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Artículo de Mons. Aguer sobre las redes sociales.

Mons. Héctor Aguer, Arzobispo de La Plata.

 

El Arzobispo de La Plata, Mons. Héctor Aguer, publicó en el diario «El Día», de la capital provincial, un artículo sobre las redes sociales. Este es el texto completo y oficial de su trabajo:

 

Las redes

 

 

         Se llama red al aparejo utilizado para pescar o cazar; con ella se puede también sujetar a alguien o algo. El concepto indica un conjunto sistemático de conducción, que tiene la propiedad de atrapar, como en el caso de una telaraña;  figuradamente equivale asimismo a cadena, de allí que se hable, por ejemplo, de una cadena de radio y televisión -nuestra famosa “cadena nacional”- o de supermercados. Hoy en día, “redes” tiene un sentido unívoco en el habla cotidiana; todos entendemos de inmediato a qué nos referimos cuando las mencionemos: son las “redes sociales”.

         Se me ocurrió trazar unas líneas de advertencia sobre este asunto al recibir noticia, visual y auditiva de un hecho trágico, que ocurrió en un pequeño pueblo del interior de nuestro país. El suceso podría ser sujeto de una novela o de un drama. Primera foto: una familia, el matrimonio con dos hijas, una pequeña, la otra jovencita –unos veinte años-; posa con ellos el novio de la chica, muy joven también. La segunda imagen es un video: el muchacho se grabó a sí mismo -porque parece que es él quien acomoda la cámara de su teléfono- manteniendo una relación sexual con la madre de su novia; la imagen que he visto dura unos tres minutos. No aparece ningún signo de amor, de cariño, de eros en el sentido clásico de la palabra; es puro ejercicio de gimnasia genital, placentero seguramente, aunque el goce no se nota en el rostro del muchacho. La mujer, en cambio, se muestra ávida y en pleno disfrute. Lo más probable es que haya sido ella la seductora. De acuerdo con lo que enseña Sigmund Freud en su “Introducción al psicoanálisis”, se trató de un acto perverso e impúdico, porque en esa situación el cuerpo se entregó como pura carne y no de modo personal. ¿Sabría la señora que su futuro yerno -o quizá el conviviente de su hija- la estaba filmando? El enfoque induce a afirmar que en ese acto el chico es el protagonista, el grabador se centra en él; el desarrollo posterior de los hechos deja en claro que como auténtico Narciso necesitaba verse y alardear ante sus amigos de su hazaña, de su doble traición. Habría que hablar de doble adulterio, si este sustantivo conserva su sentido en estos tiempos “líquidos”. La segunda foto fue tomada por la policía: en un rincón del patio yace la mujer y de ella brotan arroyitos de sangre que se extienden entre las baldosas; en su mano se ve el revólver con el que se disparó en la boca. Ahora menciono el audio: el veinteañero llorando, en un balbuceo, pide a un amigo que lo aloje en su casa, por lo menos esa noche; “todos me quieren matar”, dice. ¿Qué ocurrió? El héroe quiso compartir con sus camaradas el  hecho memorable y les envió la filmación por WhatsApp; uno de ellos la subió a Facebook y se viralizó. Un virus fatal, porque todo el pueblito quedó enterado; el marido y la novia engañados también. Perdón por iniciar la nota con este relato escabroso.

         Para no abandonar la temática porno, recuerdo que es bastante común, por desgracia, que cualquier adolescente, ellas en especial, publique selfies en las que se muestra desnuda, e incluso manteniendo relaciones sexuales, para emular a las diosas de la farándula; así puede aspirar a que la admiren decenas de miles que se enganchan a las redes y ofrecen sus elogios. El ejemplo cunde, y los malos ejemplos suelen reunir a un mayor número de imitadores, se extienden porque “todos lo hacen”. Me viene a la memoria aquel dicho de Jean-Paul Sartre: “si Dios no existe, todo está permitido”; en una cultura ateizada no se puede distinguir el bien del mal. Descuento la inconsciencia de tantas víctimas de sus propias veleidades.  En este mismo capítulo de actividades siniestras hay que ubicar al “grooming”. Como sustantivo “groom” designa al palafrenero, el lacayo o el novio; como verbo significa cuidar, acicalar, preparar.  Es un acercamiento para el abuso.

         Otro caso difundido recientemente: un joven periodista se filmó aspirando droga y utilizando un juguete sexual. Las imágenes se filtraron y todo el mundo puede ver y oír el correspondiente audio. Se queja porque su vida “quedó destrozada”. Más bien, la informática fijó un alto precio a su narcicismo y su depravación. Asomarse al universo digital pone en riesgo la división entre privado y público, todo se banaliza. Situaciones como las que he comentado se repiten continuamente, solo que no siempre conducen a una tragedia. Algunos se lamentan, sin derecho a hacerlo, de las consecuencias de su frivolidad, otros son tan frívolos que les encanta lo que venga, al menos cuando ese devenir no llega a la sangre.

