Skip to content

En Luján, Mons. Aguer insistió en la necesidad de recristianizar Argentina.

El Arzobispo de La Plata, Mons. Héctor Aguer, junto a sus dos obispos auxiliares: Mons. Alberto Bochatey, a su derecha; y Mons. Nicolás Baisi, a su izquierda (Luján, sábado 14 de mayo de 2016).

El Arzobispo de La Plata, Mons. Héctor Aguer, junto a sus dos obispos auxiliares: Mons. Alberto Bochatey, a su derecha; y Mons. Nicolás Baisi, a su izquierda (Luján, sábado 14 de mayo de 2016).

 

 

Ampliando nuestra anterior publicación, del propio sábado 14 de mayo, trascribimos seguidamente la homilía del Arzobispo de La Plata, Mons. Héctor Aguer, en la 117º peregrinación arquidiocesana a Luján; en la que insistió en la necesidad de recristianizar Argentina. Este es el texto completo y oficial de sus palabras:

Consagrados a María como el Negro Manuel

Homilía en la Misa de la Peregrinación Arquidiocesana a la Basílica Nacional  

  de Nuestra Señora de Luján, 14 de mayo de 2016

 

La doble palabra de Jesús, que acaba de resonar con la solemnidad de una proclamación, manifiesta aquí en Luján todo su sentido: es una palabra de revelación que puede comprender espontáneamente el cristiano más sencillo; se la comprende con la inteligencia de la fe y con el afecto del corazón. Jesús vio a su Madre junto a la cruz, junto a Él, que se había plegado a la forma de la cruz, y le dijo Mujer, aquí tienes a tu hijo. El apelativo Mujer suena raro; ¿por qué no la llamó Madre, o María, o mamá? Al nombrarla así le estaba asignando un título, el de la figura prototípica del pueblo fiel de Dios, que en esa Hora (con mayúscula) pasaba de ser Israel a ser la Iglesia; más aún, la designaba como la Mujer por excelencia, la Nueva Eva, Madre de la humanidad reconciliada. La otra mitad de aquella única palabra de Jesús fue Aquí tienes a tu madre. Iba dirigida al discípulo a quién Él amaba, a Juan, el autor del cuarto Evangelio, que pudo registrar el episodio autobiográficamente, de primera mano. En aquel discípulo estaban incluidos todos, la multitud interminable en la que cabemos nosotros, que marchamos a los tropezones en este momento de la historia pero encaminados hacia aquel fin dichoso, cuando el Señor resucitado retorne, cuando nos encontremos para siempre con él, ya sin sobresaltos. De paso, en esa inclusión en el número de hijos de María somos condecorados como aquellos a los que Jesús ama, y allí reside la clave de nuestra suerte. La escena descrita (Jn.19, 25-27) concluye con esta anotación: Y desde aquella Hora el discípulo la recibió como suya. Así les ocurre a todos los cristianos -aunque lo ignoren luego, o incluso con el tiempo se opongan y la repudien-, el día del bautismo, cuando se les aplica la Hora de la redención y reciben a María como su Madre; Juan la recibió en la intimidad de su fe, como el don más precioso que pudo regalarle el Señor. En algunas traducciones  se lee la tomó en su compañía, o también se la llevó a su casa. De acuerdo con una tradición oriental la habría llevado hasta Panhaya Kapulu, en Asia Menor; allí habría residido Juan con María hasta su dormición.

 

