Homilía de Mons. Aguer en la Santa Misa de clausura de la Semana Tomista.
Publicamos a continuación la homilía que el Arzobispo de La Plata, Mons. Héctor Aguer, pronunció en la Santa Misa de clausura de la XLII Semana Tomista, que se desarrolló entre el lunes 11 y este viernes 15, en el Auditorio «Mons. Derisi», de la Universidad Católica Argentina, de Puerto Madero, en Buenos Aires. Este es el texto, completo y oficial, de sus palabras:
Junto a la Madre Dolorosa
Homilía en la Misa de Clausura de la Semana Tomista de Filosofía 2017.
Buenos Aires, Universidad Católica Argentina
Los dos versículos del Evangelio de Juan (19, 25-27), propios de esta liturgia en honor de la Mater Dolorosa, han sido objeto de contemplación por los cristianos de todos los tiempos, y de estudio cuidadoso por los Padres de la Iglesia, los teólogos medievales y los exégetas, tanto católicos cuanto protestantes. Conviene que nos detengamos un momento en ellos, ahora que, vueltos hacia el Señor, vamos a ofrecer el sacrificio eucarístico. Las interpretaciones fueron y son de lo más variadas, sin embargo, hay una sustancia en aquellas pocas líneas accesible al sano sentido de la fe de los creyentes aun más sencillos. Me detengo sólo en algunos aspectos de un texto insondable, perteneciente -más allá de todas las agudezas hermenéuticas-, a la revelación divina.
Estaban allí, junto a la cruz de Jesús, eist?keisan, así se lee en el original griego, su Madre y el discípulo que él distinguía con amor especial; estaban firmes, plantados en el lugar y el momento centrales de la historia de la salvación. Estaban firmemente establecidos en el sitio –parest?ta, apelo otra vez al texto griego; el verbo empleado es paríst?mi: según su valor clásico, “puestos a disposición”, “entregados”, bien cerca, en una postura física y espiritual, firmes y preparados para ayudar. Stabant, stantem, unifica la versión latina las dos expresiones al vertirlas con el mismo verbo. Jesús los ve, apunta el Evangelista. Sobreviene entonces, en el antepenúltimo dicho del Señor que muere, el mutuo encargo, la mutua donación que hace el Redentor entre su Madre, que ahora se revela nueva, revestida de un título nuevo, y un nuevo Hijo. María es confiada al discípulo amado, que habrá de cuidarla. En su Lectura in Ioannem, Santo Tomás, recogiendo una línea de la interpretación patrística, apunta la solícita diligencia de Jesús por su Madre y la pronta obediencia del discípulo; ella deberá amarlo, él servirla.
Pero el episodio encierra algo más profundo, un gran misterio; el Aquinate lo señala -no podía escapársele-; como en la tradición más primitiva de los Padres, y como los mejores exégetas actuales, advierte la relación del Calvario con Caná. Agustín, al parecer, fue el primero en notarlo, en relacionar los dos pasajes (cf. In Ioannem 119, 2). Allá también estaba – ?n dice el texto, un simple están) simplemente como invitada, al igual que Jesús y algunos discípulos, ekl?th?, llamado. Varios elementos indican la perspicacia teológica del cuarto evangelista. Lo más llamativo es que en Caná y en el Calvario, Jesús llama a su madre, insólita y solemnemente, Mujer, Gýnai en griego. No le dijo sin más mamá ( immá, en hebreo, como sería, de seguro, el trato habitual). En aquellas lejanas bodas, Jesús realizó el signo milagroso de transformar el agua destinada a los ritos purificatorios judíos en el mejor vino, acción que rescató una fiesta que se aguaba. El hecho milagroso allí realizado se orientaba a la plena salvación venidera, a las bodas de Dios con los hombres, constituidos entonces en un pueblo nuevo mediante la Sangre de su Hijo; el evangelista Juan lo pone en evidencia en el relato de la muerte del Señor y su circunstancia mariana. Ti emóikaisói; ¿Qué tenemos que ver tú y yo? dijo Jesús ante la advertencia sobre la falta de vino. A ese aparente rechazo a la intervención de su Madre sigue el adelantamiento de la Hora; este término Hora identifica el tiempo de la pasión, el hecho consumado de la redención. Hagan todo lo que él les diga indicó María a los sirvientes, intuyendo probablemente -porque se movía en la oscuridad de la fe- que en ese caso se iniciaba el camino mesiánico de su Hijo hacia la realización plena de su misión.
La Mujer es, para muchos intérpretes, desde San Ambrosio, figura de la Iglesia que engendra a los hombres en la fe. Esta convicción derivó en una afirmación de la maternidad celestial de María en favor de los cristianos, y en el título de Madre de la Iglesia; son desarrollos teológicos y de la piedad de los fieles, que han buscado apoyo bíblico en los mencionados textos joánicos. Pero volvamos a la escena del Calvario.
