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«El Doctor Común de la Iglesia»: Homilía de Mons. Aguer en el Seminario platense.

Mons. Aguer en el Seminario platense.

Mons. Aguer en el Seminario platense.

 

     Trascribimos, a continuación, el texto completo y oficial de la homilía que el Arzobispo de La Plata, Mons. Héctor Aguer, pronunció el pasado lunes 7 de marzo, en el Seminario Mayor San José de La Plata. Ampliamos, de este modo, el adelanto que remitimos, por este medio, el martes 8 de marzo.

El Doctor Común de la Iglesia

Homilía en la Misa de Iniciación de los Cursos. Seminario Arquidiocesano

7 de marzo de 2016.

Nosotros conservamos, aquí en el Seminario, el 7 de marzo como fecha para celebrar a Santo Tomás de Aquino. El nuevo calendario litúrgico, apelando a razones históricas, trasladó la memoria del Gran Doctor de la Iglesia al 28 de enero, data para nosotros imposible de observar. Además, el 7 de marzo fue tradicionalmente el día de inicio del año académico en los seminarios. Estoy cierto de que los seminaristas del último año del ciclo teológico no han pasado la noche en vela para festejar esa nueva insensatez adolescente del “ultimo primer día”. A mí me despertaron poco después de las 5 y media las explosiones, los bombos y los clamores. Supe que en uno de nuestros colegios los padres lograron negociar con sus hijos que por lo menos pasaran la velada en un lugar seguro.

En los seminarios se estudiaba a Santo Tomás. Me refiero al siglo XX. Se lo estudiaba más o menos, a él o a alguna de las reducciones o deformaciones manualísticas de su enseñanza. Además habían reaparecido las impugnaciones contra Santo Tomás y la filosofía llamada escolástica, repudiadas en su momento por León XIII en la encíclica Aeterni Patris y por San Pio X en la Pascendi. No recuerdo ahora quién dijo, en tiempos del Vaticano II, un poco antes o un poco después: “¡Ay de la Iglesia de un solo doctor!” Muy bien dicho, si se hubiera tratado de incluir con mayor influjo en los estudios eclesiásticos a los Santos Padres y a la gloriosa galería de los doctores católicos, sin olvidar a los contemporáneos de probada fe, que los había, y muy buenos, y no a teólogos de fama artificial imbuidos de la filosofía de la Ilustración, de Hegel o de alguno de los grandes del siglo XX, como Heidegger –prefiero olvidarme de Marx- sin sopesar cuáles eran los resultados de la mélange en la formación sacerdotal, en la cabeza, el corazón y la orientación de vida de quienes se iban integrando al corpus de los pastores eclesiales. Supuesto que aquellas víctimas estudiantiles entendieran algo de semejantes galimatías.

En La Plata se ha conservado en la inspiración de los estudios académicos una tradición tomista, a pesar de los encantamientos y virazones del contexto clerical y cultural; en el campo de la filosofía los nombres Derisi, Blanco y Ponferrada son emblemáticos. Lo dicho, y valorado positivamente, no excluye- todo lo contrario- el estudio de las filosofías contemporáneas y el diálogo con sus exponentes, como también entre nosotros se ha hecho. Aquí está presente Ciliberto, que se ha ocupado de esta área. Ahora habría que descubrir, como lo hizo Tomás en su tiempo, qué filósofos cuentan realmente en el siglo XXI y advertir en qué medida el diálogo con ellos- dialogo o controversia, que ha sido siempre ocupación de filósofos- puede enriquecer a la teología católica. Algunos semiocultos, no enfocados por la propaganda, debe haber.