         Tenemos a nuestra disposición actualmente instrumentos maravillosos que nos dan acceso a toda la sabiduría del mundo, y también a su basura. El poseedor de un telefonito de última generación necesita prudencia para servirse benéficamente de él; esta exigencia abre un espacio de educación o de autoeducación para inculcar, o alcanzar y poseer un sentido de responsabilidad, una cierta madurez, de modo que la persona no se aliene en el uso del instrumento. Es un desafío crucial en esta hora. Las nuevas tecnologías dan cauce a cambios sorprendentes en todos los ámbitos de la vida, y la situación creada implica el replanteo de la cuestión antropológica: qué somos, quiénes somos, cuál es nuestra misión y el sentido de nuestra existencia en el mundo; de esto depende el cómo usar los instrumentos que hemos inventado. Una distracción generalizada orientaría la cultura humana hacia la nada.    

         Otra observación: el empleo constante de las redes induce a una pérdida de la experiencia del tiempo, de la sensación de su transcurrir, de que el tiempo dura; la continua mudanza lo convierte en una porción brevísima de sí mismo. Esa instantaneidad es la que parece ahora otorgar valor a los acontecimientos; se advierte una curiosa consecuencia en el vértigo de los noticieros: para decirlo paradojalmente, la noticia llega antes de que el hecho ocurra.

La velocidad buscada o simplemente posible a causa de las facilidades tecnológicas hace que las redes desplieguen un ambiguo y peligroso campo de socialización, permiten tramar esbozos de verdaderas amistades tanto como crímenes abominables; el “bullying” cibernético disculpa a las inocentes “cargadas” de antaño. El problema a plantear es el carácter propiamente humano de las actividades más esenciales. Por ejemplo: la introducción de la informática en los procesos educativos, que se está verificando parcialmente, podría generalizarse de tal modo que no sea necesario ir a la escuela o a la universidad: en ese nuevo contexto, ¿cómo se realizará la relación imprescindible entre el maestro y el discípulo? ¿Qué resultará del tránsito si los vehículos, como se anuncia, serán manejados por robots? Estoy deslizándome un tanto fuera del asunto, pero se trata de un mismo fenómeno: cómo se respeta, en los cambios culturales que se suceden, lo esencial de la realidad humana.

         Entre nuestras mayores riquezas se encuentra la amistad. Aristóteles sostenía en su “Ética a Nicómaco” que es de lo más necesario para la vida anankaiótaton  eis  tón  bí?n, de tal modo que nadie elegiría vivir poseyendo todos los demás bienes pero careciendo de amigos, áneu  phíl?n. Esta afirmación, retenida por el humanismo clásico, implica la estabilidad duradera, virtuosa, de una relación en la que el conocimiento y el afecto recíproco llevan a que cada uno considere al otro como otro yo. Supuesta la consideración que acabo de proponer, surge el interrogante: ¿es posible trabar a través de las redes auténticas amistades? Para este fin resultan un medio ambiguo y peligroso de socialización; facilitan contactos superficiales, aunque no niego que a partir de ellos pueda surgir una relación presencial. Pero también actúan eficazmente como “cazabobos”, para atrapar a personas ingenuas y candorosas, menores de edad, candidatos a la sumisión y a la trata.        

         Las redes pueden fagocitar al usuario, y este se deja tragar gustosamente, por vanidad o curiosidad, por ansia de protagonismo, porque no tiene a mano algo serio que lo motive. Lo real se convierte en virtual; el mundo es aquel al que accede el yo solipsista, el vecino puede estar haciendo lo mismo al lado mío, pero nos ignoramos. Facebook nos permite exhibirnos a voluntad y romper los límites del decoro, abolir la esfera de la intimidad, nuestra o ajena.

         Un daño no menor es la ruina del lenguaje. El parloteo insustancial puede expresarse con frases entrecortadas, exclamaciones de pocas letras, en comparación con lo cual el habla cotidiana, doméstica, es buena literatura. El contenido es la superficialidad. Extendiendo el juicio, se puede advertir entre los estudiantes la costumbre,  ya instalada, de bajar de internet un tema recortando y pegoteando fragmentos sin saber si coinciden o no, si hacen sentido. Para aprender hay que saber algo.

         Podría sumar otras consideraciones, pero me detengo aquí. El pueblito aludido en el relato inicial salió de su aislamiento, se conectó con el universo, entró en una red de socialización. Estamos cada vez más enlazados, pero solos, ajenos, aun trágicamente enemigos.

Héctor Aguer, Arzobispo de La Plata,

Académico de Número de la

Academia Nacional de Ciencias Morales Y Políticas.

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