilloso; a partir de ese hecho la suerte de aquel pueblo cambiará para siempre. Un niño nos ha nacido (ib. 5): ha nacido para nosotros. La celebración nocturna de la Navidad del Señor asume el múltiple significado bíblico de la noche. En los textos de la Sagrada Escritura se recogen las impresiones ambivalentes que la oscuridad suscita naturalmente en el hombre, pero también la memoria del hecho salvífico fundamental: la pascua y la liberación de la esclavitud padecida en Egipto. Todo ocurrió de noche, como lo remarca con insistencia el relato del libro del Éxodo: la inmolación del cordero a la hora del crepúsculo (Ex. 12, 6); el paso del exterminador de los primogénitos egipcios esa noche (ib. 12), a media noche (ib. 29); esa misma noche (ib. 31) se precipita la orden del Faraón, aterrado, para que los israelitas abandonaran el país opresor. El autor comenta todavía: el Señor veló durante aquella noche, para hacerlos salir de Egipto (ib. 42). Aquella vieja pascua, provisoria, era imagen de la nueva, verdadera y definitiva, la de Cristo, que fue entregado en la noche; a la hora de su muerte las tinieblas cubrieron toda la región (Mt. 27, 45); su resurrección fue un estallido de luz en medio de la noche, ya que al amanecer las santas mujeres encontraron el sepulcro vacío (cf. Mt. 28, 1). En la persona de Cristo Resucitado, de las tinieblas brota la luz. Pero no hubiera habido Pascua sin Navidad; los dos misterios ocurrieron en la noche, y en la noche los celebramos. La profunda conexión entre esos dos polos de la vida de Jesús, y de nuestro año litúrgico, se manifiesta en el hablar castizo: solía decirse Pascuas de Navidad –así, en plural- para abarcar el período del 25 de diciembre al 6 de enero, cuando se conmemora la adoración de los Magos. Un texto bellísimo del Libro de la Sabiduría (18, 14 s.) que se refiere a la intervención de Dios, como un guerrero implacable, contra los primogénitos de Egipto, puede ser apropiado para ilustrar la encarnación del Verbo y su nacimiento nocturno en Belén: Cuando un silencio apacible envolvía todas las cosas, y la noche había llegado a la mitad de su rápida carrera, tu Palabra omnipotente se lanzó desde el cielo…
Detengámonos ahora en el evangelio, en la buena noticia de esta noche. San Lucas ubica el nacimiento de Jesús en el contexto de la historia universal: anota que el emperador Augusto ordenó realizar un censo en todo el mundo; ecúmene es la palabra castellana que traduce el término griego oikuméne, el mundo entero. Esta circunstancia explica el traslado de José para empadronarse en la ciudad de su antepasado David, en el lugar de sus humildes orígenes. En el programa del poder supremo de la tierra irrumpe la manifestación celestial, en aquel rincón perdido del mundo aparece la gloria del verdadero emperador. El evangelista tiene en cuenta la profecía de Miqueas (5, 1-4) que menciona a Belén como sitio donde ha de parir aquella que debe parir; también Lucas repite dos veces este verbo. Pero la descripción es intencional, delicadísima: María da a luz a su hijo, lo arropa y lo instala en el pesebre; todo lo hace ella sin dificultad y sin necesidad de partera, en una intimidad misteriosa, virginal. Ocurre, ese acontecimiento central de la historia humana, en una especie de establo lindero al hospedaje de las caravanas, donde aquella situación de una mujer parturienta hubiera molestado; el texto dice: no había lugar para ellos, detalle que recuerda la afirmación contundente del prólogo del cuarto evangelio: la luz verdadera, que era el Verbo, vino a los suyos y los suyos no la recibieron (Jn. 1, 11). El que nacía es el hijo primogénito, el Primogénito de toda la creación; un bebé, sí, pero –como anunciará el ángel a los pastores- el Salvador, el Mesías, el Señor.