Me tomo ahora la libertad de entrometer en una homilía algunos recuerdos personales. El Señor me ha concedido la gracia de un encuentro temprano con la Suma Teológica; temprano significa que era un muchachito, antes de mi ingreso al seminario. El Padre Julio Meinvielle, que había sido durante muchos años el párroco genial, multifacético, del barrio de Versailles, era por entonces, y dedicado a los estudios, capellán de la histórica Casa de Ejercicios de la calle Independencia; los domingos a la mañana reunía en su despacho a un grupo de jóvenes para iniciarlos en la lectura de la Suma, que él explicaba sapientísimamente y de un modo adaptado a nuestra ignorancia. Ese fue mi inicio; le estaré siempre infinitamente agradecido a don Julio, ante cuya sepultura fui a rezar el miércoles pasado.

Luego, en el Seminario Arquidiocesano de Buenos Aires, acabada ya en mi época la conducción a cargo de la Compañía de Jesús, reinaba una orientación tomista. No puedo olvidar a otros dos maestros, tan distintos de Meinvielle, a los cuales debo buena parte de mi cultura filosófica; es decir, de lo que queda de ella. Y también de la teológica, valga ésta lo que valiere. El Padre Rafael Tello me enseñó muchísimo, no sólo en las clases, sino también en el consejo y la charla personal. Cuento algo que quizá no sea muy ejemplar para la disciplina seminarística. Él vivía con su madre en Soldado de la Independencia y Olleros. Frecuentemente, después de la clase, yo lo acompañaba a tomar el 94; casi siempre en el “bondi” teníamos que ir  de pie, y hablábamos todo el tiempo de cuestiones filosóficas: Aristóteles- que él conocía bien-, Tomás y otros autores y especialmente de aquellos nudos especulativos que yo deseaba esclarecer. Bajábamos en Cabildo y Olleros, íbamos caminando hasta la puerta de su casa y lo dejaba allí – él siempre de sotana-; entonces emprendía yo el camino de regreso por la misma vía. Estando ya hacia el final del ciclo teológico -habían comenzado los terribles años 70- Tello comenzó a macanear notoriamente, haciendo mucho daño, y tuve la libertad y el afecto de reprochárselo.

El otro maestro, con el cual me sigue uniendo una respetuosa amistad, es Monseñor Eduardo Briancesco; con él aprendí Historia de la Filosofía Medieval -y a apreciar en ese curso a San Anselmo, del cual Eduardo es especialista- y luego recibí también de él clases de Virtudes Teologales. Más tarde, siendo yo licenciado, él las me asoció a esta cátedra en la Facultad de Teología y me encomendó ocuparme de la Esperanza y de los Dones del Espíritu Santo; así comenzó mi función académica. Con él asimismo intenté hacer la tesis doctoral, aplicando a textos de Santo Tomás un método de lectura que él llamaba “estructural” y que con él había yo ejercitado en un seminario sobre la trilogía de Anselmo: De veritate, De libertate arbitrii y De casu diaboli. Elegí del Angélico las cuestiones disputadas De Veritate y comprobé que el método funcionaba también allí, en una obra tan diversa. Alcancé a estudiar las siete primeras cuestiones y a poner por escrito el resultado -un escrito del que perdí el rastro- y la Cuestión 10 Sobre el alma en cuanto imagen de la Trinidad (el texto no dice anima sino mens); en este caso mi trabajo fue publicado. Por razones que no es oportuno ventilar aquí, no pude continuar. No soy doctor.

La bibliografía sobre Santo Tomás es abundantísima, inabarcable; desde los grandes comentarios debidos a Juan Capréolo (siglo XIV-XV) y Cayetano (siglo XVI) hasta Santiago Ramírez (siglo XX)- por citar sólo algunos- más las incontables tesis sobre diversos aspectos de su filosofía y su teología y por ejemplo la admirable reinterpretación de su metafísica por Cornelio Fabro. Me detengo brevemente en una obra sencilla, entusiasta y clásica de Jacques Maritain, El Doctor Angélico, que le dedica a Tomás otros nombres además de ése y que son los títulos de los capítulos del libro: ante todo El Santo, porque comienza precisamente trazando un perfil de su santidad; lo llama también El Sabio Arquitecto, El Apóstol de los Tiempos y El Doctor Común. Común no por bajo, ordinario y vulgar, sino todo lo contrario: tan excelente que es recibido y admitido por todos. En efecto, durante mucho tiempo se lo consideró y se lo llamó Doctor Communis Eclesiae. De paso, conviene saber que el libro de Maritain, Le Docteur Angélique, fue traducido aquí, en este Seminairo de La Plata, por dos seminaristas cercanos ya a la ordenación que fueron luego al Obispo Manuel Guirao y el cardenal Eduardo Pironio, ambos discípulos e hijos espirituales del inspirador de la iniciativa y autor del prólogo, Monseñor Octavio Nicolás Derisi.