Nosotros los bonaerenses -¡los platenses!- la tenemos allí en Luján. La tenemos en el signo pequeñísimo y tan querido de la imagen que  llegó en el carretón de un portugués piadoso que junto con su mercadería llevaba dos imágenes. Ustedes conocen la historia: los bueyes se empacaron y no se movieron ni un paso hasta que el cajoncito con la imagen de la Pura y Limpia Concepción, mejor dicho, ella misma, dio señales de que deseaba quedarse en estos pagos. La otra imagen pudo seguir hasta Sumampa. Aquella a quien llamamos Nuestra Señora de Luján quedó en casa de Don Rosendo de Oramas, al cuidado de un negrito angoleño llamado Manuel. El portugués era el amo, el dueño del esclavo –es horrible hoy día hablar así, pero era así – y se desprendió de él para donárselo a la Virgen; el chico tuvo en gran honor ser esclavo de la Reina del Cielo, y cuidó amorosamente de la primitiva ermita. Cuando murió Don Rosendo, su hijo Juan que era cura rector de la Catedral de Buenos Aires, como heredero de su padre reclamó al negro como una cosa más de las pertenencias paternas que entonces recibía. Hubo un litigio en los tribunales eclesiásticos,  y para alivio de Manuel, Doña Ana de Mattos logró conformar al cura con cien pesos para que la Virgen no perdiera a su devoto sacristán, y éste a su verdadera y única Dueña, a la que estaba consagrado. Dicen que la sirvió con su amor y alegría durante unos 40 años, y era un pibe cuando se inició en el oficio. Ignoro si podrán reunirse los datos necesarios para un proceso de beatificación, pero sin duda era un santo, y según las crónicas el verdadero fundador de esta Romería, el antepasado espiritual de nuestras peregrinaciones a Luján. Quiera Dios que nosotros miremos a María con sus ojos, y que como él le abramos sinceramente, sin tapujos, nuestro corazón.

 

Hace un momento dije que es horrible hoy día hablar de esclavo, de esclavitud. En efecto, desde hace siglos ha desaparecido esa inhumana forma de dependencia entre personas; en la actualidad –la cosa viene de lejos, en realidad- se nos inculca que somos  absolutamente libres para hacer lo que nos venga en ganas, hasta para cambiar de género. Digamos, como entre paréntesis, que son muchos los que enarbolan esas banderas; propagandistas y confundidos abundan, gracias al favor de los medios de comunicación, pero he leído recientemente que solo 10.000 argentinos, incómodos en su condición natural, han pasado a ser de varón mujer o de mujer varón; muchos menos se atrevieron a someterse al bisturí. Aunque la cifra parece ser la cantidad de quienes obtuvieron el DNI anhelado ¿se habrán liberado efectivamente?, ¿serán felices?.

 

En 1673, año aproximado al de la muerte del Negro Manuel, nació en Montfort, en la Bretaña francesa, San Luis María Grignion, el incansable misionero autor del Tratado de la verdadera devoción. En esta obra, a la vez profunda y sencilla, accesible a todos, escribe: Nada hay entre los hombres que tanto nos haga pertenecer a otro como la esclavitud; nada hay tampoco entre los cristianos que nos haga más absolutamente pertenecer a Jesucristo y a su Santísima Madre que la esclavitud voluntaria, según el ejemplo del mismo Jesucristo, quien tomó la forma de esclavo por amor nuestro, y el de la Santísima Virgen, que se ha llamado la sierva y esclava del Señor (Cap.2, art.2). Para Montfort la verdadera devoción de María es la perfecta consagración a Jesucristo por medio de ella, para cumplir en serio las promesas bautismales. Tal consagración es une servidumbre de amor, que nos introduce y equivale –aunque parezca una paradoja- a la amistad con Jesús, al amor filial respecto del Padre (cf.Jn.15, 15), y a la verdadera libertad. Se ingresa así en un ámbito de intimidad en el que puede hacerse efectiva aquella promesa pronunciada por el Señor en la Última Cena: les aseguro que todo lo que le pidan al Padre, Él se los concederá en mi Nombre (ib.16, 23).

 

La peregrinación de hoy, queridos hermanos, se cumple como un gesto de la Iglesia Platense en el Año Jubilar de la Misericordia. La peregrinación ha sido siempre, en la tradición católica, un acto penitencial de búsqueda de indulgencia, del perdón de Dios. Desde aquel día en que la pequeña imagen de María quedó en esta zona, Luján ha venido a ser una meta de peregrinación. Todos nosotros guardamos en algún rincón del corazón la memoria, la íntima experiencia de nuestras visitas a esta basílica: solos, en familia, con alguna de nuestras comunidades de parroquias o capillas. Quizá recordemos que una vez, especialmente, la gracia del Señor se hizo sentir más poderosa y purificadora, o que por medio de la Mediadora ante el Mediador obtuvimos el don que vinimos a pedir. Siempre somos mendigos, así llegamos hasta aquí, con lágrimas en los ojos tal vez, pero también sostenidos por una esperanza que no defrauda y que es fuente de serenidad y alegría. No venimos a reclamar nada, sino a dar, a ofrecernos, a ponernos al alcance de la mirada maternal de la Madre del Señor. Los exegetas han señalado una conexión patente entre el pasaje del Evangelio de Juan elegido por la liturgia para la misa propia de Nuestra Señora de Luján –la que estamos celebrando – y la escena de las bodas de Caná, incluida en el capítulo 2 del mismo texto joánico. En ésta nadie le pide nada a María; ella sola advierte que la fiesta va a fracasar porque a los novios se les acabó el vino. Jesús parece desentenderse del caso, como si dijera: “¿nosotros qué tenemos que ver, si somos invitados como los demás?”; pero la Madre, a quien el Hijo llama –también aquí – solamente, Mujer, indica con discreción a los mozos: Hagan todo lo que él les diga (Jn.2,5), y por la palabra del Verbo, del agua sale el mejor vino, para asombro de los que entienden y disfrute mayor de los que ni se dieron cuenta del incidente, que fue el primer milagro del Redentor.