María es confiada al discípulo amado, que habrá de cuidarla; en realidad son entregados y encomendados recíprocamente. En el despliegue simbólico de las figuras esa mutua y definitiva vinculación representa cómo culmina la espera fiel del pueblo elegido. Jesús instituye una nueva familia, la de sus discípulos, que en los textos evangélicos se distingue de la familia terrena de Jesús, quiero decir, su parentela de tíos y primos, porque su Madre siempre Virgen pasa de la antigua a la nueva Alianza. En Jn. 19, 27 se dice que el discípulo la recibió o la tomó –élaben– en su casa. En este punto las traducciones varían: eistàídia puede significar efectivamente que la llevó a vivir consigo. Una tradición oriental los ubica finalmente en Éfeso, donde habría ocurrido la Dormición de Nuestra Señora. Pero también la expresión puede comprenderse en un sentido espiritual: la acogió en el ámbito íntimo de su fe, la retuvo como madre. Y más simbólicamente aún, llegó a decirse: el pasado de Israel, figurado en María, desemboca en el presente – el discípulo-, el Antiguo Testamento se cumple en el Nuevo. Santo Tomás, siempre comparando el episodio del Calvario con el de Caná, y explicando el aparente rechazo de poner en boca de Jesús estas palabras: aquello que en mí hace milagros, no lo recibí de ti; de ti recibí aquello por lo que puedo padecer, la naturaleza humana, y por eso te reconoceré cuando mi debilidad penda de la cruz. Te reconoceré en la hora de la pasión. Efectivamente, es ésa la Hora del cumplimiento: la última palabra del crucificado es tetélestai, es decir, el plan de Dios y la historia toda de la humanidad han alcanzado su télos, su meta; desde entonces el hombre desterrado del paraíso puede encaminarse al cielo.
Volviendo al doble apelativo pronunciado por Jesús – Mujer-Hijo- me complace citar estas hermosas palabras del Papa Ratzinger en su “Jesús de Nazaret”: La palabra de Jesús pronunciada en la cruz permanece abierta a muchas realizaciones concretas. Siempre de nuevo esa palabra es dirigida sea a la madre, sea al discípulo, y a cada uno le es confiado el encargo de ponerla en acto en la propia vida, tal como está previsto en el plan del Señor. Siempre de nuevo le es requerido al discípulo acoger en la propia existencia personal a María como persona y como Iglesia, y de cumplir así la última disposición de Jesús.
Junto a la cruz de Jesús estaba su Madre (Jn. 19,25). Ya he señalado que el verbo que se emplea en este pasaje implica la firmeza, la decisión de permanencia propia de aquel estar. Stabat Mater, así comienza la secuencia que se ha leído antes del aleluya que precede al Evangelio. Su lectura es ahora optativa; canto, sería mejor. Muchos célebres compositores han puesto su inspiración al servicio de este poema. La secuencia es un canto peculiar de algunas festividades litúrgicas; el género tuvo origen, al parecer, en monasterios del siglo IX y fue evolucionando con el tiempo, a la vez que durante la Edad Media se difundía ampliamente. A Adán de San Víctor se le atribuyen unas cincuenta, y por aquellos siglos llegaron a elencarse unas cinco mil. El Misal del Concilio de Trento las redujo drásticamente a cuatro: Victimae paschali, Veni Sancte Spiritus (Pascua y Pentecostés, respectivamente) más la compuesta por Tomás de Aquino para la fiesta de Corpus (Lauda Sion) y el tremendo Dies irae para la conmemoración de los difuntos.
Stabat Mater, también de composición medieval, aunque introducida mucho después en la liturgia, contiene elementos propios de la espiritualidad franciscana que incluyen en la tradicional sobriedad del rito romano expresiones subjetivas de sentimiento y ternura. Se describe a la Virgen dolorosa, llorando; su alma es un gemido, la aflige una tristeza profunda, padece con su Hijo. Al ver las penas de Cristo se cumple entonces la profecía de Simeón (Lc. 2,35): a ti misma una espada te atravesará el corazón. No falta el motivo de la redención, la finalidad del sacrificio de Cristo: por cargar los pecados de su pueblo. El orante pide experimentar el dolor que ella siente, y cuya causa es una identificación con su Hijo: Ella con él, nosotros con Ella, con El a través de Ella. La fuente es el amor, la Madre es fons amoris. No hay nada en el poema de dolorismo gratuito; los versos recuerdan rápidamente expresiones orantes de San Buenaventura. El objeto de la súplica es el amor, donde hay amor hay dolor. Compartir las penas, llorar con la que llora, dejarse herir por las heridas del Traspasado, recibir la impresión de las llagas, embriagarse con la Sangre redentora.
Estos sentimientos no pueden sino ser gracias místicas, es decir, plenitud gratuita del amor de Dios; en realidad, a eso está llamado todo cristiano, a ser perfecto como lo es el Padre, a negarse a sí mismo para seguir a Cristo con la cruz. Todo lo contrario del “sentirse bien” al que aspira mezquinamente el burgués de nuestros días que, ignorando su condición cristiana, mira embelesado a un Oriente extrabíblico, anticristiano. El recuerdo de la Dolorosa nos sitúa en lo central del mensaje evangélico. La secuencia concluye con la súplica de la asistencia cercana, con la defensa de María que necesitaremos especialmente en el momento extremo, el trance de la muerte y el juicio que sobrevendrá, in die iudicii, cum sit hinc exire, pero que nos hace mucha falta cada día, porque nos pesan demasiado nuestras pequeñas cruces.
Mirando más allá del juicio, apuntando al cielo, supliquémosle hoy al Señor, aferrados al manto negro de la Dolorosa: Da per Matrem me venire ad palmam victoriae. Sí, porque no podemos abdicar de la esperanza de la victoria, y con aquella protección nadie se atreverá a robárnosla.
+ Héctor Aguer
Arzobispo de La Plata
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