Respecto del uso del título Doctor Communis hace un momento me expresé en pretérito movido por un cierto desengaño. Entre fines de los años 30 del siglo pasado, cuando Maritain compuso su obra y la actualidad han ocurrido muchos cambios, los necesarios y los arbitrarios; muchas cosas fueron puestas patas arriba sin necesidad, sin aportar argumentos convincentes y por gente sin autoridad. No  obstante, el magisterio de los Papas ha sido claro en su recomendación del Aquinate. El Concilio Vaticano II, al hablar de los estudios preparatorios para el sacerdocio, prescribe profundizar en los misterios de la salvación y descubrir la conexión que los liga ope speculationis Sancto Thoma magistro (Optatam totius, 16): hay que pensarlos y repensarlos con la humilde aspiración a entender algo y siguiendo a Santo Tomás como maestro. Un eco de la enseñanza conciliar se encuentra en el canon 251; se dice allí que la enseñanza de la filosofía debe fundamentarse en el patrimonio filosófico perennemente válido. La expresión se encontraba ya en el número 15 del decreto Optatam totius, sobre la formación sacerdotal, donde el Concilio hacía referencia a la encíclica Humani generis, una poderosa refutación del neomodernismo publicada por Pío XII en 1950. Inmediatamente surgieron las dudas y los pedidos de aclaración: ¿qué significa esa frase? A fines de 1965 la Santa Sede explicó que patrimonio filosófico perennemente válido significa los principios de Santo Tomás, y en 1972, en un amplio documento sobre la enseñanza de la filosofía se afirma que continúan permaneciendo válidas las recomendaciones de la Iglesia, ya que en la filosofía de Santo Tomás los primeros principios de la verdad natural son clara y orgánicamente enunciados y armonizados con la revelación. Dicho de otro modo: si no existe la verdad y si se altera el concepto de naturaleza no se puede pensar y entender la Palabra de Dios. Santo Tomás filosofó para poder contemplar al Dios que se nos reveló en su Hijo, el Verbo hecho carne.

Ustedes, queridos muchachos, estudian más o menos a Santo Tomás, como al parecer está mandado; ¿qué pueden aspirar a obtener? Leyéndolo detenidamente, paso a paso, con una buena guía, ese estudio ordena la cabeza, enseña a pensar, muestra argumentativamente la centralidad de Dios; ofrece- me refiero especialmente a la Suma- una verdadera teología, un discurso sobre Dios. En muchos pasajes, a pesar de los tecnicismos, o a través de ellos, despunta al talante contemplativo de esa disquisición. Vuelca el autor en su obra el saber de los filósofos paganos y el de los Padres de la Iglesia. Llega como es obvio, hasta su tiempo, hasta el siglo XIII, pero nos deja un pensamiento abierto que tiene un valor pastoral y catequístico permanente, ya que se refiere al orden natural y a la médula de la revelación, a la Verdad de la creación y de la redención. Con la cabeza bien formada uno puede afrontar cualquier tormento de la razón.