 

No está mal que nosotros vengamos con nuestra lista de pedidos, con muchas nobles, necesarias, urgentes intenciones; no hace falta en realidad que las formulemos verbalmente; lo que sí es preciso, imprescindible, que estemos dispuestos a hacer lo que Él, Jesús, nos diga. Y sabemos muy bien lo que nos dice, registrado objetivamente en los textos del Nuevo Testamento. El Año Jubilar de la Misericordia requiere, para ser fructuoso, que supliquemos para nosotros la misericordia del Señor y nos propongamos a ofrecer misericordia a nuestros hermanos. Es probable que muchas veces la quinta petición del padrenuestro caiga de nuestros labios sin que estemos atentos a la enormidad que estamos enunciando: prometemos perdonar como condición para ser nosotros  mismos perdonados. Más allá de nuestros problemitas o problemones personales, la Argentina carga sobre su historia numerosos desencuentros, rencores persistentes, ardores de venganza disimulados como reclamos de justicia, contrastes de clamorosos recubiertos por la indiferencia y la frivolidad, negaciones particulares del perdón. Falta la sinceridad elemental que impulsa a llamar a las cosas por su nombre, a reconocer los errores para no distraernos egoísticamente mientras tantos a nuestro lado lo pasan muy mal. Resulta que a las décadas perdidas se las llama ganadas y que nadie quiere pagar los platos rotos; mejor dicho, como pagarlos es inevitable, siempre los pobres pagan la cuota más alta, los autores del estropicio suelen zafar, y por las dudas tienen reservas abundantes. La deshumanización de nuestra sociedad es la consecuencia ineluctable de su descristianización. Está muy bien entonces, que a nuestra lista de pedidos personales añadamos otra, bien larga, de necesidades colectivas. Pero la súplica debe ir unida a una promesa de recristianización social que comienza en el precioso espacio de la decisión personal de cada uno. Hoy se nos ofrece la oportunidad de consagrarnos nuevamente a María, esta vez con todas las veras de nuestra voluntad, de nuestro amor, de nuestro ser. Alguna vez puede ser la definitiva.

 

Me atrevo a desempolvar una vieja propuesta dirigida por un Papa a los argentinos, tomada del Mensaje al Primer Congreso Mariano Nacional, pronunciado por Pío XII, el 12 de octubre de 1947: Prométanle a María dedicarse con todas sus fuerzas a conservar y favorecer la dignidad y santidad del matrimonio cristiano, la instrucción religiosa de la juventud en las escuelas, la aplicación de las enseñanzas de la Iglesia en la ordenación de las condiciones económicas y la solución de la cuestión social. Ser fieles a la Iglesia en estos puntos fundamentales de la civilización cristiana será hoy prueba palmaria del verdadero y genuino amor a María y a su divino Hijo. ¿Qué les parece: después de la sistemática demolición de esos valores, será posible ensayar su reconstrucción? ¿Será posible vencer la tentación de considerar tal propuesta una antigualla, objetos irremediablemente arrumbados en el galpón de los trastos viejos, ilusiones que no condicen con la orientación de los nuevos tiempos? Supongamos que traducimos aquellas expresiones con olor a naftalina al lenguaje eclesiástico de los días que vivimos; ¿no es comprensible la sustancia, lo esencial de aquellos ideales tan obviamente católicos? ¿Podemos hacerlos objeto HOY de una promesa de la Virgen de Luján? ¿Qué les parece? ¡Digan…!