Los pastores son los elegidos para recibir, primero ellos, el Evangelio. El pasaje de Lucas (1, 10) suena así: No teman, porque les evangelizo una gran alegría. En la noche se les abre el cielo y se deja ver, luminosa, la gloria de Dios. La figura del pastor aparece reiteradamente en el Antiguo Testamento, como también en la literatura clásica; se lo presenta con perfiles diversos, algunas veces idealizado, muchas otras en trazos negativos. Se puede decir que, en general, en el Israel de entonces no tenían buena fama; pero esa noche fueron los privilegiados. ¿Estaban preparados para recibir esa gracia? Me permito una alusión a Rainer María Rilke, un eximio poeta del siglo XX. Rilke llama a la noche infinita oscuridad hecha de luz; él también, un artista tan sensible a la filtración de lo cósmico en su ánimo, identifica al pastor como el único que está preparado, por su curtida naturaleza, para captar esa magnitud desmesurada que ocurre en la noche. Pero si queremos acercarnos más a la intención del evangelista podemos pensar que asimismo en el protagonismo de los pastores se verifica la lógica de la encarnación: corresponde que el mensaje de Navidad, que incluye centralmente el signo de Dios Salvador yaciendo en un pesebre, se dirija a aquella gente sencilla, pobre, ajena al mundo oficial; su curtida naturaleza-como dice el poeta- constituía una recomendación. Este inicio se explica luego en la enseñanza de Jesús, en su predilección por los pobres, tan señalada en el Evangelio de San Lucas.
Nosotros nos hemos congregado en esta noche, no simplemente para recordar, para conmemorar el hecho acontecido en Belén, sino para vivir el misterio. Sobre nosotros, que habitamos en el país de la oscuridad, va a brillar una luz. El país de la oscuridad es la Argentina –aun cuando no se desencadene la crisis energética – es la franja amplísima de nuestra sociedad corrompida, no solo por violar el séptimo y octavo mandamiento sino también el sexto, y los otros; por ignorar a Dios. Los pecados de la farándula, difundidos y amplificados por el chimento mediático, pasan por hechos normales y suscitan la atención de muchísima gente. Causa tristeza tanta insensatez. El mundo es tiniebla, un mundo que desprecia a Jesús y a la herencia cristiana, como sucede vergonzosamente, por ejemplo, en la renegada Europa. Es país de la oscuridad quizá nuestro propio corazón, o al menos algunos recovecos suyos, porque cada hombre tiene su propia noche. Pero en esta noche hoy brilla la luz, realmente, porque para nosotros y en nosotros nace el Señor. No es éste un pensamiento piadoso, sino la verdad del misterio litúrgico; la liturgia no es teatro, sino presencia eficaz del acontecimiento salvífico bajo el velo de los símbolos. La clave es el adverbio hoy: sucede hoy.
La oración colecta que hemos rezado se remonta por lo menos al siglo VIII. En ella nos dirigimos a Dios Padre que ha iluminado esta santísima noche con la claridad de Cristo, luz verdadera; le pedimos que después de haber conocido en la tierra los misterios de esa luz, podamos también gozar de ella en el cielo. La misma convicción y súplica se expresa en el prefacio de la plegaria eucarística que voy a cantar; le decimos al Padre: gracias al misterio de la Palabra hecha carne, la luz de tu gloria brilló ante nuestros ojos con nuevo resplandor, para que, conociendo a Dios visiblemente, lleguemos al amor de lo invisible.
Hoy, esta santísima noche. Fue el Papa Sixto III, en el siglo quinto, quien introdujo en el rito romano la costumbre de celebrar una misa de Navidad a medianoche en la basílica de Santa María la Mayor. El mismo pontífice había construido allí una capilla en honor del nacimiento de Jesús que era algo así como una réplica de la gruta de Belén; fue por eso que la iglesia comenzó a llamarse Santa María al Pesebre. Probablemente este uso se inspiró en lo que sucedía en el propio lugar del nacimiento del Señor: los fieles acudían a Belén y pasaban la noche en oración junto a la gruta. Cuando yo era niño esta misa comenzaba exactamente a medianoche y se llamaba Misa del Gallo; el brindis, en todo caso, venía después.
Pongámonos en espíritu como si estuviéramos en Belén. Al concluir la misa vamos a venerar con un beso la imagen del Niño Jesús. Pero lo decisivo ocurre en el interior; nuestra curtida naturaleza, nuestra noche, es alcanzada por la luz. Hoy se manifestó la bondad de Dios nuestro Salvador y su amor a los hombres (segunda lectura, Tito 3, 4). ¡Que alcance a muchos más! A todos aquellos cuyos nombres llevamos en el corazón, a los que sin saber muy bien porqué intercambian un saludo de Feliz Navidad; ojalá alcance al mundo entero.
+ Héctor Aguer
Arzobispo de La Plata
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