¿De dónde manaba su saber? Indiscutiblemente, de su vida interior, no sólo de su vigor intelectual nativo. Maritain, en aquella obra mencionada, afirma que su santidad fue la santidad de su inteligencia, porque en él la vida de la inteligencia tomaba su vigor y su luz del fuego de la contemplación infusa y de los dones del Espíritu Santo. Y añade: oraba sin cesar, lloraba, ayunaba, suspiraba. Cada uno de sus silogismos es como la síntesis de sus plegarias y de sus lágrimas, y ese sosiego lúcido que en nosotros produce su palabra proviene, sin duda, de la invisible impregnación de sus anhelos, presente en todos sus textos, y del tenaz impulso de su vehementísimo amor. Según esta descripción, ¡qué bien elegida está la primera lectura de la liturgia de hoy!

La plegaria contenida en el libro de la Sabiduría (7,7-10. 15-16) y que hemos escuchado, podría ser puesta en boca de Tomás. Pidió ardientemente la sabiduría, y se le concedió.

Tomás fue un fraile del siglo XIII y su empeño pastoral fue estudiar, escribir y predicar para la Iglesia de su tiempo, y según ella misma, según lo ha reconocido la misma Iglesia, para la de todos los tiempos. Ustedes, que serán sacerdotes del siglo XXI, no pueden aspirar a ser santos tomases copiando poses suyas; además no corresponde. Pero se me ocurre que existe una fuerte analogía entre su vida y la nuestra, la propia de sacerdotes diocesanos, ya nos orientemos hacia el empeño académico o al pastoreo de una parroquia de barrio, o a ambas cosas. La semejanza está en la inteligencia de amor que pongamos en todo lo que hacemos, sin extravagancias, siendo hombres de nuestro tiempo; podemos y debemos hacer que se note bien, con absoluta modestia y humildad, que creemos en Cristo, que lo conocemos, entendemos y amamos, que él ha atrapado nuestra razón y nuestra voluntad, y que toda nuestra vida no tiene otro sentido, propósito y fin que hacerlo conocer y amar. Sin atropellar a nadie, pero ofreciendo a todos la gracia de un humanismo pleno capaz de llenar el penoso vacío que deja en las almas el nihilismo contemporáneo. A muchos paganos bautizados que anhelan las bellotas que comen los cerdos, podemos convencerlos de que es mejor volver a la casa del Padre, participar de la fiesta y saciarse con el ternero cebado (cf. Lc. 15, 11-24).

Santo Tomás comentó el Evangelio de Mateo; al llegar al pasaje que hoy se ha leído (Mt. 23, 8-12) escribe: Se llama propiamente maestro el que tiene doctrina propia, no el que la recibe de otro y la difunde entre otros. Y así hay un solo maestro que es Dios, porque sólo él propiamente  hablando tiene una doctrina; pero en cuanto al ministerio los maestros son muchos. Si pensamos en términos de autoridad, nos referimos a lo que corresponde a Dios; pero si nos referimos al ministerio pensemos en lo que es propio de la humildad; por eso el texto añade (versículo 11) “el más grande entre ustedes será el que los sirva”, esto es: se ha de considerar un ministro, un servidor.  El Crisóstomo dice que Dios es uno por naturaleza y muchos lo son por participación, así también hay un maestro que lo es naturalmente y muchos que lo son ministerialmente (Super Matthaeum, ed. R. Cai 1848). Hasta aquí la cita. Donde Tomás escribe minister, en el texto griego de Mateo se lee diákonos, servidor. Enseñar al que no sabe es una dicotomía, un servicio, una obra de misericordia. Concluyendo: en el orden cristiano “doctor”, “maestro” –se puede añadir “licenciado”, “profesor”- no son títulos de autoridad, sino de humildad. Como explica el mismo Tomás en el lugar correspondiente de la Suma, la humildad consiste en que el ánimo, refrenado, no tiende inmoderadamente hacia lo excelso (II-II q. 161 a. 1/corp). Por eso un humilde fraile pudo ser Doctor Común de la Iglesia.

+ Héctor Aguer

Arzobispo de La Plata.

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