 

Concluyo con tres puntos: Primero. Como ya lo he recordado, la peregrinación en un acto penitencial, de la búsqueda del perdón de Dios. Venimos a Luján en busca del Señor, cargados con las mochilas de nuestras faltas, quien más, quien menos las arrastran por la vida. Muchas situaciones personales indican la imperfección de un cristiano en camino, que debe esperar todavía la hora de la gracia. No todos los que se llegan aquí a ver a la Virgen pueden alcanzar ya mismo la meta; pueden –eso sí– irse acercando a ella con humildad y confianza. No estarán en condiciones de comulgar, y no busquen la coartada que puede ofrecerles un cura manga ancha; sigan por el camino Real, no se internen en un vericueto. Asuman la oración del peregrino ruso: Señor Jesucristo, hijo de Dios, apiádate de mí, pecador; y quédense un ratito en silencio mirando a Nuestra Señora. Si pueden, vengan a Luján muchas veces; cada venida –estén seguros– no habrá sido en vano. Ella hará todo lo posible para acomodar las cosas. Como en Caná, está atenta a sus verdaderas necesidades.

 

Segundo. Es esta nuestra peregrinación arquidiocesana. Dejemos a los pies de la Mater Luxanensis (como la llamaba mi querido Padre en el episcopado y predecesor, el Cardenal Quarracino), dejemos a sus pies los trabajos, planes y anhelos de la Iglesia Platense. Que ella nos consiga la gracia de poder obrar siempre, con todo empeño y generosidad, con desinterés, por el crecimiento en la fe, la caridad y la misión de nuestra Iglesia Particular. Pidamos esa gracia por la obra que se está realizando en las periferias geográficas y existenciales. Que nos inspire nuevas iniciativas, realistas e inteligentes, para Cáritas, que vele por nuestra pastoral educativa y universitaria; que nuestros apóstoles laicos, sin temor alguno,  planten la cruz en los ámbitos de la cultura paganizada que parece prepotearnos con viejos y nuevos artilugios; que podamos rescatar a muchos chicos y chicas de la orfandad espiritual a la que los abandonan sus familias destruidas. Que seamos capaces de proclamar la vocación al matrimonio cristiano, y de ofrecer una buena formación, escolar y extraescolar para el amor, la castidad, el matrimonio y la familia. Y de suscitar abundantes vocaciones sacerdotales. ¡Bendice, Señora, nuestra módica pero fervorosa presencia en hospitales y cárceles! ¡Que sepamos trasmitir cada vez mejor la herencia recibida… y tantas y tantas cosas más, dignas de ser acogidas en el deseo y la plegaria; inspíranos todo lo que es necesario llevar a cabo y con diligencia por la extensión del Reino de tu Hijo! Aquí nos sentimos como en casa. Cuando ocurrieron los hechos del carretón este territorio formaba parte de la diócesis de Buenos Aires; a partir de 1897 fue propio de la Iglesia Platense hasta 1934. Pero Nuestra Señora de Luján sigue siendo nuestra, porque es de todos los bonaerenses y de todos los argentinos.

 

Por último. Veo aquí congregados a muchos niños y adolescentes. Ustedes, chicos y chicas, son el futuro de la Iglesia y de la Patria. Encomiéndense a María; nosotros, los adultos, nos unimos a esa encomienda para que no fallen, para que siendo chicos no se achiquen, para que no se conviertan en desertores. Experimenten la alegría de ser amigos y preferidos de Jesús y conságrense a Él por medio de su Madre. Los invito a todos a que recemos ahora, pausadamente y pensando muy bien lo que decimos, un avemaría.

 

No sé si finalmente el Negro Manuel llegará a ser proclamado santo. Pero de seguro está en el cielo e intercede por nosotros. ¡Y cómo no lo va a escuchar  a él la Virgen de Luján, que le debe tantos favores! Digamos, entonces, como lo decía todo el tiempo, y con amor, el negrito angoleño: Dios te salve, María… No hay dos sin tres, y es muy común entre los católicos el rezo de tres avemarías. Entonces: Dios te salve, María…

 

 

 

 

Héctor Aguer

Arzobispo de La Plata

 

 

 

También te podría gustar...